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Venenos, Historia, Asesinatos

El sublime arte de acelerar la muerte

Los envenenamientos en la historia

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La misteriosa y evidentemente joven dama, embozada y cubriéndose el rostro con un espeso velo oscuro, caminó a pasitos cortos por el estrecho y mal oliente callejón, evadiendo en lo posible los charcos de agua estancada y los pedregosos desniveles del terreno que malamente podía ver, a despecho de un farol lejano, en la noche cerrada.

Noventa o cien metros de martirio.

Se detuvo, muerta de miedo y casi arrepentida, frente a la tosca puerta de madera sin pulir de la anodina casita, un recinto estrecho y feo empotrado entre dos viviendas casi idénticas. Dos toques fuertes y dos más débiles, con su pequeño y delicado puñito de señorita encopetada.

Minutos como siglos. Se entreabrió la puerta y una mujer, bastante joven también, pero descalza y con ropas muy holgadas y bastas, gastadas, y un delantal manchado que quizás alguna vez fue blanco, se asomó y le dijo a la dama, sin que mediara saludo alguno y en tono cortante:

—Apúrate, pasa, y me dices adentro lo que quieres de mí. —La ayudó a subir el dintel tomándola por el codo—. Y ya yo veré si está en mis manos ayudarte y en las tuyas pagarme el favor.

No sabemos lo que hablaron, pero…

Unos minutos después la aristócrata salía del tugurio con las rodillas temblorosas y sin atreverse a mirar atrás, cargando con mucho cuidado entre sus brazos y envuelta en una tela de lienzo, una botella grande y de un cristal muy grueso y verde, conteniendo un líquido transparente semejante al agua pura de la fuente, pero más viscoso.

Al doblar la no muy distante esquina —fue penoso, aterrador, para ella llegar hasta allí haciendo el camino a la inversa— la esperaba un carruaje tirado por un par de briosos y asustadizos caballos, gobernado por un cochero, también embozado y obviamente armado con un escopetón y un estoque, que partió a escape en cuanto la dama subió al pescante, entró jadeando y cerró de un golpe la portezuela y las cortinillas.

Con el corazón en la boca, perlada la pálida frente de sudor, asustada, pero contenta, la señora colocó la botella en el asiento, a su lado, sosteniéndola firmemente, y suspiró con alivio.

—¡Al fin, ahora, a la faena, y que Dios me ayude!

No había transcurrido un mes cuando entre sollozos, rezos, velatorios, responsos y mantillas negras como el azabache, la afligida condesa enterraba a su marido, el anciano y muy rico Conde Navalino. El Conde, ahora definitivamente difunto después de una breve y bastante dolorosa enfermedad que confundió —los síntomas eran algo erráticos y poco claros— a los mejores galenos y sangradores de la Roma papal, abandonaba para siempre a la bella muchacha que había desposado tres o cuatro años antes.

Solo la señora Navalino, ahora una agraciada e inconsolable viuda, heredera absoluta de toda la fortuna del vejete, hubiera podido hacer alguna luz en las causas de aquel inexplicable fallecimiento, pero no lo haría, seguro que jamás lo haría.

Hoy, a siglos de distancia, nos atrevemos a adelantar —mal pensados que somos— una respuesta para el fatal desenlace.

Acqua Toffana

¿Qué?

El Acqua Toffana, o agua tofana en castellano, era un menjunje —una poción le decían— compuesto de agua pura, arsénico, cimbalaria (Linaria cimbalaria) y varias yerbas y esencias vegetales que producía una muerte lenta y con síntomas poco claros —dolores en las articulaciones, cólicos, diarreas, pasmos, nerviosismo, exacerbación de las enfermedades ya presentes y al final convulsiones, coma y la muerte— y cuya formulación exacta se llevó a la tumba, aparentemente, su creadora, la siciliana Teofania d’Adamo, cuando fue ejecutada en 1633, acusada de asesinar, entre otros, a su marido.

En 1669 la hija de Teofania, Giulia, y su nieta, Girolama Spera (algunos autores niegan este parentesco), que además de envenenadora profesional era astróloga, herederas ambas del secreto de la composición exacta del agua tofana, fueron llevadas al patíbulo, en Roma, junto a tres mujeres más, dando fin así a una estirpe de envenenadoras que muy probablemente habían ayudado a morir a más de un millar de hombres y liberado de sus cargantes maridos a otras tantas agradecidas mujeres.

En efecto, los verdugos del Campo DiFiore, en Roma, liquidaron en la horca a una banda de envenenadoras, pero ni remotamente terminaron con el crimen por veneno, que ya existía desde tiempos inmemoriales y que continuaría existiendo, no lo dude.

Precisamente debido a las características tan propias de esta forma de asesinato, muchas muertes por veneno quedarían —y quizás quedan— desconocidas e impunes, sospechadas a veces, pero difíciles o imposibles de probar. Pero otras sí fueron reconocidas, puestas en evidencia y pasaron a la historia.

Repasemos entonces, a salto de mata, esa historia.

Los hombres prehistóricos y el curare (d-tubocurarina) para matar bestias (¿y por qué no enemigos o inválidos y enfermos?). La prohibición en el Egipto faraónico de poseer venenos (¿miedo?), excepción hecha de los sacerdotes de más alto nivel. El rey Mitrídates VI del Ponto y sus pruebas con diferentes sustancias en criminales —y algunos que no lo eran pero que evidentemente le estorbaban en sus propósitos— condenados a muerte. Sócrates, ejecutado mediante la cicuta (Coniun maculatum), de uso común entre los griegos y después entre los romanos. Kautilya, ministro del emperador hindú Chandragupta, que escribió todo un tratado sobre las formas de matar con venenos y defenderse, a su vez, de ellos.

Y entre los romanos el emperador Claudio, asesinado por su mujer con setas venenosas (Amanitas phalloides). La reina egipcia Cleopatra, cuyo suicidio (suicidio obligado) dejándose morder por una serpiente venenosa es lugar común en la literatura y el cine, y Séneca, inducido a la muerte con cicuta por Nerón, uno de tantos psicópatas despiadados que ha padecido la humanidad.

Algo más cerca de nosotros en el tiempo, la muerte de Sancho I llamado el Gordo, que murió envenenado con Belladona (Atropa belladona). Los interesantísimos fueros (leyes) españoles contra los envenenadores: el Fuero Juzgo, el Fuero Real y las Siete Partidas de Alfonso el Sabio, que condenaban a los criminales al mismo dolor y muerte de sus víctimas.

La infame familia Borgia, con el Papa Rodrigo (Alejando VI) y su hija Lucrecia a la cabeza, envenenadores consumados —maestros en el uso de la Cantarella, un poderoso y rápido veneno que contiene entre otras cosas una sal muy activa de fósforo— y víctimas de envenenamiento algunos de ellos mismos. El Consejo de los Diez, el primer gremio de asesinos, envenenadores, por contrato —¿les llamarían mecánicos hoy?— formado en Italia en el siglo XV, muy solicitados y prósperos.

Seguimos.

El médico judío Rodrigo López, contratado por el Gobierno español para matar con veneno a Isabel I de Inglaterra, y colgado y descuartizado —¡El ejemplo, mi amigo, el ejemplo!— por los ingleses después de haber fracasado en su encomienda. Catalina de Médicis y su sicario, el temible envenenador Renato. La feroz asesina Madame D’Aubray, Marquesa de Brinvilliers, que mató, incluso, a toda su familia antes de ser descubierta y ejecutada. El Príncipe de Asturias, José Fernando de Baviera, mandado a matar con veneno por el Rey Sol, Luis XIV, para impedir que accediera a la corona que por derecho le correspondía. Napoleón Bonaparte, probablemente muerto por arsénico a manos de sus carceleros ingleses y el tenebroso monje Rasputín, que venció al veneno y fue necesario tirotearlo y ahogarlo en el río Neva para al fin enviarlo al otro mundo.

Y en tiempos más actuales, la enfermera holandesa Greta van der Linden, que cobraba comisión por los difuntos que suministraba a una funeraria. El médico londinense Thomas Nelly Crean, que mataba prostitutas con estricnina (alcaloide del género Strychnos) para sanear la sociedad. El famoso suicidio literario de Enma Bovary (Madame Bovary, novela de Gustave Flaubert) con arsénico, que ha quedado como un clásico en la perfecta descripción de los minutos finales de la muerta. Y el doctor, también inglés —¿parecen ser muy proclives al veneno los asesinos ingleses, verdad?—, Harold Shipman, que se calcula mató con morfina (alcaloide del opio), entre 1995 y 1998, a más de cuatrocientas personas.

¿Cuatrocientas?

Y no olvidemos, aunque no sean los típicos homicidios por envenenamiento, sino un acto criminal de una magnitud tal que rebasa nuestro entendimiento, el empleo por los nazis del ácido cianhídrico (cianuro) y el gas monóxido de carbono en el asesinato de millones de personas durante el gigantesco y salvaje genocidio que conocemos como el Holocausto.

Los venenos, basta leer el periódico para saberlo, se han modernizado: talio, ricina, las dioxinas (como el agente naranja), los isótopos radiactivos (Polonio 210, por ejemplo) y algunos otros que deben estar estudiándose en los sofisticados laboratorios militares de varios países ahora mismo.

Pero no se preocupe, que los antiguos siguen siendo útiles.

Entonces, por toda esta historia escalofriante, y mucho más que se nos queda en el tintero, le recomendamos, querido lector…

Que a partir de ahora mismo tome algunas precauciones…

¡O aténgase a las consecuencias!


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