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Rencor, racismo y demagogia: En torno a los caprichos de la Historia

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La Historia suele ser caprichosa, y cierta Izquierda también. Y esa Izquierda, adicionalmente, ejerce desde hace bastante tiempo una considerable influencia, cuando no un control directo, sobre los medios de difusión masiva occidentales (cosa que, dicha sea de paso, no habría logrado sin la activa colaboración de sus oponentes). De ahí que la Historia insista cada día más en reproducir aquellos presupuestos desde los que cierta Izquierda, caprichosamente, diseña la realidad.

Los siguientes artículos, directa o indirectamente, giran en torno a los caprichos de la Historia.

El rencor y la historia

un artículo de Carlos Alberto Montaner

Vengo de una cultura rencorosa. Los cubanos no les perdonan a los españoles que en 1871 fusilaron injustamente a ocho estudiantes de medicina de la Universidad de La Habana. Todos los años conmemoran la fecha lacrimosamente y recuerdan aquella barbaridad en medio de discursos encendidos por la cólera. Pero no se trata de un fenómeno aislado. En toda América Latina sucede más o menos lo mismo. Los mexicanos tienen sus “niños héroes de Chapultepec”, seis cadetes adolescentes que murieron en 1847 defendiendo una guarnición militar -el castillo de Chapultepec- ante los invasores norteamericanos. Los paraguayos continúan hablando de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), cuando se enfrentaron a Brasil, Argentina y Uruguay y murieron casi todos los varones en edad de esgrimir un cuchillo. Y así, en cada país, los agravios no se cancelan, sino se archivan y reviven periódicamente, como si el nacionalismo o la vinculación a los partidos políticos necesitaran alimentarse de estos viejos dolores para poder mantener su vigencia.

No se piense, claro, que esta curiosa conducta es propia únicamente de los latinoamericanos. Tal vez es la regla universal. Los árabes tienen aún más acusado el sentido del rencor histórico. Las razones por las que se matan los chiitas y sunitas tienen su origen en un oscuro pleito sucesorio, ocurrido en el siglo VII, muy difícil de explicar de una manera convincente a estas alturas. En España, aunque con menos virulencia, sucede lo mismo: hay castellanos que le imputan la decadencia del país a la entronización de la Casa de Austria en el siglo XVI, mientras muchos catalanes aseguran que la madre de todas las desgracias fueron el comienzo de la centralista dinastía de los Borbones a principios del siglo XVIII y los Decretos de Nueva Planta dictados por Felipe V para debilitar la identidad catalana. Incluso hoy, una de las formas que tiene el gobierno de Zapatero de mantener entretenidas a sus huestes socialistas es hurgar en las matanzas de la guerra civil de 1936 en busca de una siempre opaca “verdad histórica”.

¿Hay alguna cultura que no cultive el rencor histórico? Probablemente las que provienen del tronco británico. Estados Unidos, por ejemplo. La observación se me hizo evidente leyendo una historia de las formaciones políticas norteamericanas. Hoy la inmensa mayoría de los nativoamericanos -los de origen indio- y de los afroamericanos votan por el Partido Demócrata, pese a que, en el pasado, ambas minorías fueron víctimas de feroces atropellos perpetrados por los líderes políticos de esta agrupación. El pendenciero Andrew Jackson (1829-1837), que fue querido (y odiado) como pocos presidentes demócratas, no sólo fue propietario de esclavos, sino trató, maltrató y expulsó a los indios de sus tierras de una manera que hoy calificaríamos como genocida.

El Partido Republicano, el de Lincoln, en cambio, fue el defensor de los negros durante la guerra civil, el que decretó el fin de la esclavitud, y el que luego propuso las enmiendas constitucionales XIII, XIV y XV que les otorgó los derechos civiles a los ex esclavos y a sus descendientes, todo ello frente a la intensa oposición de los demócratas. Por la otra punta, el Partido Demócrata, en el sur de los Estados Unidos, fue el principal sostén del Ku Klux Klan, y todavía hoy uno de sus antiguos miembros, Robert Byrd, es senador por West Virginia. Fueron los gobernadores demócratas sureños los que con mayor fiereza defendieron la segregación racial y se opusieron a la integración en las escuelas, obligando al presidente republicano Ike Eisenhower a utilizar a una división de paracaidistas para hacer cumplir las sentencias de los tribunales, circunstancia que explica que, en aquellos tiempos, Martin Luther King prefiriera votar por los republicanos.

Es cierto que esas posiciones racistas de los demócratas comenzaron a cambiar durante los gobiernos de Truman, Kennedy y Johnson en la década de los sesenta del siglo pasado, pero lo interesante no es la capacidad de adaptación de los dirigentes de ese partido, sino la casi absoluta falta de consecuencias electorales que tiene el pasado en el presente político del país. Esa pragmática actitud de indiferencia ante los hechos pretéritos, posiblemente sabia y envidiable, es casi incomprensible en nuestra cultura. ¿De dónde surge? Sospecho que de la relación que se tiene con el porvenir. En la cultura de origen anglosajón el futuro parece ser lo único importante. El pasado apenas cuenta. Nosotros vivimos aplastados por su peso.

Cortesía http://www.firmaspress.com/

El partido de la reacción en Estados Unidos (I)

un artículo de Armando de Armas

El Demócrata es el partido de la reacción en Estados Unidos. Ningún problema con la reacción. El problema estaría en la estafa, casi siempre mediática, de venderse a todo trance, y a veces en trance, como partido progresista en tanto los hechos demostrarían exactamente lo contrario.

Veamos la historia. Abraham Lincoln (12 de febrero de 1809 - 14 de abril de 1865) fue el décimosexto Presidente de Estados Unidos y el primero por el Partido Republicano. Como un fuerte y decidido oponente a la expansión de la esclavitud, Lincoln ganó la nominación de su partido en 1860 y resultó elegido presidente de la nación a finales de ese año. Durante su período presidencial ayudó a preservar la unidad del país derrotando en la Guerra Civil -¡con ferocidad hay que decir!- a los secesionistas y esclavistas Estados Confederados de América, integrados por los once estados del Sur que proclamaron su independencia. El partido de los secesionistas y esclavistas, aclaremos, no era otro que el Demócrata.

Luego entonces, el Partido Demócrata luchó en esa guerra para extender la esclavitud, y no sólo eso, sino que después de la contienda estableció las Leyes Jim Crow, los Códigos Negros y otras leyes represivas para negar derechos a los negros americanos. En ese contexto es que se funda en 1865 la primera célula del legendario y tenebroso Ku Klux Klan, constituido por veteranos del Ejército Confederado que, después de la Guerra de Secesión, quisieron resistirse a la Reconstrucción; periodo de 10 años durante el cual se le dio un poder político sin precedentes a los afroamericanos.

Es bueno aclarar que el Ku Klux Klan fue financiado, apoyado y promovido por las élites sureñas del Partido Demócrata y no vino a ser formalmente disuelto sino hasta 1870, por el Presidente republicano Ulysses S. Grant y a través del Acta de derechos civiles de 1871.

A partir de 1871 y hasta 1930, en un esfuerzo para negarles los derechos civiles y evitar que votasen a favor de los republicanos, miles de afroamericanos fueron baleados, golpeados, linchados, mutilados e incinerados vivos por los miembros, ahora clandestinos, del Klan, y algo aún peor: más adelante los presidentes demócratas Franklin D. Roosevelt y Harry Truman, rechazarían consistentemente las denominadas leyes contra los linchamientos, por un lado, y por el otro los intentos con vista a que se estableciera una Comisión para los Derechos Civiles que permanentemente velara en el sentido de evitar las fragrantes violaciones a los derechos de los negros.

En otro sentido, es obra del Partido Republicano el logro de las enmiendas constitucionales 13, 14 y 15 que garantizarían a los negros estadounidenses la libertad, la ciudadanía y el derecho al voto, además del Acta de los Derechos Civiles de 1866 y 1875 que prohíbe la discriminación racial en los lugares públicos.

Los republicanos pasaron también el Acta de Derechos Civiles de 1957, de 1964 y 1965 a favor de los afrodescendientes y contra las Leyes Jim Crow, y establecieron además los programas de Acción Afirmativa que ayudarían a prosperar a los negros. Programas que fueron propuestos por el presidente republicano Richard Nixon, en el llamado Plan de Filadelfia de 1969 que abrió el paso en 1972 al Acta de Oportunidades Igualitarias de Empleo, lo que haría ley de la nación los Programas de Acción Afirmativa. Ni siquiera se trata, puntualicemos, de que la Acción Afirmativa sea algo verdaderamente progresista para los negros, asunto en verdad muy debatible. Se trata, en definitiva, del rédito que indebidamente obtienen los demócratas por algo que le corresponde, más que nada, a los republicanos.

Se pretende un partido demócrata que habría comenzado siendo reaccionario y terminado progresista, y un partido republicano que habría comenzado siendo progresista y terminado reaccionario. Esa mágica metamorfosis ocurriría, definitoriamente, con la atribución al Partido Demócrata y al presidente John F. Kennedy de la aprobación de la ley de los Derechos Civiles de 1964. No obstante deberíamos analizar, más allá del mito, lo realmente sucedido.

En 1957 Kennedy, consecuente con la práctica tradicional de su partido, votó en contra de la Ley de Derechos Civiles, y en 1963 se opuso a la masiva marcha (participarían unas 200 000 personas) dirigida por el Dr. Martin Luther King Jr. en Washington. Más tarde el Dr. King criticaría duramente a Kennedy por ignorar la causa de los derechos civiles de los afroamericanos.

La ley de los Derechos Civiles de 1964 (Civil Rights) fue aprobada en el Congreso por 290 votos a favor y 130 en contra. De los republicanos, el 80 por ciento votó a favor de la ley. De los demócratas, el 61 por ciento hizo otro tanto. Quiere esto decir que sólo el 20 por ciento de los republicanos votó en contra de los negros, mientras que los demócratas lo hicieron en un 39 por ciento: el doble, menos un punto.

En el senado la votación fue de 73 a favor de la ley que favorecía a los negros y 27 en contra. Nada más que seis republicanos votaron en contra de la ley, frente a 21 demócratas que hicieron lo mismo. El 2 de julio de 1964 el presidente demócrata Lyndon B. Johnson firmó la ley que, finalmente, ponía en el papel los derechos de igualdad de todos los ciudadanos en este país. Estas cifras, desde cualquier ángulo que se les mire, parecen apuntar a que sería más apropiado, o más justo, decir que la ley de los Derechos Civiles de 1964 se aprobó no por los demócratas, sino a pesar de los demócratas.

Entrevistado por el autor para este trabajo, el congresista federal republicano Lincoln Díaz-Balart ha dicho que “requirió gran coraje político de parte de Lyndon B. Johnson lograr las importantes leyes de 1964 y 1965 y que Kennedy no logró nada en ese sentido”. Agrega también Díaz-Balart que “Johnson antes de ser presidente no había apoyado los derechos de los afroamericanos, pero que sí fue clave su liderazgo ya como presidente para las leyes del 64 y el 65”.

Es bueno aclarar, en aras del balance, que el oponente republicano de Johnson en la elecciones de 1964, y autor de una obra cumbre del conservadurismo norteamericano, The Consciente of a Conservative ( Conciencia de un conservador), Barry Goldwater, se oponía también decididamente a las leyes del 64 y el 65.

Digamos además que el senador demócrata Robert Byrd, de West Virginia, un ex miembro del Ku Klux Klan, desarrolló un discurso dilatorio, denominado filibustero en la jerga legislativa, en el Senado y en junio de 1964, en un desesperado esfuerzo por bloquear el paso del Acta de Derechos Civiles de 1964. No obstante, cosas veredes, el senador Byrd fue ensalzado en abril del 2004 por el senador demócrata Cristopher Dodd como alguien que, de tener la oportunidad, habría sido durante el transcurso de la Guerra Civil no un simple participante, que con chiquitas no se andan, sino un gran líder a favor de la causa… ¿de los esclavistas dijo? No, hombre, qué va, de los esclavos. Eso dijo Dodd, pretendiendo desconocer olímpicamente la historia.

Por cierto, entre los demócratas que en 1964 votaron oponiéndose al Acta de los Derechos Civiles estaba el senador Al Gore, padre de ese otro Al Gore que fuera vicepresidente en la época de Bill Clinton, y Premio Nobel de la Paz en el presente, gracias a su empeño -¡denodado y heroico hay que decir!- por salvar al planeta Tierra de gases invernaderos y malvados capitalistas. Ningún problema con la reacción, repetimos. El problema está en las cartas trucadas, en jugar con las cartas trucadas. En ofender la inteligencia de los votantes. El problema está en la demagogia.



Vecinos de la mujer de Antonio

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Lo estuve oyendo en el auto, atrapado en uno de esos inextricables embotellamientos que tan a menudo, y muy a pesar del aumento de los precios del combustible, congestionan la red vial miamense. Un son más viejo que andar a pie:

“La vecinita de enfrente /buenamente se ha fijado /cómo camina la gente /cuando sale del mercado...”.

La canción, que hacía bastante tiempo no escuchaba, insinúa una de las causas de la consolidación del totalitarismo en Cuba. Y probablemente una de las fundamentales. Porque si se le mira desde un ángulo desalmidonado, objetivo, el castrismo es totalitarismo más chisme. “La mujer de Antonio camina así”.

Durante mucho tiempo mucha gente ha afirmado que el totalitarismo, o simplemente el comunismo, constituye un sistema ajeno a la idiosincrasia cubana, una suerte de injerto político carente de abono cultural, o popular. ¿Pero qué tal si fuera todo lo contrario? Una nación en la que se ha llegado a institucionalizar la delación –según Jorge Luis Borges, “el peor delito que la infamia soporta”-, convirtiendo al hombre en el más eficaz enemigo del hombre, no puede ser completamente ajena al fenómeno. Un país en el que existen cuatro Comités de Defensa de la Revolución (CDR) por manzana organizando el acecho de vecino a vecino, de “cederista” a “cederista", y uno tiene que camuflar una caja de cervezas para introducirla en su domicilio.

El castrismo institucionaliza en Cuba, otorgándole coartada, alguna respetabilidad –al menos en principio- y cierto sentido histórico, la razón social de acechar al vecino, de “meterse en la vida de los demás”, tan autóctona como la canción de marras. Sus practicantes son conocidos en la isla como “chismosos”. En Cuba chismoso es aquel que habla de los otros o inventa historias acerca de los otros, pero también el que acecha al otro, el que se complace atisbando las reacciones y evoluciones del otro. La vecinita de enfrente “buenamente” se ha fijado. Una costumbre más extendida, y consentida, de lo que pudiera creerse.

De manera que con el advenimiento castrista y su consecuencia, la institucionalización de un totalitarismo radicalmente contrarrevolucionario, el chismoso adquiere categoría histórica. Deja de entornar persianas para salir airosamente a la luz pública, para abrir de par en par puertas y ventanas gritando a los cuatro vientos su “aquí estoy yo” ultraconservador. El chismoso militante, reaccionario, socialista y/o “sociolista”. Ese que “se va de lengua”. El clásico chivatón.

En cualquier caso, el régimen totalitario vigente en Cuba manipula, consciente de ello o no, una seña de identidad sociológica que difícilmente hubiera encontrado eco político bajo un gobierno democrático. En definitiva, canaliza institucionalmente una tradición que termina sirviendo a sus intereses. Con lo que cabe la pregunta: si el castrismo no es el padre del fenómeno, tan arraigado en la cultura nacional, ¿entonces es el hijo?

Como que la cederista de Castro no es más que la vecinita de enfrente, la mujer de Antonio se exilia en los Estados Unidos. País donde el chismoso languidece víctima, entre otros depredadores, del expressway, la propiedad privada, la independencia de poderes, el aire acondicionado.

Cortesía Diario las Américas



Cuba, racismo e igualdad mediática

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Un correo polémico

Un amigo, salido de Cuba recientemente, me escribe a propósito de la apertura de este blog. Aborda el tema racial, dado que escribí semanas atrás un artículo sobre Barack Obama y la influencia que podría ejercer una hipotética presidencia suya sobre la población cubana negra y mestiza (población actualmente mayoritaria en Cuba, digan lo que digan los relajados censos castristas).

El problema racial sigue latente en la Isla y, de cara a un futuro poscastrista crecientemente cercano, habrá que confrontarlo o por lo menos abordarlo más abiertamente. No obstante, un sector del exilio parece ajeno a esta realidad, o pareciera querer estarlo indefinidamente. El correo de mi amigo, músico, poeta y negro, contiene frases y concepciones que pueden resultar chocantes, pero que en alguna proporción reflejan sentimientos latentes al interior de una parte de la sociedad cubana.

Reproduzco sólo fragmentos del correo:

“Muchos de los participantes en la blogosfera forman parte de la emigración racista de Miami, desconectada de la realidad cubana durante mucho tiempo e incapaz de imaginar un negro presidente para ninguna parte...

“Quiero decirte que he aprendido mucho sobre los cubanos del exilio estando aquí afuera... Incluso he leído artículos de cubanos de extrema derecha tan ridículamente racistas que parece que aún estuvieran viviendo antes del 59. Me he sentido muy decepcionado por muchas cosas. Gente que lamenta los cambios en Cuba no sólo por la represión y la pobreza, sino porque ahora la chusma de los negros del solar se han hecho ingenieros por culpa de Castro. Ya no se puede mirar por encima del hombro a esos negros.

“Ahora ellos se creen iguales a nosotros, que éramos burgueses... así piensan, yo lo creía mentira...

“Una de las cosas que más jode a esa parte del exilio de Miami, racista hasta la médula, es que hoy hayan muchos intelectuales negros, juristas y profesionales... Que ahora no es como en el tiempo de Orígenes, cuando si acaso Gastón Baquero… Bueno, yo me alegro de eso, soy sincero contigo, por mí que se jodan esos racistas”.

Del programa de Oscar Haza

Omar López Montenegro aborda el tema racial en el programa de Oscar Haza:

Cuba, racismo e igualdad mediática

Aunque curiosamente la revolución contra la dictadura batistiana no careció de componentes racistas –amplios segmentos de la burguesía blanca apoyaron al castrismo frente a lo que consideraban la injerencia negra en los asuntos de Estado representada por el mulato Fulgencio Batista–, el régimen triunfante se vendió a sí mismo como una suerte de valedor o promotor de la igualdad racial en Cuba.

Desde el ascenso al parnaso totalitario de Nicolás Guillén –el poeta mestizo reconvertido en Poeta Nacional– hasta la promoción mediática de figuras nacionales e internacionales de raza negra, eran varios los signos que coqueteaban con la imagen de una Cuba finalmente resuelta por la razón social del mestizaje. Parecía que el proyecto de homogeneización racial del castrismo, paralelo y/o adscrito a su proyecto de homogeneización social, iba en serio, aguijoneado por la salida del país de las clases altas, medias y profesionales –mayoritariamente blancas– y el gradual envejecimiento de los líderes históricos de la revolución, predominantemente blancos.

Y sin embargo, la puesta en escena de la igualdad racial no conseguiría salir en la foto más allá de unos cuantos escarceos sucedáneos, en los que el negro no acababa de aparecer en primer plano.

Tras cinco décadas de “revolución” –si se acepta la denominación desde un punto de vista acumulativo– la realidad de la Cuba actual revela, con pelos y señales, el carácter esencialmente mediático del proyecto de equidad racial anunciado por el régimen de Fidel Castro. El negro devino símbolo mediático de una liberación a la postre artificial, o por lo menos inconclusa, porque estaba y está basada en una asimilación social e institucional inexistente. La preponderancia blanca a escala cultural y política no puede ser negada en la Cuba del tercer milenio, y ello a pesar de que durante medio siglo de totalitarismo la composición racial de la nación ha variado sustancialmente, inclinando la balanza hacia negros y mestizos.

Igualdad en lo mediático. En eso ha quedado el proyecto igualitario enarbolado por el castrismo.



Inédito de Emilio Ichikawa

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Intelectuales de todos los países, uníos

un artículo de Emilio Ichikawa

A diferencia de otras posiciones doctrinales, al marxismo le es muy cara la conquista de una base social. No se trata de un solipsismo, un elitismo o una variante de anarquismo centrada en el sujeto individual: al marxismo le interesa la revolución y la fuerza capaz de llevarla a cabo. Una fuerza colectiva.

Aun cuando el pensador marxista no trabaje en una fábrica o en un puerto sino en un tranquilo campus universitario de New Haven o Emory, tendrá un minuto del día para expiar su culpa y declarar –claro que sin creerlo- que odia la falsa vida profesoral prefiriendo estar al lado de la “gente sencilla y trabajadora”.

Este “querer desde fuera”, que Isaiah Berlin estudia en casos contrapuestos como Disraeli y el propio Marx, es un gran pecado desde el punto de vista marxista; así sólo sea por aquello de que la teoría debe estar en armonía con la práctica. Por no estar, la mayoría de los profesores de marxismo en Estados Unidos ni siquiera marchan en las protegidas exhibiciones contra la globalización y el capitalismo. Van sus estudiantes. Ellos no van: aunque algunos fueron.

Marx le echó el ojo inmediatamente a la clase obrera como la “base social” de su teoría. Ya en La Sagrada Familia (1844), una obra escrita junto a Engels, dice esperar de aquella la transformación radical de la realidad. ¿Por qué la clase obrera? Pues por muchas razones, sobre todo de carácter moral, político y social, incluso estético antes que científico.

No es hasta veinte años después, cuando se publica el primer tomo de Das Kapital, que Marx “demuestra” que es la propia lógica de la economía capitalista la que lleva a una teoría como la suya y a un portador social como el elegido por él.

Fue el joven Engels, con sus informes epistolares desde Inglaterra, quien le mostró a Marx la existencia de un mundo obrero lleno de energía política e intelectual. Engels le hablaba de las condiciones de vida del obrero ( working class, proletario, para algunos sinónimos, para otros teóricos no), de la transparencia política del debate espiritual en medio de la más crítica miseria y Marx, sabedor del alcance revolucionario de la teoría, le apuntaba: “Hay que sumar a esa opresión, la conciencia de la opresión.” Es decir, agregarle argumentos a un mundo, en estado de inconciencia, todavía se podía aguantar. Escamotearle el opio al pueblo; es ese uno de los caballos de batalla del marxismo. El opio, es decir, la Coca-Cola, el jean, los Beatles, el opio.

El marxismo fue precisamente eso en sus inicios: un intento por hacer aún más insoportable la vida de la clase trabajadora, un programa para ponerle los nervios políticos a punto de estallido haciéndola conciente de la explotación en que se encontraba. Esto explica que el periodismo, el manifiesto, el discurso, fueran los géneros literarios dominantes en los primeros tiempos del marxismo. Es sabido que el primer nombre propuesto para El manifiesto fue el de Catecismo comunista, que no gustó a los editores. Lo que a su vez tampoco gustó a los autores, que lo entregaron a desgana, atrasados y con sanción que consta en archivos de la sección en Bruselas de La Liga de los Comunistas.

Después Marx se mantuvo durante mucho tiempo fiel a la especulación filosófica (tan entrenado estaba en la misma, que reaparece visiblemente en partes cruciales de Das Kapital). Fue Engels quien primero se apuntó una investigación social sostenida en la historia del pensamiento marxista (cierto que estimulado por Marx) al escribir La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845).

En los prólogos y cotas a las diferentes ediciones de esta obra, Engels repasa el camino que llevó al marxismo a cambiar su base social. A percibir la “europeización” del proletariado norteamericano y, después, a constatar el proceso de “aburguesamiento” del mismo.

Es una muestra de audacia y honestidad intelectual la comprobación de Engels, ya en 1892, de una realidad contundente: respecto a otros sectores de la sociedad, a fines del siglo XIX la clase obrera se había vuelto conservadora.

Ante esta nueva situación al marxismo revolucionario le quedaban dos alternativas:

1-Cambiar su planteamiento político revolucionario tornándose evolucionista, reformista, parlamentarista, ministerialista (millerandista), que es a lo que se llama hoy “Socialismo del Siglo XXI”.

2-Apelar a otra clase o sector social alternativo para la revolución. A los estudiantes y los intelectuales, por ejemplo, a los cuales se incorpora hoy el gremio de los “revolucionarios profesionales”, más radicales que la “clase trabajadora”.

Ilustración, Omar Santana



De Armas: El partido de los ricos en Estados Unidos (II)

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Un artículo de Armando de Armas

Breve historia: Andrew Jackson, duelista, demócrata y masón

El Partido Demócrata pudiera ser cada vez más, como en el pasado, el partido de los ricos. Ningún problema con los ricos, sin ricos no hay país. El problema estaría en la estafa, casi siempre mediática, de venderse a todo trance, y a veces en trance, como el partido de los pobres, en tanto los hechos parecerían desmentirlo.

El Partido Demócrata surge como un desprendimiento del antiguo Partido Demócrata-Republicano de Estados Unidos, que gobernaba el país de forma ininterrumpida desde 1801, y que entra en crisis en 1824, debido a que se elegía por primera vez por sufragio universal y directo, y hubo varios candidatos presidenciales que se proclamaban demócratas-republicanos y reclamaban el voto popular.

Uno de esos candidatos era el General Andrew Jackson, un legendario héroe de la Guerra Anglo-Americana de 1812 a 1815, quien perdió la presidencia a pesar de haber ganado la mayoría relativa del voto popular, debido al procedimiento que estipula que si ninguno de los candidatos obtenía la mayoría absoluta en el Congreso Nacional debía elegirse al presidente entre los candidatos más votados, y el Congreso eligió a John Quincy Adams. Entonces Jackson y sus partidarios comenzaron a fundar por todo el país las filiales de un nuevo partido que aún no tenía un nombre determinado; un partido cuya agenda sería precisamente llevar a la presidencia al General Jackson.

Hay que apuntar, como dato interesante, que este nuevo partido contaba con la maquinaria partidista del Estado de Nueva York heredada del desaparecido Partido Demócrata-Republicano, y se transformó en el primer partido popular -lo que hoy denominaríamos populista- de la historia norteamericana, al movilizar a las masas y valerse de una cadena de periódicos amarillistas. Esta cercanía con la prensa, algo que mantiene en el presente, explicaría no sólo el eficaz y proverbial manejo de la opinión pública por parte de esta agrupación, sino su capacidad para, en una especie de juego de espejos, apropiarse más o menos indebidamente de aspectos o tendencias gratos al inconsciente colectivo: en el caso que nos ocupa, la virtud de la pobreza, de profunda raíz cristiana, primero, y abundante follaje marxista después.

Como curiosidad apuntemos que Jackson fue un eminente masón, Gran Maestro de las logias de Tennessee, hombre controversial y valeroso que se había batido varias veces en duelo, y comandó las fuerzas americanas que derrotaron a los ingleses en la batalla de Nueva Orleans en 1815. En 1829, en la fiesta de su ascensión al poder, se vio a miles de personas pobres llegando a la Casa Blanca en un inusitado espectáculo. Pero el baño de masas sería corto para el nuevo partido, pues apenas dejar la presidencia el general Jackson, en 1837, derivaría cada vez más hasta convertirse en la agrupación política de las elites enriquecidas y esclavistas del Sur estadounidense.

Los pobres y una eficaz operación de marketing político

La verdad es que, a partir de entonces, definir al Partido Demócrata como el de los pobres no fue nunca más allá de un estereotipo. Una operación de marketing político eficazmente montada, que comenzaría a desmoronarse decisivamente a partir de las décadas de los 60 y 70 con la emigración masiva hacia el Partido Republicano de las minorías étnicas, campesinos de bajos ingresos, religiosos, agentes del orden, obreros, mujeres y veteranos del Ejército.

Lo que acontecía al tiempo que grandes sectores de la clase rica norteamericana, integrada por banqueros, hombres y mujeres de la exclusiva academia estadounidense, abogados, poderosos empresarios de la prensa, millonarios de último minuto gracias al boom de la Internet y famosísimos artistas hollywoodenses, emigraban rápidamente hacia el Partido Demócrata.

Por ejemplo, un reciente estudio de la muy prestigiosa Heritage Foundation evidencia que los distritos más ricos de Estados Unidos son feudos de los demócratas. Más de la mitad de los distritos que poseen más dinero en Norteamérica pertenecen a 18 estados en que los demócratas detentan los dos escaños del Senado. El estudio llega a ese resultado teniendo en cuenta el número de contribuyentes individuales, acorde con sus declaraciones de impuestos, que tienen ingresos de $100 000, o superiores, y el número de parejas con declaraciones que muestran ingresos de $200 000, o superiores. Apuntemos que la mayoría de los hogares en los distritos de los demócratas ganan alrededor de $49 000, cifra superior al promedio nacional que es de unos $40 000 aproximadamente.

Así, en las elecciones presidenciales del año 2000, y según una encuesta de Ipsos-Reid, si comparamos los condados que votaron a favor de George W. Bush y los que votaron por Al Gore, se puede concluir que apostaron por Bush solamente el 7% de los electores que ganaban más de $100 000, mientras que un 38% tenía ingresos por debajo de los $30 000. En cambio, en los condados que apostaron por Gore, el 14% ganaba $100 000 o más, en tanto que 29% ganaba menos de $30 000.

Por otra parte, un estudio publicado por los autores Robert Lichter, profesor de George Mason University; Stanley Rothman, profesor del Smith College; y Neil Nevitte, profesor de University of Toronto; aparecido originalmente en March issue of de Forum, una publicación digital dedicada a las ciencias políticas, y posteriormente en el diario Washington Post, en marzo de 2005, refleja que el 72 por ciento de los profesores de las universidades y colegios norteamericanos se declara de izquierdas y simpatizante de los demócratas, frente a un 15 por ciento que se declara de derechas y simpatizante de los republicanos.

La diferencia es aún mayor entre los docentes de las escuelas más selectas, y por consiguiente entre los que más dinero ganan, donde el 87 por ciento dice ser de izquierdas frente a sólo un 13 por ciento que confiesa ser de derechas.

El estereotipo y la realidad, las tendencias

En el imaginario de lo políticamente correcto Bush sería, debido a su patrimonio y a su partido, un representante de los intereses de los más ricos de la nación. Sin embargo, cuando el presidente se postuló exitosamente para la reelección, en 2004, declaró una fortuna de entre 8.1 y 21.5 millones de dólares, cifra ciertamente ridícula en comparación con los bienes de su oponente, el senador demócrata por Massachussets, Johh Kerry, que declaró tener entre 165.7 y 235.3 millones de dólares.

No se trata, evidentemente, de que en el Partido Demócrata no haya pobres, ni de que en el Partido Republicano no haya ricos. Se trataría más bien de una tendencia en la que los demócratas irían extendiéndose hacia los extremos de las elites millonarias, por un lado, y los más pobres y dependientes de las ayudas estatales, por el otro. Mientras que los republicanos estarían creciendo entre las llamadas clases medias estadounidenses. Luego, al menos financieramente hablando, en el primer caso estaríamos ante un partido bifurcándose hacia los márgenes, mientras que en el segundo estaríamos ante un partido con tendencia hacia el centro y, por lo mismo, más representativo de la media nacional.

Criton Zoakos, consultor financiero y presidente de Leto Research, asegura en un estudio que la clase media prefiere políticas fiscales, monetarias y reguladoras que favorezcan la libre competencia y la creación de riqueza, en tanto que la clase alta prefiere la preservación de su riqueza y la protección contra la competencia mediante altas tasas impositivas. Esto último podría explicar la emigración que se observa en los detentadores de grandes fortunas, sobre todo si son heredadas, hacia los predios demócratas.

Finalmente, tengo malas noticias para los que se creyeron el cuento de un humildísimo Barack Obama, cuento que habría venido a reforzar su esposa Michelle al declarar, quejosamente, sentirse orgullosa de su país sólo después de la elección de su marido como pre candidato presidencial. La realidad es que el aspirante demócrata a la Casa Blanca y su mujer ganaron más de cuatro millones de dólares durante el año pasado, según los datos de la declaración de impuestos del matrimonio, divulgados recientemente por la campaña del senador de Illinois. La verdad que, para ser pobres, parece que a los Obama no les va nada mal.



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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
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