Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Ciencias, Sociedad, Leyes

La avaricia como ley universal

Cuidado, que los hombres a veces prefieren el caos si creen que conseguirán algún tipo de ganancia, o bienestar, gloria, o lo que sea

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En caso de duda, anuncie que la tendencia se mantendrá.
Ley de Merkin

El recientemente fallecido Umberto Eco, un agudo observador de la vida en sociedad y de los hombres que la componen, señala en uno de sus conocidos ensayos que los seres humanos solamente tienen cinco necesidades básicas:

  1. Alimentarse.
  2. Dormir.
  3. Recibir y dar afecto, lo que incluye el apremio de vincularse a otro ser (no necesariamente humano) y el sexo.
  4. Jugar, que Eco define como el placer de hacer algo por el puro placer de hacerlo.
  5. Preguntar y preguntarse por qué.

Como se aprecia claramente, las cuatro primeras necesidades las tienen también en mayor o menor medida los animales y cuidado si hasta algunas plantas. Pero el número cinco es, que sepamos hasta hoy, privativa del ser humano, y requiere por lo menos del lenguaje. Y decimos “por lo menos” porque ya hay adolescentes que utilizan casi exclusivamente los mensajes de texto y twitter, u otras redes, para comunicarse, pero bueno, eso sigue siendo lenguaje, aunque de nuevo tipo.

Pues bien, una vez reconocidas estas necesidades —o sin reconocerlas, que para eso están los instintos— comienza la eterna lucha por satisfacerlas, batalla incesante que conforma toda la prehistoria y la historia de la humanidad.

Y es para encauzar —civilizadamente— las cuatro primeras necesidades que surgen los Gobiernos y Estados, la política, la jurisprudencia, las categorías y estamentos, las fuerzas policiales y armadas, las instituciones no gubernamentales y todo el complejísimo aparato de las estructuras sociales.

¿Y la quinta?

Pues pecando de simples pudiéramos decir que de la quinta necesidad nacen, por un lado, la religión y la filosofía, y por el otro la ciencia. Sabemos que la cuestión es, en realidad, mucho más compleja. Por ejemplo: ¿Dónde metemos el arte? ¿Tiene que ver la ciencia con las cuatro primeras necesidades? ¿No es ya el juego una rama de la ciencia? Y por ese camino podríamos continuar por mucho tiempo.

Pero lo que nos interesa dejar claro ahora es que tanto la esfera vital: comer, dormir, relacionarse y jugar, como la esfera, quizás más elevada espiritualmente de los ¿por qué? necesitan explicaciones y reglas, o sea, teorías y leyes.

Entendemos entonces que las leyes son una invención del hombre, del ser humano, y se pueden dividir, de una forma sencilla, en dos grupos.

  1. Las leyes sociales, denominadas formalmente leyes jurídicas, que son instituidas —que sean buenas, regulares o malas es otro asunto que no viene al caso ahora— para proporcionarle un orden y unas reglas de conducta y convivencia al conjunto de las personas que viven en un país o Estado, aunque con la actual globalización (ha habido otras globalizaciones antes) se han ido extendiendo a todo el planeta y más allá.
  2. Las leyes científicas, que establecen relaciones matemáticamente demostrables entre causas y efectos que ocurren habitualmente en la naturaleza.

El asunto se complica cuando se imbrican unas con otras, a veces de manera orgánica y razonada, como sería considerar la historia una ciencia, o las implicaciones que puede tener la forma de pensar en una época determinada sobre el enfoque y los postulados de una ciencia en particular.

Otras veces se producen verdaderas aberraciones, muy difíciles de explicar, como considerar “científico” el racismo eugenésico nacionalsocialista, defender económicamente —e incluso moralmente— la esclavitud o la ingeniería social que implantaron en su momento los regímenes comunistas.

Las dos clases de leyes guardan una completa relación con las ideas que los hombres tienen de ellos mismos, de los otros hombres y del medio ambiente que los rodea. Un ejemplo: los atenienses de la época clásica inventaron la democracia, regida por leyes bastante claras y generalmente respetadas, pero sus legislaciones ciudadanas no incluían a los esclavos ni a los extranjeros.

Incongruencias evidentes que forman parte del proceso evolutivo de la sociedad, en fin, de la humanidad, pero que no detienen la susodicha evolución.

Newton, una de las mentes más excepcionales de la humanidad, estableció la ley de la gravitación universal y desarrolló el cálculo matemático necesario para explicarla, pero no pudo hallar el mecanismo intrínseco de cómo funciona la gravedad. Pudo hacer predicciones válidas sobre el movimiento de los planetas alrededor del Sol, predicciones que siguen teniendo plena vigencia hoy en día, pero no tenía ni la menor idea de que clases de fuerzas reales hacían que la Tierra mantuviera a la Luna en su órbita y el Sol a ambas.

Trescientos años después seguimos prácticamente en el mismo sitio, pues, aunque algunos físicos sostienen que el efecto se logra mediante unas partículas subatómicas a las que denominan gravitones, nadie ha podido encontrarlas aún en el mundo real, ni tan siquiera de una forma matemáticamente clara.

Volvamos a lo social.

La ley, o leyes, que rigen a los Estados suelen estar reunidas en un cuerpo básico llamado constitución, que define la estructura básica de ese Estado en particular, y el Gobierno, que se supone debe respetar como cosa sagrada esa ley básica y regirse por ella —!estamos hablando en serio, eh!—, promulga a su vez otras leyes que tienen que ver con la economía, los tribunales de justicia, el orden interior, la política exterior, las fuerzas armadas e infinidad de otras materias.

En la vida real la práctica política es mucho más complicada y nos encontramos Estados democráticos, como la Inglaterra actual, que no tiene una constitución escrita, mientras que otros Estados menos desarrollados, casi siempre con gobiernos con pretensiones autoritarias, no hacen más que promulgar constituciones cada poco tiempo, cuyos gobernantes, además, no suelen cumplir ni respetar.

Si está pensando en Venezuela, acertó.

Por otra parte, las leyes científicas, para ser aceptadas como tales por la comunidad científica, deben cumplir requisitos mucho más estrictos. Se comienza por formular una hipótesis, que habitualmente es una explicación provisional de un fenómeno basada en la observación, aunque esto último no es imprescindible en todos los casos, pues genios como Einstein, basándose en simples representaciones mentales, fueron capaces de idear hipótesis sumamente complejas y avanzadas para su tiempo.

Las hipótesis pueden permanecer como tales, pueden ser refutadas, y pasar al olvido, por nuevas observaciones o experimentos, o pueden ser probadas, dejando entonces de llamarse hipótesis.

Como se ve, el destino de las hipótesis es desaparecer a la corta o a la larga. O se eliminan o se convierten en respetadas, y siempre discutidas, teorías científicas. Las teorías toman una hipótesis o un conjunto de hipótesis y tratan de establecer una o más leyes que expliquen los hechos.

Es muy común confundir hipótesis con teoría, incluso entre personas dedicadas a la ciencia, sobre todo si laboran en el área experimental. Los científicos experimentales suelen emplear modelos, fundamentados en las matemáticas, que no son más que esquemas simplificados para facilitar el trabajo investigativo.

La ley va un poco más lejos. Es una explicación de lo que ocurre entre dos o más hechos —variables se denominan—, que ha sido probada mediante una formulación matemática estricta y que ha sido verificada repetidamente, y a la que no se le ha encontrado, por ahora, excepciones.

El mejor consejo que puedo darles a los lectores interesados en estos temas es leer a Karl Popper. Si la ley científica es válida, se pueden hacer con ella predicciones sobre acontecimientos naturales futuros, relacionados siempre con el mismo fenómeno.

Pongamos esto en contexto.

Para colocar un satélite en órbita se necesita la energía del combustible de un cohete propulsor que sea capaz de vencer la fuerza de atracción gravitacional de la Tierra. Esta cantidad de energía, y otras variables como la aceleración, la velocidad, etc. pueden ser siempre previstas y calculadas una y otra vez, con lo que se demuestra la eficacia de la ley de la gravitación de Newton.

Hasta aquí todo bien, pero no debemos caer en la tentación de creer que las leyes científicas, a diferencia de las leyes sociales, son inmutables. No es el caso. Recordemos que las leyes, unas y otras, son formuladas por hombres sometidos a las limitaciones propias de su naturaleza, del entorno que les rodea, de las presiones sociales y económicas a las que están sometidos —claro que esto no debería ocurrir, pero ocurre— y de la época.

La ley de la gravitación de Newton sigue, y eventualmente seguirá siendo muy útil para calcular el combustible requerido por el cohete de marras, pero en la realidad científica la relatividad de Einstein puso al descubierto sus fallas, que son despreciables al nivel de la superficie de la Tierra, pero sí evidentes a nivel de las relaciones entre cuerpos estelares.

Las leyes científicas son menos cambiantes que las sociales, pero también lo son. Las leyes son imprescindibles. Sin leyes no habría sociedad ni probablemente habría ciencia, pero ni unas ni otras son absolutas y mucho menos eternas.

Las leyes son herramientas de orden para enfrentar el caos, que es más o menos como luchar por revertir la entropía, pero, y ese, pero hace todo este asunto apasionante, la entropía, el caos, también son necesarios y también tienen sus leyes.

Y cuidado, que los hombres a veces prefieren el caos si creen que conseguirán algún tipo de ganancia, o bienestar, o gloria, o lo que sea.

Que la avaricia es casi, y sin casi, una ley universal.


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