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Literatura, Literatura cubana, Obituario

El verbo incandescente

En recuerdo y homenaje a Manuel Díaz Martínez (Santa Clara, 1936-Las Palmas de Gran Canaria, 2023)

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Querido amigo, autor de esta casa [Editorial Verbum], Manuel Díaz Martínez falleció el sábado 17 de junio cerca del mar —“cómo respira/el mar en la negrura: de noche/ su jadeo sube a tientas/de la playa”—, ya redimido náufrago de la Historia. Una de las figuras mayores de la Generación del 50, tanto por su poesía, desde sus textos primeros, se alimenta de una voluntad testimonial, poesía de la existencia, de un moderado coloquialismo tamizado por un tono íntimo, nostálgico, reflexivo; como por los numerosos ensayos y artículos que abordan temas como la defensa de la libertad y la democracia, la puesta en evidencia del fracaso castrista, el rechazo a toda forma de dictadura, así como a todos los asuntos que atraen la permanente curiosidad que despierta su amplia cultura.

A los 21 años publica su primer libro, Frutos dispersos, y al siguiente, Soledad y otros poemas, y ya no se detiene: El amor como ella (1961), Los caminos (1962). Urgido por encontrar la necesaria voz expresiva, su temprana escritura es todavía territorio de exploración y tanteo.

Con la publicación de Vivir es eso (1968), una obra que alcanza el dominio de nuevos recursos expresivos propios que lo diferencian y distinguen en el panorama poético cubano, dos de sus primeros críticos parecen coincidir en que su poesía, al decir de Luis Alberto de Cuenca “ha derivado de un intimismo de matices neorrománticos a un coloquialismo entre irónico y sentimental en el que se acentúa la tendencia a la meditación”.

Para Eliseo Diego: “Parece que Manuel Díaz Martínez viniera de muy lejos en sus poemas, y así es, en efecto: viene de dar vueltas a las cosas por su costado nocturno, abriéndole los escotillones al abismo, con lo que aun los sucedidos más recientes cobran esa resonancia, ese gran vaho de caja honda, en que se escucha la buena poesía de todos los tiempos. Véanse los versos que quedan bajo este título en sordina. ‘Mi madre, que no es persona importante’, y siéntase cómo a estos años de ahora los recorre un eco remoto, satisfactoriamente profundo. Y es que siendo su tema el más actual imaginable: el hombre, Díaz Martínez descubre, con legítimo azoramiento, que hay mucho más en él de lo que alcanza la vista. Este ‘mucho más’ da, de una parte, la necesidad y, de la otra, la utilidad de su poesía.”

Agustín Acosta le escribe: “Hallo que tu libro es triste, y que tú mismo lo eres. No es la variable y a veces falsa tristeza de los poetas, sino la reflexiva y casi permanente melancolía de los pensadores. En las horas en que anduvimos juntos —¡cuán gratas fueron!— te vi sonreír muy pocas veces. No un aire preocupado, sino un aire pensativo es el tuyo, y se refleja en los versos, Y tu barba, un poco castrense, te da aspecto de capitán de un ejército ilusorio”.

Aunque no fuimos amigos hasta muchos años después, en La Habana, éramos vecinos en la década del 60. Él vivía en la calle Infanta con la de

Humboldt, y yo en esta última. Nos cruzábamos con frecuencia, pero lo cierto es que por timidez o respeto a esa suerte de limbo de firme soledad y silencio que lo acompañaba, nunca me atreví a distraerlo. Así se fue sembrando en mí la imagen de una persona distante, ensimismada, serio y grave, ajeno a la levedad del coloquio criollo. No en balde dejaba inscrito en su primer libro: «En mi soledad voy ardiendo / […] Existo por mi soledad / y por mi pena». Sin embargo, los amigos comunes —Roberto Branly, Rafael Alcides, Heberto Padilla, Armando Álvarez Bravo, César López y algunos otros— insistían en que no, Manuel poseía un aguzado sentido del humor, aseguraban, y en lo íntimo de la amistad era comunicativo y cordial, seductor en la palabra grave, aunque poco dado a los conciliábulos y capillas, tan propios del ambiente literario habanero.

En 1959 Díaz Martínez, becado por un año en París, pasa, junto con Severo Sarduy, a despedirse de Lezama en el Instituto Nacional de Cultura, en el Palacio de Bellas Artes, donde conoce a la jovencísima Ofelia Gronlier, entonces secretaria de Lezama, presentada al joven poeta por Lezama con estas palabras: «Cuando Ofelia Gronlier aparece, un ángel se despierta», y así el ángel apareció ante los ojos de Manuel. Un año después, a su regreso de Francia, vuelve al despacho de Bellas Artes, corteja a la muchacha que lo había cautivado y se casan a los seis meses apadrinados por Lezama. Ofelia lo cuenta en su ensayo «Lezama en mi memoria». En 1965 sorprende con la caudalosa alegría, entusiasmo y ternura de El País de Ofelia, poesía solar, de plenitud.

Su escritura se expande ahora hacia una poesía de la existencia, cotidianidad alerta y al paladeo de nombrar las cosas y las gentes,‑comprometida siempre con sus valores, conminada por una realidad que lo reclama, estreno de un diálogo inmediato y comprometido con la vida: memoria, pulsiones, angustias, entusiasmos y contradicciones Entre otros títulos de su extensa obra poética se suceden: Mientras traza su curva el pez de fuego (1984), El carro de los mortales (1989), Memorias para el invierno (1995), En La Isleta (2017), dos volúmenes antológicos Señales de vida (1968-1998) y Un caracol en su camino. Antología personal (1965-2005). En 2011 reúne su poesía completa bajo el título Objetos personales (1961-2011), para Raúl Rivero, su prologuista, se trata de una poesía tierna, irónica y lúcida. En 2002 publica un libro de memorias, Solo un leve rasguño en la solapa y en 2008 agrupa ensayos y artículos, Oficio de opinar, prologado por Madeline Cámara.

Su poesía ha sido traducida a una docena de lenguas, entre ellas al italiano por Giuseppe Bellini en 2001.

Verbum publicó los poemarios Paso a nivel (2005) y Cantos y cuentos (2016); así como la edición de un epistolario, Cartas (1996) de Severo Sarduy, correspondencia cruzada entre ambos —1966-1992—, donde relata la vieja amistad que los unía, el año que compartieron en París, becados los dos, y las tribulaciones que Manolo, a su regreso debió sufrir por relacionarse con un “elemento no confiable”, así como las inconveniencias soportadas por Severo, considerado como “traidor a la revolución”.

Entre otros reconocimientos recibió en 1967 el Premio de Poesía “Julián del Casal”, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba por Vivir es eso; en 1994 el Premio “Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria” por Memorias para el invierno; en 1998 el Premio Internacional de Poesía “Curtea de Arges”, Rumania; en 2006 el Centro Cultural Cubano de Nueva York le otorgó la medalla “La Avellaneda”, en reconocimiento a su aporte a la cultura cubana. El pasado abril, la Biblioteca Insular de Gran Canaria, con sede en Las Palmas, le ofreció un homenaje por su contribución a la cultura de su segunda patria, con la exposición El verbo incandescente, un verso de Diaz Martínez, que reunió obras de 26 artistas plásticos y la lectura de conferencias y poemas en torno a su obra.

Miembro de la Academia Cubana de la Lengua y correspondiente de la Real Academia Española, Investigador del Instituto de Literatura y Lingüística, desde muy joven su vida quedó vinculada a la literatura: fue redactor-jefe del suplemento cultural del diario Noticias de Hoy y secretario de dirección de la Gaceta de Cuba, periódico de la UNEAC, colaborador de la revista Unión (UNEAC) y de numerosas publicaciones nacionales, entre ellas, El Mundo, Islas, Casa de las Américas, Lunes de Revolución, Ciclón

En España codirigió la revista Encuentro de la Cultura Cubana (2005-2007), formó parte del consejo editorial de la Revista Hispano Cubana (1992-2013) y entre 1995 y 2000 dirigió la revista Espejo de Paciencia de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

Dando muestra de un temprano carácter rebelde y de una emergente vocación política, en 1958 es expulsado del Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora por actividades de resistencia a la dictadura de Batista y, un año más tarde, ingresa en el Partido Socialista Popular (PSP), en el que milita hasta su disolución en 1961.

Una suma de desencuentros y hostilidades políticas precipitadas en 1968 serán cruciales para su destino. En enero de este año se le involucra en el proceso contra la ‘microfracción’, como a gran parte de los militantes del PSP, y se le culpa de “debilidad política” por no haber denunciado a quien supuestamente habría tratado de reclutarlo. En agosto del mismo año se le reprocha una nueva “debilidad ideológica” por haberse manifestado contrario a la invasión soviética a Checoslovaquia, después de que Castro proclamara su apoyo a la URSS, sólo que esta vez la sanción impuesta consistía en la prohibición de desempeñar cargos administrativos ni políticos durante tres años, y que, para redimirse, debía “pasar a la producción”, como consecuencia, es cesado como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba. Meses antes, como ganador del Premio de Poesía “Julián del Casal”, Díaz Martínez es invitado por la UNEAC a formar parte del jurado correspondiente a la convocatoria de 1968.

Díaz Martínez se integra al jurado formado por Lezama Lima, J. M. Cohen, César Calvo y José Z. Tallet, y pronto coinciden en premiar al original titulado Fuera del juego, cuyo autor era Heberto Padilla, según consta en acta firmada el 22 de octubre 1968. No sin que antes fuera sometido a frustradas presiones y amenazas desde distintos niveles, para que renunciara a su condición de jurado y, como ha contado, dejara su sitio a José Antonio Portuondo, un disciplinado mandarín cultural. Para sorpresa de los policías funcionarios, se niega a rendirse ante sus opresores, se rebela, disiente, contra una injusticia. No se hace ilusiones sobre la utilidad de sus opiniones, tampoco tiene tendencias masoquistas, aunque se dispone a resistir la censura, el castigo que lo tiene dieciséis años sin poder publicar nada en su país.

Todavía le aguardaba padecer los flecos del Premio, traídos por la borrasca de 1971: en marzo, detención y encarcelamiento de Heberto Padilla, acusado de ser un “escritor contestatario”; el 17 de abril debió asistir a l “autocrítica de Padilla” —‘aquella noche de Walpurgis’, escribió—, donde se cuestionaba ‘la lealtad’ de media docena de cabezas de turco, entre ellas la suya, para que en sus defensas exoneraran a la revolución de las críticas que llegaban del exterior. Sin embargo, se resiste y culpa de todo aquello a la dirigencia política por no haber mantenido un diálogo constante con los intelectuales.

Siguieron años de incertidumbres y desconciertos, y finalmente fue situado en Radio Enciclopedia como periodista y director de programas musicales, hasta que, en mayo de 1991 en vísperas de la celebración del IV Congreso del Partido Comunista, firma, con otros nueve escritores la “Carta de los Diez” o “Declaración de Intelectuales Cubanos”, un pliego de peticiones moderadas en una sociedad democrática: apertura de un diálogo cívico, elección libre de los diputados a la Asamblea Nacional, libertad de los presos políticos, supresión de las trabas para entrar y salir del país…

Copias del documento se entregaron al Consejo de Estado, al Partido Comunista y a la UNEAC. Rápidamente calificadas de “Una nueva maniobra de la CIA” ejecutada por “los herederos ideológicos del anexionismo”. A medida que la Carta generaba una vasta y rápida repercusión internacional el régimen se dispuso a castigar a los primeros diez firmantes, temeroso de que aquello fuera el germen de una disidencia encubierta: los que no fueron encarcelados, perdieron sus trabajos, recibieron golpizas y sometidos a ‘actos de repudio’.

Expulsado de la UNEAC y de la Unión de Periodistas, en enero del 92 firmó el Proyecto de Programa Socialista Democrático con Elisardo Sánchez Santa Cruz, Vladimiro Roca y Gustavo Baguer, entre otros. Ese mismo mes fue cesado de la emisora y comenzó a sufrir una existencia amenazada por la precariedad económica, los ‘actos de repudio’, el acoso telefónico. Sin embargo, la experiencia más cruel compartida con Ofelia fueron los meses que sus pequeñas hijas, María Gabriela y Claudia, debieron sobrevivir al “hostigamiento de la Seguridad del Estado” que sufrieron los intelectuales ‘tendenciosos’, mientras “sus hijos padecimos el acoso de los profesores. Ir al colegio era un martirio. Fui a cinco distintos durante la Primaria, porque ninguno me quería”, como ha relatado María Gabriela en un artículo reciente.

En estas circunstancias deciden salir de Cuba. Disponen de una invitación de la Diputación y la Universidad de Cádiz para dirigir un seminario sobre poesía cubana. Cuando esta gestión es rechazada por los oficiales de emigración, tienen que reiniciar los trámites. Esta vez amparados por diplomáticos y académicos españoles, y por Manuel Fraga, presidente de la Xunta de Galicia, por fin, en febrero de 1992 viajan hasta Cádiz, donde los aguardan y acogen los poetas Fernando Quiñones y Jesús Fernández Palacios. Después será las Palmas de Gran Canaria, donde es acogido por su Universidad y la comunidad literaria de la Isla, y desde donde establece una extensa red de comunicación con las distintas capitales del exilio cubano, sin discriminar ni cerrar las puertas a los nuevos exiliados que van llegando. Participa activamente en cuantas convocatorias de congresos y conferencias se le reclama. Entre 2006 y fechas recientes publica en su blog cientos de penetrantes artículos y ensayos sobre los más variados temas.

Por fin nos encontramos y nos reconocemos en Madrid: es el inicio de una permanente amistad, y para mí la confirmación de la generosa humanidad que te habitaba. Ahora se ha ido discretamente, en silencio —“Tengo, pues, ganado / mi reino de silencio”. Quedan su obra y su ejemplo. La elegancia formal y el dominio del lenguaje de su obra poética, poblada de nostalgias y atenta a la realidad con sus pulsiones, entusiasmos y contradicciones; su ejemplo de lealtad a sus principios, de resistencia a todos los asaltos con que quisieron quebrarlo, de coraje ante la adversidad, de la bondad y el humor que vertía sobre sus amigos.

Al pie de estas palabras, deposito las tuyas:

Nuestro Poeta es ahora de una forma diferente: es como la Esfinge, que inquieta y fecunda al caminante que se detiene y la observa.


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