Actualizado: 25/04/2024 19:17
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El terror se imagina a sí mismo

The Act of Killing no es un documental al uso, sino una obra extraordinaria, contundente y original que apenas puede describirse, y que en algunos momentos casi no puede mirarse

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La película nace de nuestra curiosidad por la naturaleza de ese orgullo, su gramática estereotipada, su representación amenazante, su aterradora banalidad. Nuestro punto de partida era la pregunta: ¿Cómo evoluciona una sociedad cuyos líderes pueden —y quieren— hablar de sus crímenes contra la humanidad con una alegría que es a la vez celebración y amenaza?
Joshua Oppenheimer

Si preguntásemos a unos cuantos críticos y cinéfilos cuáles fueron, a su juicio, los filmes más significativos estrenados el año pasado, seguramente se repetirían varios títulos: Amour, La vida de Adèle, The Master, Django desencadenado, Tabú, Gravity, La gran estafa americana, 12 años de esclavitud, La gran belleza, Blue Jasmine, A propósito de Lewin Davis… Hubo, sin embargo, una película que tuvo una repercusión a la que difícilmente las anteriores se han de acercar. La prestigiosa revista británica Sight & Sound la situó en el número 1 de su selección de lo mejor del 2013. Asimismo otras publicaciones especializadas de varios países también la han incluido en sus listas. El director español Pedro Almodóvar dio a conocer en su blog su Top 10, encabezado por el filme al cual me refiero. Lleva acumulados hasta la fecha 33 galardones, obtenidos en los 120 festivales internacionales en que ha participado. Son solo unos pocos datos que ilustran la excelente recepción que ha tenido The Act of Killing, el filme más contundente, surreal y aterrador de la última década, en opinión de Werner Herzog.

No se trata, sin embargo, de una película de ficción, sino de un documental. Esa acogida tan unánime y entusiasta no es usual para una obra de ese género. Es cierto que, últimamente existen algunas excepciones —ahí está los ejemplos de The Square, When the levees broke, 5 Broken Cameras, Searching for Sugar Man—, pero de todos modos solo vienen a confirmar la regla. The Act of Killing (Dinamarca-Noruega-Inglaterra, 2012) fue dirigido por Joshua Oppenheimer (Texas, 1974), un norteamericano de origen alemán que estudió cine en Harvard y Londres. Desde hace algunos años reside en Inglaterra, donde trabaja como investigador en proyectos sobre Genocidio y Género en el Arts and Humanities Research Council. Su filmografía la integran los cortos These Places We´ve learned to call Home (1997), Land of Enchantment (2001) y Show of Force (2007), así como los largometrajes documentales The Entire History of the Louisiana Purchase (1997) y The Globalization Tapes (2003). Varios de esos trabajos los ha codirigido con Christine Cynn. Una colaboración que se repitió en The Act of Killing.

El filme parte de unos hechos ocurridos en Indonesia, que hasta ahora habían sido escasamente divulgados. En 1965 se produjo un golpe militar que derrocó el gobierno del general Sukarno e instauró en el poder al también militar Suharto. Tras el golpe, el Parlamento fue depurado, los sindicatos independientes fueron disueltos y se estableció la censura en la prensa. Otra medida que se aplicó fue la proscripción del Partido Comunista de Indonesia (PKI). Estuvo acompañada además por una ola de represión contra sus partidarios y simpatizantes, de la cual se encargaron los escuadrones de la muerte creados para tal fin. La represión incluyó también a la minoría china que residía en el país.

Aunque las cifras exactas no se saben, principalmente debido a la censura, se estima que aquel terrorismo de Estado dejó como saldo un millón de muertos en menos de un año. El genocidio contó con el apoyo de países como Estados Unidos, Inglaterra e Australia. Documentos dados a conocer en 1990 prueban que la embajada norteamericana preparó y proporcionó a los militares golpistas listas de militantes y simpatizantes del PKI.

Hasta la fecha y a diferencia de Alemania, Ruanda y Argentina, en Indonesia no ha habido comisiones de la verdad, ni juicios a los genocidas, ni memoriales en homenaje a las víctimas. Quienes organizaron y llevaron a cabo aquel baño de sangre contra sus compatriotas siguen gobernando el país y son honrados como héroes nacionales por un público dócil y, a no dudarlo, lleno de terror.

Orgullosos de contar y describir sus crímenes

En un texto que se puede leer en la página web de The Act of Killing, Oppenheimer cuenta que en 2005 llevaba tres años tratando de filmar a sobrevivientes de las matanzas de 1965-1966. Su idea era realizar una película sobre la primera vez que una de esas familia confrontaba a los asesinos de su hijo (ese será su próximo documental, The Look of Silence). Irónicamente, el cineasta y su equipo encontraron obstáculo tras obstáculo al querer filmar a los sobrevivientes. En una ocasión, fueron interrumpidos por la policía, que traía una orden de arresto. Otra vez, el administrador de una plantación detuvo el rodaje para “invitarlos” a una reunión en la casa principal. Y en otra, el alcalde del lugar se presentó escoltado por unos militares para decirles que no tenían permiso para filmar. Oppenheimer comenta que llegó un momento en que no solo se sintieron inseguros, sino que se preocuparon por la seguridad de esas personas. Se vieron así ante la situación de que no iban a poder contar con su testimonio acerca de cómo fueron perpetrados los asesinatos.

Los propios sobrevivientes fueron quienes sugirieron a Oppenheimer que entrevistara a los asesinos. Para su sorpresa, estos no solo no se mostraron reticentes a hablar, sino que por el contrario estaban felices e incluso orgullosos de contar y describir sus crímenes frente a la cámara. Una vez que optaron por esa alternativa, todas las puertas se abrieron para los cineastas. La policía se ofreció para escoltarlos a los sitios donde ocurrieron los asesinatos en masa. Incluso hubo oficiales del ejército que encomendaron a sus soldados mantener alejados a los curiosos, de modo que no afectaran el sonido durante las filmaciones. Eso hizo que Oppenheimer modificara el punto de partida de su documental. La idea inicial pasó así a ser otra: qué significa vivir y ser gobernado por un régimen cuyo poder descansa en la ejecución de crímenes masivos y que mantiene silenciados a los supervivientes por medio de la intimidación y el terror.

La estrategia narrativa que pasó a adoptar Oppenheimer recuerda el trabajo de reconstrucción que Rithy Panh hizo en S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos (meses atrás, publiqué en este diario un trabajo sobre ese excelente documental). Al igual que el cineasta camboyano, el tejano da la palabra a los asesinos. Aquí, sin embargo, no se trata de adolescentes a quienes convirtieron en verdugos mediante a un lavado de cerebro ideológico, sino de gánsteres que se vendieron al mejor postor y sacaron provecho de ello.

Otra diferencia fundamental es que, a petición del equipo de filmación, estos esbirros a sueldo aceptaron pasar a ser actores y representaron ante la cámara torturas y crímenes que ocurrieron realmente. Durante la proyección de The Act of Killing en el Festival de Cine de Berlín, un espectador dijo que era algo así como hacer que unos oficiales de las SS escenificasen el Holocausto. Oppenheimer le contestó que no era lo mismo, pues los nazis ya no están en el poder, mientras que los miembros de los escuadrones de la muerte cuentan con la protección del gobierno de Indonesia.

Aunque a lo largo del filme intervienen varios de esos hombres, se puede decir que su verdadero protagonista es Anwar Congo. Al inicio, aparece como un anciano normal y hasta simpático. Físicamente, tiene cierto parecido con Nelson Mandela. Se muestra locuaz, dicharachero, jovial y carismático. En una escena posterior, se le ve en el patio de la casa cuando habla con ternura con uno de sus nietos. En suma, es un hombre con el que, en otras circunstancias, uno estaría dispuesto a hacer amistad e incluso al que se podría llegar a estimar.

Pero cuando empieza a contar lo que él y sus compañeros hicieron décadas atrás, la imagen que da de sí mismo pasa a ser otra bien distinta. En su juventud, Congo era matón o gánster, como él prefiere llamarse. Junto con sus compinches, controlaba el bioskop, el mercado negro de las entradas de cine en Medan, la tercera ciudad en importancia del país. Tras el golpe militar, el ejército los reclutó para formar los escuadrones de la muerte que llevarían a cabo la masacre de comunistas.

Sabían que Congo odiaba a estos, pues el PKI llamó a la población a boicotear las películas norteamericanas, precisamente las más populares entre los espectadores. Ese boicot hizo que los ingresos por el lucrativo negocio del bioskop se redujeran mucho. Eso alimentó el odio de Congo contra los comunistas, y como él y sus amigos estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por dinero, aceptaron sin ningún problema la proposición del ejército. Así fue como de la noche a la mañana, unos delincuentes de barrio se convirtieron en señores de la muerte.

Congo lleva el equipo de filmación a una azotea y cuenta: “Hay muchos fantasmas aquí, porque muchas personas fueron asesinadas. Muertes no naturales. Entraban perfectamente saludables. Cuando llegaban aquí, eran golpeadas… hasta que morían. Pero había mucha sangre. Así que cuando limpiábamos el olor era terrible. Para evitar tanta sangre, yo inventé un método. ¿Te lo puedo mostrar?”. Toma un alambre que ata al cuello del hombre que lo acompaña, y representa cómo ahorcaba a las víctimas. “Así es como se hacía sin derramar mucha sangre”. Y tras la demostración, ensaya, sonriente, unos pasos de chachachá. Después, cuando ve en el televisor de su casa las imágenes rodadas, comenta que no debió llevar un pantalón blanco, pues los que él usaba entonces eran oscuros. Y agrega: “Parezco vestido para un picnic. Y tal vez debí haberme teñido el pelo”.

No hubo necesidad de usar cámara oculta

A partir de la siguiente escena, The Act of Killing se convierte en cine dentro del cine, cuando los entrevistados ponen sus recuerdos y su imaginación al servicio de un objetivo: crear “una hermosa película de familia al estilo de Hollywood”. Con tal fin, preparan un guión, fabrican decorados, buscan las locaciones adecuadas, diseñan elaborados vestuarios, se maquillan. (Acerca del maquillaje y el vestuario, quien más dedicación pone es Herman Koto: en varias ocasiones se viste de mujer, sin que se entienda bien por qué lo hace. En todo caso, lo que sí resulta indudable es lo mucho que disfruta su acto de travestismo.)

Incluso para la representación de la matanza en un pueblo se moviliza a un extenso número de extras. En ese sentido, conviene señalar que a lo largo del filme los improvisados actores cuentan con la resignada complicidad de la población. Hay una escena que fue rodada en la sala de una casa. Las personas aparecen sentadas en semicírculo. Mientras se escenifica la detención y tortura de un anciano, esos espectadores se ríen y, al final, aplauden y gritan bravo.

Pienso que con lo escrito hasta aquí, cualquier lector puede darse cuenta de que The Act of Killing no es un documental al uso, sino una obra extraordinaria, reveladora y original. Una película, en opinión del novelista español Antonio Muñoz Molina, que “apenas puede describirse, y que en algunos momentos casi no puede mirarse”. Y, como apuntó Peter Debruge en la revista Variety, que “ruega que la veamos, para luego no volver a verla nunca más”. Oppenheimer y su equipo lograron algo excepcional, que fue ganarse la confianza de esas personas. Gracias a ella, no hubo necesidad de usar cámara oculta ni hacer tomas secretas. Quienes hablan y representan los hechos en los cuales tomaron parte, lo hacen con total candidez y con plena conciencia de que están siendo filmados. Eso es lo que hace más poderosos sus testimonios. Tenemos así la oportunidad única de ver a unos asesinos que se auto incriminan ante la cámara y reclaman abiertamente su responsabilidad en aquella matanza.

Dado que Congo y sus colegas eran fanáticos de las películas norteamericanas y de actores como Marlon Brando, John Wayne, Victor Mature, Al Pacino, James Dean, nada más lógico que para representar aquellos hechos tomasen como modelo las producciones hollywoodenses. De hecho, ellos confiesan que además de copiar su manera de vestir, para cometer los crímenes se inspiraron en los filmes de gánsteres. (A propósito de ese término, lo reivindican y reclaman para sí, pues como expresa Congo en su acepción original significa hombre libre.) La recreación de las torturas y asesinatos que ellos hacen ante la cámara está filtrada, pues, por el imaginario de sus géneros cinematográficos favoritos, los westerns y el cine de gánsteres.

Asimismo hay otras escenas en las cuales incorporan las coreografías de los musicales. Eso se ilustra en la secuencia con la que comienza el filme. Me refiero a aquella en que unas bailarinas van emergiendo de la boca de un gigantesco pez, a orillas del lago Toba. Está además esa imposible escena al final, rodada en la selva y con una cascada al fondo. Al son de los compases de Born Free de John Barry, el fantasma de una de los víctimas le pone una medalla a Congo y le da las gracias por haberla matado y enviado al cielo. Son imágenes delirantes y surrealistas, que hasta pueden provocar la risa. Sin embargo, al mismo tiempo son tan indignantes y repulsivas, que dudo que algún espectador sea capaz de reírse.

Un detalle muy interesante es la transformación que Anwar Congo sufre a lo largo del desarrollo de The Act of Killing (es oportuno apuntar que el rodaje tomó unos siete años). Eso está inteligentemente resumido en la última secuencia, en la cual regresa a la azotea del inicio del filme. El escenario es el mismo, pero él no. Aquel anciano arrogante, que se jactaba de haber dado muerte a cientos de personas, se ha ido derrumbando, al confrontarse por primera vez con sus acciones. En una escena anterior, en la que interpretó el papel de un hombre que está siendo torturado, se siente mal y termina visiblemente afectado. “No puedo hacer eso de nuevo”, le comenta a sus compañeros.

Asimismo ha empezado a tener pesadillas y se pregunta si eso se debe a que está hablando con mucha honestidad ante la cámara o a que los muertos piden venganza. Ya no le resulta tan fácil aceptar la presión de continuar apareciendo ante la sociedad como un héroe. Su débil conciencia no ha podido salir indemne del viaje emocional que para él implicó el rodaje del documental. El cine, al que es tan aficionado, acabó devolviéndole en un espejo deformante el reflejo de aquellos actos cometidos por él en su juventud, y para los cuales hoy no hay redención posible. Seguramente habrá espectadores que duden de la sinceridad de sus pequeñas contriciones. Pero entre todos esos personajes, es el único que demuestra honestidad y valentía, y que al final comienza a sentir algo lejanamente cercano al arrepentimiento.

La impunidad que da el poder absoluto

Pero aunque The Act of Killing habla de hechos ocurridos hace casi medio siglo, su indagación va más allá y proyecta una imagen de la Indonesia actual. Ese oscuro pasado pervive y se ha perpetuado en un presente moralmente ignominioso. En ese sentido, el documental constituye una valiente mirada al sórdido inconsciente de una sociedad que ha justificado su práctica de lo atroz. Que un asesino y torturador sea el protagonista principal del filme, ejemplifica el delirio de un país en el que los verdugos son ensalzados como héroes y gozan de la impunidad que da el poder absoluto.

Los personajes que aparecen en el filme no solo no han sido juzgados por crímenes contra la humanidad, como ya señalé, sino que son tomados como el modelo a imitar por los paramilitares de hoy. En varias secuencias se puede ver cómo los veteranos se unen a los jóvenes reclutas en actos multitudinarios, en los que participan, desde la tribuna, ministros del gobierno actual de Indonesia. Los seguidores de Anwar Congo y compañía están organizados en Pemuda Pancasila (Juventud Pancasila), que trabaja codo a codo con la cúpula política y económica del país. En los libros de historia, ese escuadrón de la muerte es presentado como parte de la “campaña patriótica” iniciada en 1965, que abrió las puertas al genocidio y a los más bajos instintos del ser humano.

Aquellos que vean The Act of Killing (además de recibir el DVD en casa, Netflix brinda la opción de verlo en la computadora) advertirán que en los créditos muchos de los nombres aparecen sin identificar. Esa sobrecarga de anonimato es un signo evidente de lo conflictiva y peligrosa que resulta la propuesta. En Indonesia un filme como ese tenía garantizada la prohibición, y eso automáticamente haría ilegal su proyección. Para evitarlo, Oppenheimer convocó a los principales medios de comunicación del país en la Comisión Nacional de Derechos Humanos en Yakarta. La repercusión que tuvo ese visionado fue enorme. Ariel Heryanto, historiador y crítico cultural de la revista Tempo, la principal publicación noticiosa de Indonesia, escribió:

The Act of Killing es la película más contundente y políticamente relevante sobre Indonesia que jamás haya visto. Esta película es en sí misma un acontecimiento histórico único. Es testigo de la sangrienta destrucción de los fundamentos de esta nación a manos de los propios indonesios. En la cima de una montaña de cadáveres, nuestros compatriotas sacan la alfombra roja en honor al desarrollo del capitalismo de las bandas de gánsteres y del islamismo político. A través de fieles documentos, The Act of Killing expone la hipocresía que se esconde en el corazón del país sobre las nociones de patriotismo y justicia. La película consigue todo esto gracias al talento del director y la audaz elección del método de rodaje”.

Se trata, en suma, de un filme inventivo, perturbador e impresionante. Su visionado proporciona una experiencia cinematográfica desconcertante, que no se parece a nada de lo que uno haya visto. Constituye además una obra de gran valor en un país como Indonesia, en el que la realidad está patas arriba: los genocidas son estrellas de reality shows, la vergüenza es vanagloria, la dignidad ha quedado envilecida bajo la amenaza permanente de represalia y violencia de un régimen de terror. Un régimen que, en The Act of Killing, se imagina a sí mismo.


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