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Laurencin, Arte, Pintura

Marie Laurencin y el lesbianismo como ensueño

Contemplar jóvenes de un erotismo lánguido, con ese estereotipo de —en su momento— una estética femenina o feminista, aunque tal definición resulte ahora desacertada

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Por momentos parece fácil descartar las pinturas y grabados de Marie Laurencin con el adjetivo de un lesbianismo kitsch, de difícil destaque en esta época salvo para salones decadentes y círculos oblicuos.

Más sofisticada que Mariette Lydis, menos poderosa que Tamara de Lempicka, en Laurencin lo vaporoso de figuras y gestos evidencia demasiado un arte menor.

Su vida no fue ajena a ello, un estar y no estar en la vanguardia; de presencia sí pero no tanto en sus cuadros, como cuando adopta un fauvismo o un cubismo a medias. Aunque siempre cabe la pregunta: ¿no nos resulta suficiente contemplar tantas jóvenes de un erotismo lánguido, que responden al estereotipo de lo que podríamos llamar una estética feminista, aunque tal definición resulte ahora más que insuficiente desacertada? ¿No basta con esa levedad momentánea —de mujeres donde besos y caricias, e incluso al acostarse, no abandonan la representación del ensueño en favor del erotismo explícito— para valorarla sin remilgos sospechosos de ideología?

Confieso que lo que me impide el razonamiento me lo otorga el placer momentáneo. Marie Laurencin no acaba de convencerme, aunque por un momento me satisface.

El juzgarla con rigidez omite en buena medida su historial. Fue quizá la pintora más célebre dentro de la vanguardia parisina. Aceptada con gusto por Georges Braque y Francis Picabia, y con resabios por Pablo Picasso (demasiado masculino y heterosexual en arte y vida para ambos), quien sin embargo le presentó a Guillaume Apollinaire, que se convertiría en su amante.

Hija “ilegítima” de un funcionario menor en un pequeño pueblo, Laurencin logró llevar más allá su habilidad para el dibujo y la composición, aprendida en las clases de pintura de porcelana en el Atelier de Sèvres de París.

Su existencia no siempre transcurrió en ese ensueño típico de sus cuadros, aunque ella hizo todo lo posible para que así fuera. Frecuentó los salones de su época y conoció, además de pintores, a figuras como la diseñadora Coco Chanel y el escritor Jean Cocteau, y de ambos hizo retratos.

Terminó su relación con Apollinaire y se casó con un barón y pintor alemán, Otto van Wätjen. Pero tal matrimonio significó que perdiera su ciudadanía francesa y con su pasaporte alemán tuvo que irse a vivir a España. Allí conoció al poeta japonés Daigaku Horiguchi. Ello fue el comienzo de un amplio vínculo con Japón y su cultura, que también se refleja en la creación del Musée Marie Laurencin, en Tokio, en la casa del coleccionista Masahiro Takano, que contiene más de 600 obras de Laurencin, de la colección privada de Takano, y fue el primer museo en el mundo dedicado exclusivamente a una pintora.

Laurencin siempre rechazó los extremos, tanto la rigurosa geometría del cubismo como los colores estridentes del fauvismo. En sus rostros de jóvenes de 1910-11 se encuentran similitudes con Les Demoiselles d'Avignon de Picasso, de 1907, pero menos dureza, y asombro y desafío, más languidez y abandono. Años más tarde, esa gentileza la haría muy popular (en 1939 tuvo 11 exposiciones personales durante el año) y muy cotizada. Ahora, sin embargo, sus cuadros permanecen más en los sótanos que en las galerías de los principales museos, y su utopía feminista yace abandonada por una visión más dinámica de la mujer.

En este texto, algunos datos ha sido tomados de “Why Marie Laurencin, the Queen of Avant-Garde Paris, Was Misunderstood for Decades”, de Miranda Gabbott, publicado el 15 de junio de 2020 en artsy.net.


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