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Visiones imperiales: El mal latino

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¿Quién no lo ha escuchado decir? Suena más o menos así: “Sé que no te sirve, pero lo importante no es el regalo, es la intención”.

Una variante esclarecedora de esta sentencia, aparentemente inofensiva, sirve al escritor y diplomático francés Alain Peyrefitte para exponer, en uno de sus libros más contundentes – El mal latino-, lo que considera carencias de una cultura que se refugia en el lenguaje, que hace del “cielo de las ideas” su segunda, y a veces única, patria: “No es el resultado lo que cuenta, sino la intención”.

“Nada en nuestra educación –reflexiona Peyrefitte en el citado libro- nos acostumbra a considerar la realidad como una piedra de toque, la realización como una prueba. Todo nos inclina, en cambio, a considerar la realidad como impura, la realización como algo accesorio. En caso de fracaso, son los hechos los que tienen la culpa.

“Esta intelligentsia de la intención, muy a sus anchas en el discurso, torpe y poco propensa a transformar el discurso en acción, es característica de los países latinos. Su actividad favorita consiste en plantear el problema. Lo plantea y lo deja. El anglosajón actúa generalmente a la inversa: no se toma la molestia de plantear un problema que no tiene intención de resolver”.

Así, a diferencia de la tradición anglosajona, más pragmática y concisa –en la que, por lo general, sólo si desembocan en hechos las palabras justifican su valor de uso–, en la cultura latinoamericana el culto al lenguaje es también el culto a la metáfora, a los malabarismos de la imaginación, desde los que con frecuencia se arriba a lo estrambótico o a lo irreal.

De ahí que en América Latina el discurso oficial relativice sus propias causas y consecuencias. En este sentido, prácticamente hablando, puede decirse que las estructuras políticas latinoamericanas son prematuras (pre-maduras): si lo político es algo más que discurso, entonces la política latinoamericana no ha alcanzado la mayoría de edad.

Si en el campo de las artes o de la literatura la tendencia cultural esbozada arriba ha generado obras y momentos extraordinarios, en el campo de la política ha engendrado un infantilismo con ínfulas letalmente transgresoras. El elector latinoamericano, y por extensión su primogénito, el político latinoamericano, son funcionalmente adolescentes. Con lo cual en cierta medida se explica la supervivencia, en términos de ejercicio efectivo del poder, de gobernantes del corte de Hugo Chávez, cuyos intercambios con la realidad a menudo rozan la enajenación.

Dos características fundamentales identifican el fenómeno: la credulidad e inocencia de una considerable masa de electores y el empeño de los elegidos, a ratos bufonesco, de negar, disfrazar o relativizar los hechos a través del lenguaje, en función de sus particulares intereses. Ambos rasgos, esencialmente infantiles, deberían ser entendidos como una expresión de inmadurez cultural.

Hay que insistir en ello: lo que cuenta es el resultado. Es relativamente fácil disfrazar los malos resultados con el ropaje de las buenas intenciones. Que hablen los hechos.

Individualidad y solidaridad: El ejemplo del 11-S

Hablando de intenciones y acciones. Los sucesos en torno al ataque a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, ejemplifican cómo una sociedad como la norteamericana, de matriz anglosajona, es capaz de solidarizarse y pasar de la individualidad a la acción colectiva inmediatamente, sin detenerse en la retórica. En cambio, quienes siempre han usado la retórica de la solidaridad como un arma revolucionaria –el castrismo concretamente- son incapaces ahora de solidarizarse con las víctimas de los huracanes Gustav e Ike, impidiendo que la solidaridad internacional, y del exilio cubano, se haga efectiva.

A continuación un fragmento de un artículo que escribí en 2001 a propósito del 11-S, del que hoy se cumple un aniversario más:

“La caída del World Trade Center desvela, en toda su sorprendente crudeza, algunas de las ventajas de eso que llamamos "sociedad abierta". Y no me refiero a las de la libertad de expresión o asociación, ni siquiera a alguna de las reflejadas en la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas –todas ellas obvias-, sino a varias que se podrían resumir en una sola (una que los detractores del capitalismo han utilizado de bumerang contra la autonomía del sistema): la solidaridad. El liberalismo, entendido como gobierno de las libertades económicas, políticas y sociales, es en esencia solidario... porque es voluntario.

“Resulta oportuno citar fragmentos de una crónica de Eliot Weinberger, testigo -no precisamente neoliberal- de los atentados a las Torres Gemelas: "La respuesta ha sido un torrente emocional de ayuda a los rescatadores, los bomberos, los médicos, los albañiles y la policía. Cuando pasa un convoy de auxilio la gente en las aceras aplaude. Se ha donado tanta comida que ya los oficiales están pidiendo que cese la ayuda (...) Amigos y gente que casi no conozco y con los que me he encontrado a lo largo del día (12 de septiembre) -personas que saben que no vivo a una distancia riesgosa del Trade Center y que además habría sido muy poco probable que me encontrara allí- me han abrazado diciendo: ¡Me alegra mucho que estés vivo!". Pete Hamill, otro de los presentes, recuerda una escena colateral del desastre: "¡Andando, andando, andando!, gritaba un sargento de la policía mientras apuntaba hacia el este (...) Cerca de la esquina de Duane St., dos mujeres le preguntaron a otra mujer policía: Oficial, oficial, ¿a dónde podemos ir a donar sangre?".

“La superioridad de las sociedades abiertas sobre las cerradas descansa, en lo fundamental, en el ejercicio de las libertades civiles. A esta verdad de Perogrullo habría que agregar el factor voluntad. El mundo libre es el mundo voluntario. Nadie ha presionado a Michael Jordan, Julia Roberts o Emilio Estefan (son sólo unos pocos ejemplos) para que donen una parte de sus dineros a los familiares de las víctimas del World Trade Center o a la ciudad de Nueva York. La solidaridad voluntaria es, a fin de cuentas, la única solidaridad: no puede haber otra. Tal vez por eso toda clase de totalitarismos dedican tiempo, esfuerzo y recursos a promover un altruismo ficticio, basado en una retórica de la seducción profundamente inmoral, porque privilegia lo aparente en desmedro de lo genuino.

“Un Estado de corte totalitario puede reunir y enviar miles de médicos, maestros, combatientes o tecnócratas hacia cierto país necesitado, con el objetivo de vender una imagen solidaria, de suficiencia moral, que lo legitime. ¿Cuántos de los enviados, sin embargo, se habrían ofrecido voluntariamente, sin que mediara interés personal, mecanismo instituido por el poder o presión de cualquier tipo?

“Tras los atentados a Washington y Nueva York, el rostro más amable de la democracia occidental -sistemáticamente velado por sus incansables enemigos- vuelve a salir a flote. Frente a la sociedad obligada, la sociedad voluntaria emerge como la alternativa menos mala de cuantas existen. No es perfecta, ni ejemplar, y ni siquiera arquetípica, porque está sujeta a constante modificación y perfeccionamiento, porque es múltiple, dinámica, individualista -tanto en la mejor como en la peor acepción de la palabra-, porque está basada en lo que realmente somos (entes desemejantes, irrepetibles), nunca en lo que algún día pudiéramos, o no, ser”.



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El Reducto que los ingleses se negaron a canjear por la Florida

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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
letrademolde@gmail.com

 

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