Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Las dos vidas de la señora B

Aunque no llegó a realizar la gran obra que su talento auguraba, con La vieja dama indigna René Allio nos dejó una pequeña joya de cine con mayúsculas

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Mi padre se enteró de que en los últimos seis meses de su existencia mi abuela se había tomado ciertas libertades que a la gente normal le están vedadas. Así, por ejemplo, muchos días de verano se levantaba a las tres de la mañana y se paseaba por las calles desiertas de la pequeña ciudad, que a esas horas estaban a su exclusiva disposición. Y dicen que al párroco que la fue a visitar con el caritativo propósito de “hacer compañía a aquella pobre anciana en su soledad”, mi abuela lo invitó al cine.
Bertolt Brecht, “La anciana indigna”

Las cinco estatuillas obtenidas por The Artist en la reciente edición de los Oscar, ha hecho que algunos críticos destaquen el excelente nivel que desde hace décadas mantiene la cinematografía francesa. En efecto, más allá de los incuestionables méritos del equipo artístico que realizó esa película, detrás de la misma hay una tradición de calidad que no viene de los últimos años. En buena medida, es el resultado de una política cultural que el Estado francés puso en marcha después de la Segunda Guerra Mundial, y que ha dado excelentes resultados (similar política se aplicó en el teatro, y los efectos benéficos fueron similares). Para no abandonar los Oscar, en sus 84 años de existencia suman 70 los premios alcanzados por los cineastas franceses en distintas categorías (dirección artística, vestuario, música, guión, documental, actriz principal, actriz secundaria, Oscar honorífico). Asimismo Francia es el país que más galardones acumula en el rubro de película extranjera: 12 de las 39 veces en que películas de esa nacionalidad fueron nominadas. Recordemos que, entre otros títulos, lo recibieron Mi tío, Un hombre y una mujer, El discreto encanto de la burguesía, Z, Indochina.

En otra etapa, se veía mucho cine francés en Cuba y los espectadores estaban bastante al tanto de lo que entonces se hacía. Hablo concretamente de la década de los 60. En esos años se proyectaron en la Isla filmes de varios directores de la nouvelle vague. Se estrenaron, por ejemplo, títulos de Jean Luc Godard (Sin aliento, Vivir su vida, Los carabineros, Pedrito el Loco), François Truffaut (Los 400 golpes, Besos robados, La novia vestía de negro), Claude Chabrol (El bello Sergio, Los primos), Alain Resnais (Hiroshima mon amour, El año pasado en Marienbad), Agnes Varda (Cleo de 5 a 7, La felicidad), Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo, Las señoritas de Rochefort), Louis Malle (El fuego fatuo, Los amantes, Mata Hari, Calcuta). Algunos se vieron en los cine de ensayo (en La Habana, La Rampa y Rialto) o la Cinemateca, pero otros formaron parte de la programación normal e incluso contaron con muy buena acogida del público. Así ocurrió con Vivir por vivir, de Claude Lelouch, y con las dos películas de Demy.

Pero si hablamos de buena acogida, los dos directores que más éxito alcanzaron fueron Philippe de Broca y André Hunebelle. El primero, con Cartouche, El hombre de Río y Las tribulaciones de un chino en China, que convirtieron a su protagonista, Jean-Paul Belmondo, en una estrella entre los cubanos. Hunebelle hizo otro tanto con el mucho más veterano Jean Marais, quien rodó los tres largometrajes de la serie de Fantomas, además de El caballero de Cocody, de Christian Jacque. Muy popular en la Isla fue también Alain Delon, de cuya filmografía se vieron A pleno sol, El samurái, El tulipán negro, La jaula del amor, El círculo rojo y Diabólicamente tuya. Y si hablamos de actores franceses populares en Cuba, no se puede olvidar a Louis de Funes, el comisario Juve de la serie de Fantomas. De él se estrenaron después las comedias Hibernatus, El hombre orquesta, La fuga fantástica y Manía de grandeza.

La lista es muy larga y esta lejos de mi intención el revisarla en su totalidad. Para eso además necesitaría disponer de una relación completa, y para redactar estas líneas en esencia me he valido de mi memoria. Solo quiero agregar que aparte de los títulos mencionados, en los 60 los cubanos pudimos ver obras de otros directores que hoy raramente se recuerdan, injustamente en algunos casos. Uno de ellos, para mí el más notorio, es el de Pierre Etaix, conocido como el Buster Keaton francés. Participó como actor y dirigió unas películas deliciosas, inventivas y surrealistas, entre las cuales figuran El suspirante, YoYo y Solo cuenta la salud, las tres estrenadas en Cuba. Durante décadas su filmografía no ha estado accesible, debido a problemas con su productor y distribuidor. Pero tras una larga batalla legal, Etaix ha logrado recuperar los derechos. En el año 2010 fue editado en Francia una caja bajo el título L´integrale Pierre Etaix, que reúne cinco largometrajes y varios cortos, aunque sin subtítulos en otros idiomas.

A partir de un cuento de Bertolt Brecht

Además de esos títulos, en ese decenio el cine francés aportó otras películas significativas. Entre ellas hay una que yo particularmente recuerdo de modo entrañable. No soy, por supuesto, el único. Quienes entonces la vieron guardan también un grato recuerdo. Lo sé porque varios de mis amigos forman parte de ese grupo. Sin embargo, hoy son muchísimos más los que no conocen el filme en cuestión y lo más probable es que ni siquiera tengan referencias sobre el mismo. Algo comprensible, dado que hasta la fecha no se ha editado en dvd, ni tampoco se puede encontrar en el ya obsoleto sistema VHS.

Pero para hablar sobre esa película, debo remontarme a su origen. En 1948, el escritor y dramaturgo alemán Bertolt Brecht publicó el volumen de narraciones Historias de almanaque. Entre los numerosos textos cortos que allí se incluyen, figura uno titulado “La vieja indigna”. Está narrado en primera persona por un hombre que cuenta los que fueron los dos últimos años de la vida de su abuela. Esta fue una mujer que con escasísimos recursos crió a cinco hijos (otros dos murieron). Tras morir su esposo y con 72 años, rehusó irse a vivir con uno de ellos y tampoco aceptó que otro se mudase con ella. Solo se declaró dispuesta a aceptar una pequeña asignación de aquellos que estuviesen en condiciones de ofrecérsela. Los hijos trataron de convencerla de que no podía vivir sola, pero como ella persistió en su actitud negativa, por fin cedieron y comenzaron a enviarle algún dinero cada mes.

A partir de entonces, la señora B. mantuvo lazos muy flojos con el único hijo que se había quedado a vivir en la ciudad. Pasó además a tener hábitos que a sus hijos no les parecieron normales: comenzó a ir al cine (eso “equivalía a ‘tirar el dinero’. Y tirar el dinero no era respetable”), dejó de invitar a sus viejos conocidos, comía en una fonda un día sí y otro no, acudía con asiduidad al taller de un zapatero socialdemócrata, donde frecuentaba “gente poco respetable, como camareras sin trabajo y obreros en paro”. El hijo, que mantenía a los demás al tanto de la vida de la anciana, solo hablaba del “comportamiento indigno de nuestra querida madre”. La señora B. murió repentinamente una tarde de otoño, cuando tenía 74 años. Al final del cuento, su nieto comenta: “Bien mirado, mi abuela vivió dos vidas, una después de otra. La primera, como hija, esposa y madre, y la segunda, sencillamente como la señora B., una persona sola sin obligaciones y con medios modestos, pero suficientes. La primera vida duró aproximadamente seis decenios; la segunda, no más de dos años”.

Ese fue el texto que René Allio (1924-1995) escogió para rodar su primer largometraje, La vieja dama indigna (1964, 89 minutos, blanco y negro). Cuando lo realizó, contaba con una reputada trayectoria en el teatro como decorador. Había estudiado literatura, pero luego se dedicó a la pintura. Entre 1957 y 1962, sus obras se expusieron en varias galerías de París. Paralelamente, comenzó a laborar en el teatro como diseñador de escenografía y vestuario. A partir de 1958 pasó a ser colaborador regular del Théâtre de la Cité, de Villerbaunne, que dirigía Roger Planchon. En esa famosa compañía creó la escenografía y el vestuario para obras de Moliére, Shakespeare, Marivaux y Brecht. Asimismo hizo trabajos para la Comèdie Française y la Ópera de París. Su fama además trascendió al extranjero y eso lo llevó a crear decorados para la Scala de Milán, la Royal Shakespeare Company, la Metropolitan Opera de Nueva York, la National Opera de Inglaterra y la Ópera de Colonia.

En 1963 Allio dirigió el corto animado La meule, que fue integrado a la escenografía de una adaptación teatral de la novela de Nikolai Gogol Las almas muertas. Rodó después La vieja dama indigna, con la cual participó en el Festival de Venecia de 1965. La película ganó numerosos galardones y disfrutó de un notable éxito de crítica y público. La filmografía posterior de Allio incluye, entre otros títulos, La una y la otra (1967), Pierre y Paul (1969), Los camisardos (1972), que también se vio en Cuba, Yo, Pierre Riviére, habiendo matado a mi madre, mi hermana y mi hermano… (1976), Retorno a Marsella (1980) y Tránsito (1991). Allio realizó también una intensa actividad teórica sobre la arquitectura teatral y el espacio escénico.

La película de Allio se mantiene fiel en lo esencial al cuento de Brecht. Pero la historia está más desarrollada, la acción se ubica en la Marsella de los 60, los personajes están mejor delineados y se introdujeron cambios respecto al original (por ejemplo, la muchacha semitarada de quien la anciana se hace amiga pasa a ser una prostituta). Allio, quien también firma el guión, reelaboró el texto de Brecht de manera que pudiera transformarse en imágenes. Por otro lado, hay una inteligente asimilación de los planteamientos teóricos de Brecht. Eso permite al director ir más allá de lo que, en apariencia, es una película psicológica y naturalista, para ahondar, como señaló el crítico español César Santos Fontenla, en el estudio de unos condicionamientos económicos e incluso estructurales.

Comenzar la vida cuando a uno le dé la real gana

Tan pronto como aparecen los primeros créditos, en la pantalla se reproduce un brevísimo texto de Brecht titulado “El reencuentro”, perteneciente al ciclo Historias del señor Keuner: “Un hombre que hacía mucho tiempo que no veía al señor K. le saludó con estas palabras:// -No ha cambiado usted nada.// -¡Oh! –exclamó el señor K., palideciendo”. La película se inicia con una sucesión de fotos en las que se ve a Berthe Bertini, la protagonista, en su juventud y luego, ya casada, cuando va al mercado, hace tareas domésticas. Las últimas fotos cobran animación y se convierten en las primeras escenas imágenes filmadas, que corresponden a la enfermedad por la cual falleció el esposo de la protagonista.

Mientras transcurren esas imágenes, se escucha “On ne voit pas le temps passer”, la bellísima canción compuesta e interpretada por Jean Ferrat (se repite también al final). Dudo que quien haya visto La vieja dama indigna no la recuerde, pues es, ya digo, especialmente hermosa. No en balde en su momento tuvo una gran difusión en todo el mundo. Aunque no he podido verificar el dato, pienso que fue escrita para el filme, pues su letra resume poéticamente la vida de la protagonista: “Un olor de café humeante/ era todo su universo./ Los niños juegan/ el marido fuma/ se escapan los días./ Apenas nacen los hijos/ y ya se van./ Desde la ventana/ oímos la juventud pasar./¿Hay que llorar? ¿Hay que reír?/ ¿Hay que sentir envidia o piedad?/ Yo no sé qué decir./ El tiempo no pasa, vuela”. (Aquí se puede escuchar la interpretación de Ferrat, sin duda la mejor de todas)

De eso, entre otras cuestiones, habla La vieja dama indigna. De una mujer cuya existencia fue en realidad una abnegada servidumbre, primero como hija y después, tras casarse, como esposa y madre. Debido a esa alienación, no pudo tener una vida como mujer, como ser humano. En una escena que tiene lugar después del entierro del esposo de la señora Bertini, se ve a los hijos sentados a la mesa. Uno le pide el pan, otro el vinagre. Ella es la única que no se sienta a comer, pues como apunta Brecht en el cuento, durante toda su vida se había dedicado a cocinar para ellos y siempre se contentaba con las sobras. Asimismo durante todas esas décadas no se dio cuenta de que, fuera de las cuatro paredes de su casa, existía un mundo exterior. Hay otra escena del filme que lo ilustra muy bien. Cuando la señora Bertini comienza a salir, luego de haber quedado viuda, va a una tienda. Mientras observa con curiosidad y asombro casi infantiles los electrodomésticos, un empleado se le acerca. Y tras explicarle cómo funcionan, le dice: “Hace años que existen estos aparatos”. A ese comentario, ella responde a modo de pretexto: “Vivía lejos”.

Pero La vieja dama indigna es también la historia de una liberación. Al morir su esposo, la señora Bertini se da cuenta del fracaso que ha sido su existencia anterior, de la mediocridad en la que esta ha transcurrido. Decide entonces empezar una nueva vida, disfrutar de los placeres a los que hasta ese momento no había tenido acceso, a causa de su remilgada familia. Ha vivido para los otros; y ahora que está totalmente libre, quiere vivir para ella. Sus nuevos amigos, una joven prostituta y un zapatero anarquista que en el filme representa la conciencia libertaria, la ayudan a ver que el mundo no es como ella se imaginaba. Ese hallazgo le hace conocer la felicidad por primera vez. Y consume hasta las últimas migajas esos breves años de libertad.

¿Se puede empezar la vida a los sesenta años?, se preguntarán aquellos para los que la vejez implica un veto para hacer determinadas cosas, como si con los años el corazón perdiese las alas. Esa es precisamente la reflexión más audaz que la película de Allio plantea: se puede comenzar la vida cuando a uno le dé la real gana, y no cuando los demás quieran. Lo que la señora Bertini hace no tiene nada de escandaloso o indigno: pasea en coche por el puerto, va al cine, toma helados de vainilla y chocolate con crema chantilly, bebe un vaso de vino en las comidas, acude a las tertulias en la casa del zapatero. El carácter revulsivo de su comportamiento está en que con ello se niega a continuar viviendo en las sombras de las convenciones sociales y familiares. La protagonista de La vieja dama indigna viene a poner en práctica lo que Brecht expresó en uno de sus poemas: “Para que algo cambie, tiene que cambiar todo”. Una idea bien distinta a la que Giuseppe Tomasi di Lampedusa sostiene a través de Tancredi, en su novela El gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”.

Este subversivo mensaje el director lo dice de manera apacible, con una modélica construcción formal y sin caer en el panfleto o el didactismo. Sabe expresarlo de modo tal, que el resultado es ante todo un relato humano, emotivo, vital. En este sentido, La vieja dama indigna ilustra cómo se puede llevar a la pantalla un tema trascendente sin apelar a un discurso rebuscado. Por otro lado y contrariamente a lo que cabría esperar de su realizador, no estamos ante un filme de decorador. Antes bien, Allio lo rodó por completo en escenarios naturales, tanto los exteriores como los interiores.

El director de La vieja dama indigna tuvo además la suerte de que el rol protagónico lo asumiera Sylvie, una gran actriz que contaba con una larguísima lista de trabajos en teatro y cine. En este último medio lo hizo a las órdenes de cineastas como Julien Duvivier, Henri-Georges Clouzot, Robert Bresson, Jean Grémillon, Marcel Carné, Roger Vadim, Claude Autant-Lara. Su labor como la señora Bertini es extremadamente medida, pero rica en detalles y sutilezas. Es una interpretación admirable, que respira madurez, talento y sabiduría. En su primera premiación, la American Society of Film Critics, seleccionó a Sylvie como la mejor actriz. Los otros personajes del filme, trazados con pocos pero eficaces rasgos, corren por cuenta de un profesional reparto, en el cual se destacan Malka Ribowska, Victor Lanoux y Jean Bouise.

En la crítica que antes cité, aparecida en la revista Triunfo en 1969, César Santos Fontenla escribió unas palabras que reproduzco, pues pienso que hoy tienen plena vigencia: “Hay películas por las que el paso de los años, lejos de ser una rémora, es un catalizador. Recuerdo que cuando, hace años, vi por primera vez La vieja dama indigna, interesándome muchísimo, no me gustó demasiado. Una visión posterior, sin embargo, hace que el filme gane múltiples bazas (…) La vieja dama indigna, que quizá pudiera parecer un filme no excesivamente moderno en el momento de su realización, precisamente porque lo era realmente, sin afán de epatar y sin alardes caligráficos, cinco años después lo es hasta la médula”.

Artista talentoso y extraordinaria sensibilidad, René Allio murió sin haber realizado la gran película que pudo hacer. Pero con La vieja dama indigna nos dejó una pequeña joya de cine con mayúsculas.