Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Educación, Becas, Escuelas

Alquimia revolucionaria: de las ESBEC y otras madrazas

Además de algunas habilidades, a los exbecarios nos dotaron de un instinto de sobrevivencia que, a no pocos, ha permitido adaptarse a la dura vida del exilio

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Esta es la nueva escuela,
Esta es la nueva casa:
Casa y escuela nuevas
Como cuna de nueva raza.
Silvio Rodríguez

En un reciente artículo el colega Waldo Acebes Meireles contaba su experiencia sobre las Escuelas Secundarias Básicas en el Campo (ESBEC), extensivo esto a los INPUEC (Institutos Preuniversitarios en el Campo), a los “Camilitos” (escuelas militares) y a la “Lenin” (después llamada escuela vocacional). El trabajo de Waldo tiene la mirada del funcionario, hombre maduro, de las becas en sus etapas finales o próximas a serlo, puede que bien entrados los ochentas. Al autor preguntarse si alguna vez tuvieron una “edad de oro”, solo cabe citar al poeta español Ramón de Campoamor: “En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. El cristal puede estar empañado por muchos recuerdos turbios. Pero otros dirán que las becas fueron escuelas donde aprendieron para siempre el valor de la libertad, verdad y la amistad, que es bastante.

Quien escribe, alguien “formado” en esas “madrazas”[i] casi desde el inicio, a principios de los años 70, resulta imprescindible aportar algunos detalles para que hijos y nietos recuerden las luces y las sombras de la que nuestra generación es resultado. Debo insistir en la etapa histórica que vamos a tratar, el contexto, pues como bien alguien señalara en los comentarios, en el castrismo primero los proyectos faraónicos comenzaban con mucha energía, y se apagaban con la misma fuerza, típica conducta de una megalomanía delirante.

Estamos pues situados a inicios de los 70, dos o tres años después del fracaso de la Zafra de los Diez Millones. Hay una entrega en brazos a la URSS, y esta, generosa y desinteresadamente, asume la manutención de una Isla quebrada. Los soviéticos no escatiman en recursos —geopolítica pura— y en vez de re-industrializar el país, una parte importante se destina a la educación y otros gastos sociales. El régimen se enfrenta a un dilema generacional: los baby boomers cubanos, quienes nacieron poco antes o poco después de la Revolución, van alcanzando la adolescencia, y no hay escuelas “pa tanta gente”. Pero lo más importante: no hay control sobre ellos.

Una de las características del ex Máximo Líder es que todas sus frustraciones infantiles, sus carencias afectivas y necesidades, las vertía sobre un pueblo sobre el cual tenía ascendencia absoluta. Fue él mismo becario muy joven, separado de su familia durante la mayor parte de su vida, crecido en buenas escuelas, con una fuerte educación jesuítica, que es lo mismo decir, con un espíritu rebelde y tenaz. Quizás una disección psicológica el personaje nos aleje del objetivo de este trabajo. Pero no puede obviarse que en el proyecto de las becas cubanas estaban reflejadas, sublimadas sus propias frustraciones con la vida y con su familia. El creía, sin la menor duda, que crecer y “formarse” fuera del hogar era la mejor opción para un joven revolucionario.

La mayoría de los padres también veían la beca como la mejor oportunidad para sus hijos, en parte porque lo decía Él. Tener a los hijos en alguna de esas escuelas era ser Revolución: “a los compañeros comunistas entrego mis más queridos tesoros, y renuncio a tenerlos a mi lado por más de 24 horas a la semana. Ellos saben mejor que yo lo que hay que hacer con ellos para su mejor formación revolucionaria”[ii]. Casi sin excepción, los hijos de los dirigentes cubanos estuvieron en becas, por supuesto, no en las peores, aunque en cierto momento, al inicio, las condiciones materiales y humanas eran similares en la mayoría. De hecho, también para los padres menos afortunados becar a sus hijos era una muy buena oportunidad para que recibieran buena alimentación —tres comidas al día, meriendas— y disciplina social.

Impulsados por los padres, y por esa “psicosis normal” que es la adolescencia, la mayoría de los muchachos aceptaban becarse sin muchos miramientos. Estar becado era “hacerse hombre” o “mujer” fuera del control de la casa. Era una experiencia seductora. A eso se añadía la zanahoria: en las becas hay mejores profesores, aulas, laboratorios, y todos los alumnos obtienen carreras universitarias pues el gobierno las prioriza en esos lugares. En el barrio, los nuevos becarios exhibían con orgullo sus uniformes azules (ESBEC, INPUEC, LENIN) o verde olivo (Camilitos). Y cuando se reunían los sábados, los becarios parecían felices, más maduros, plenos. Ellos también contribuían con nuevas captaciones sin darse cuenta de que incubaban el Síndrome de Estocolmo adolescentino.

Las becas reproducen a escala el engaño, la falacia de un sistema cuya esencia es la mentira, el control de las emociones, los pensamientos y las conductas del ser humano. Y eso no ha cambiado un ápice. El sociólogo que quiera estudiar el fenómeno comunista insular tiene en las ESBEC y otras escuelas parecidas un modelo de excelencia. Para empezar, nada o casi nada de lo que sucedía detrás de las paredes de prefabricado era conocido por los padres, o si acaso algún muchacho se quejaba, eran eso, quejas de muchachos. Era preferible para algunos, y no los culpo, atenuar los llantos a hacerse cómplices de los lamentos.

Los jóvenes entre doce y dieciséis años estaban bajo un régimen llamado de estudio-trabajo, que engañosamente la propaganda endilgada a José Martí la idea. El trabajo en el campo —“para que ustedes sepan de donde sale lo que se comen”— era extenuante; para chicos de la ciudad, los “cordeles” de escarde, el guataqueo del boniato y el agile de los platones de plátano no acaban nunca. Y en la tarde, con un sueño irresistible, al “docente” para recibir clases por varias horas seguidas. El “de pie” a las seis menos cuarto de la mañana, con aquella canción de Los Compadres, “Amanecer cubano” que entre otras cosas decía que había llegado “otro feliz día”. Había que hacer fila, en atención, todo el tiempo, durante horas: fila para comer, para bajar de los albergues, para ir al campo, para acostarse a dormir. Siempre en “firme”.

Lógicamente, para mantener semejante estructura cuasi presidiaria, semi-militar, se necesitaba un ejército de controladores, instructores, como les llamaban. Nunca eran profesores, porque semejante pifia pudiera traer quejas a la institución. Eran alumnos de grados superiores, tal vez los peores estudiantes —en aquellos años todavía se podían repetir los grados— y los más “viejos”. Sus métodos educativos eran los propios de la crueldad aprendida en sus casas: limpiar los baños después de verter varias cubetas de agua y hasta la madrugada; estar de pie en medio de la noche en el cubículo, o en la plazoleta. Al menos en mi escuela existía el Consejo Disciplinario —casi todos, alumnos-malandros— una suerte de corte inapelable cuya sanción más temida era suspender el pase al alumno. No había que hacer muchas cosas para terminar allí.

Tampoco había suficientes maestros para cubrir cientos de internados en el campo. La solución fue masificar la formación magisterial con los alumnos de grados superiores. Acaso no muy superiores; a veces el profesor solo le llevaba tres o cuatro años al alumno, lo cual no solo dañaba la instrucción académica, adolecía de pedagogía mínima, sino que alumnos y profesores se tuteaban y con bastante frecuencia tenían relaciones íntimas, incluso dentro del tabú machista de profesoras con estudiantes varones. El campo y los rincones de los edificios docentes eran los más incomodos, pero los más buscados espacios para refocilarse.

Hay un detalle que se pasa por alto, y es el aprendizaje, inducido y remachado, de hacer fraude, de mentir, y aceptar que una persona no puede elegir nada ni nadie. Ese es quizás el mayor daño antropológico hecho a esas generaciones. Y viendo las cosas en retrospectiva, lo que ha impedido a muchos coetáneos luchar por su libertad, sus derechos básicos, y defender sus opiniones.

Para garantizar el porciento de aprobados, los profesores revisaban las pruebas varias veces antes de entregar los estudiantes: “siéntate y revisa la cuatro y la seis, están mal”. Otras veces eran los “repasos”. El maestro entregaba una “guía” de preguntas que era casi idéntica a la prueba del siguiente día. La escuela con mayor cantidad de aprobados y notas por encima de tantos puntos ganaba la emulación[iii]. Eran muy pocos los maestros que renunciaban a participar en aquellos engaños, pues les costaba la posición. Renunciando a su juramento ético, dirían que los que quisieran aprender, que lo hicieran por su cuenta.

Pero si grave era la deformación ética aun mayor era la cívica. Había elecciones para la Federación de Estudiantes de la Enseñanza media (FEEM). Se suponía que fueran abiertas, democráticas. Pero la Juventud y el Partido Comunista traían sus propuestas. Una previa frecuente, antes de ir a la “votación” era decirles a los alumnos que los compañeros del Partido y de la Juventud sabían quién era el mejor para ese grupo; una pre-selección de quienes consideraban ‘aptos” para dirigir —en realidad nada dirigían—, a otros estudiantes. Y así, sin el menor reparo decían, “nosotros proponemos a fulano”. Ir contra ese candidato tenía dos consecuencias. Una, nadie se oponía. El díscolo quedaba solo, lo cual, dos, lo señalaba como conflictivo, un peligro potencial. Ningún estudiante “raso” participaba en la elección del jefe de la escuela. Era una elección “indirecta”.[iv].

Podría seguirse escribiendo de la experiencia de las becas por largo rato. Es algo pendiente, y es un tema que nosotros, quienes fuimos “formados” o deformados en esos ambientes les debemos a nuestros hijos, antes que el Alzheimer social conviertan aquellos infiernos en cunas de ángeles. Paradójicamente, crecer y vivir en tales internados despertó en algunos el sentido de amistad entre los oprimidos y la antipatía hacia los abusadores, los mandamases. Unos se refugiaron en los libros, y leer fue la terapia cuando los abusadores-instructores nos sacaban de madrugada a la sala, medio encueros, porque alguien hablaba después del silencio. Otros descargaron sus rabias en los deportes, y una vez libres, en las universidades, fueron excelentes atletas. Algunos no volvieron de Angola o Etiopia para contarlo, porque no alcanzaron carreras universitarias como les habían prometido y el Servicio Militar era obligatorio.

Hoy los exbecarios estamos a ambos lados del Océano. Es sorprendente como, después de vivir la experiencia de las ESBEC, algunos opten por defender esa gran beca-cárcel que es Cuba. Tienen todo su derecho: cada cual debe administrar sus miedos y sus carencias. También los que un día se liberaron de la beca —o fueron expulsados—, y encontraron en las “escuelas de la calle” libertad, aire fresco, tienen derecho a contar sus historias.

Además de algunas habilidades —aunque todavía alguno tiene que comer con cuchara, y otro odia la “carne rusa”—, a los exbecarios nos dotaron de un instinto de sobrevivencia que, a no pocos, ha permitido adaptarse a la dura vida del exilio. Por eso el único deseo que me visita en este momento es que un día, no muy lejano, podamos sentarnos en las ruinas de lo que fue el pasillo central o en un banco de la plazoleta, y contarnos esas historias, unas tristes, otras graciosas, de un pasado que nunca volverá. Nos hay lugar para engaños entre nosotros. Nos conocemos muy bien, la mayoría, de atrás.


[i] Madrazas: en árabe significa escuela, y básicamente son lugares de formación coránica para niños pobres y huérfanos, aunque algunas están abiertas a todos los miembros de la comunidad musulmana. Al funcionar como “becas” con internos y seguir los preceptos religiosos con cierta rigidez, su visión del mundo es dogmática, apegada al islam más ortodoxo. De ahí que algunas hayan sido cuna de terroristas y soldados de la Yihad, Guerra Santa.

[ii] Es, más o menos, lo que duraba el “pase” el fin de semana. Salíamos los sábados antes del mediodía y con suerte regresábamos al atardecer del domingo.

[iii] Lo cual se traducía en ascensos para el director. En pocas ocasiones, algunas mejoras a la infraestructura escolar como un equipo de hacer helados. Por otro lado, la revolución educativa del estudio-trabajo en las becas demostraba su superioridad en base a que casi el ciento por ciento de los alumnos aprobaban todos los exámenes y con notas sobresalientes. Ese milagro de la Revolución cubana quería ser visto por cuánto presidente, artista, ministro o político venía a Cuba. Ese día el almuerzo era opíparo, y el que no tenía uniforme completo se quedaba en albergue o le sacaban una corbata de debajo de la tierra.

[iv] Muchos años después, ya adulto, supe que el sistema de la elección indirecta a la Asamblea del Poder Popular y el Consejo de Estado era muy parecido a la “elección” de los dirigentes en las becas. El lógico: la mayoría de ellos aprendieron allí como hacerlo.


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