Educación, Escuelas, Estudiantes
Alquimia Revolucionaria (II): el abusador de ayer, de hoy y de siempre
A pesar de que algunos estudiantes comentaban con sus padres aquellos dislates, como en el documental de Almendros, nadie escuchaba
Las instituciones pasan por tres períodos:
el del servicio, el de los privilegios y el del abuso.
René de Chateaubriand
Debo admitir que para escribir sobre este tema se necesita un estado de paz especial; aquella que solo se alcanza con los años, ver muchas cosas, y la certeza de que se hace el bien cuando no se olvida, aunque se perdone, para que la historia no se repita. La memoria tiene una extraña tendencia a dejar de lado lo malo y preservar lo bueno, y a lo malo darle un disfraz, un color aceptable para continuar viviendo. Es en esa trampa que nos hace el inconsciente para salvarnos de la depresión y la tristeza perenne que se nos escapan detalles, algunos, esenciales para preservar la libertad y el derecho a ser felices —que muy pocas veces depende de otros.
En un trabajo anterior sobre las becas, incompleto por su complejidad, el elemento humano fue tocado de refilón, sorteando la importancia del entramado represivo y como los adolescentes se convertían en sus propios carceleros; seres humanos incapaces de exigir el respeto a sus derechos naturales. Aparentemente, bastaría al becario decir a sus padres que no quería estar más en la ESBEC, el INPUEC, o los Camilitos. Pero eso, que puede parecer muy sencillo, lo hacia una ínfima cantidad de estudiantes.
Para empezar, reconozcamos que la beca cubana era un ambiente cerrado, apenas en contacto con el exterior —no familia, sin los amigos del barrio, poca o nula relación con otras escuelas. El “pase” apenas duraba de 24 a 36 horas máximo. La clausura, como la que se produce en una secta, en una comunidad militante, condiciona que el intercambio de información permanezca a un nivel mínimo, ausente. Un ser humano sin información exterior es un individuo idóneo para la desinformación y reprogramación. En aquellos tiempos no había computadoras ni celulares. Los más curiosos discutíamos dos o tres órganos oficiales que llegaban a destiempo. ¿Qué noticia diferente podía leerse allí, donde todo era bueno, bonito y gratis?
Lograda, pues, la concentración, el aislamiento de la masa juvenil, el proceso de “domesticación” a pie de obra era conducido por los llamados instructores, alumnos mayores en edad, y de grados superiores. A principios de los años setenta, todavía muchos repetían el mismo grado dos o tres veces. Eso provocaba que en séptimo, u octavo grado, cuando el muchacho estaba entre once y trece años, compartiera aula y albergue con muchachones de quince y dieciséis.
Un dato interesante es que la mayoría de esos repitentes y futuros instructores eran de raza negra y de origen campesino, de pueblos cercanos a las becas, al provenir de familias poco favorecidas en la época pre-revolucionaria. Las becas, para ellos y sus familias, fueron un sueño hecho realidad. Lástima que las convirtieron en pesadillas para otros estudiantes a quienes llamaban bitongos, burgueses, hijos de papá. Las direcciones de la mayoría de las becas, ante la falta de profesores para controlar quinientos adolescentes, recurrieron a la fórmula de poner al frente de los albergues, en las tareas en el campo, el comedor y otras —Vida Interna— a aquellos chicos que sentían desprecio por sus pares; sobre ellos vertían las frustraciones y las carencias con castigos que hoy calificarían como torturas en un tribunal secular.
Está bien documentado por la ciencia el proceso de “reordenamiento cognitivo”, y la cooperación con el abusador en el llamado Síndrome de Estocolmo[i]. El abusador-instructor era un alumno resentido, acomplejado, cuya meta primera era ser bien visto por los profesores u otros instructores-abusadores. Para eso debía sobresalir en su nivel de crueldad y de amaestramiento de los estudiantes. Podía tener a chicos impúberes formados en atención por horas bajo el sol, bajarlos después del silencio a hacer guardia vieja, o ponerlos a limpiar los pasillos del albergue varias veces: cuando el piso ya estaba seco, el instructor vertía otra vez varios cubos de agua. Lo peor de esto era que ciertos estudiantes, quienes habían sufrido los abusos, al llegar a grados superiores se convertían en abusadores-instructores[ii].
Cuentan que las instructoras eran mucho peores. La humillación llegaba a tener a niñas semidesnudas limpiando hasta la medianoche —se podían ver las luces encendidas en sus albergues. Las instructoras retaban el pudor de las adolescentes: nada de intimidad del cuerpo. En ocasiones, ni cuando se bañaban. Instructoras-abusadoras de rasgos lésbicos no les quitaban la vista de encima en las duchas. Tampoco solían las instructoras ser muy consideradas con los dolores y los sangramientos menstruales profusos de las alumnas bajo su mando, tan comunes y estresantes a esa edad.
El abusador–instructor tenia privilegios que en un ambiente tan asfixiante como el de una beca nos pudieran parecer increíbles. Sus horas y sus vidas eran distintas a las de los demás. Se bañaban solos mientras contaban al resto de los alumnos hasta diez para quitarse la tierra colorada de las uñas y de los pies. Se turnaban para dirigir los ejercicios a las seis menos cuarto, y dormían hasta la hora de bajar a formación, porque ningún maestro los regañaba, les aprobaban los exámenes, jamás doblaban el lomo en un surco. Dueños de cuartos para guardar útiles de limpieza en el edificio docente y en los bajos de los albergues, mientras la fila de los bitongos estaba formada por horas para comer, ellos tenían relaciones sexuales con chicas menores de edad entre colchas de trapear y libros olvidados[iii].
El abusador-instructor usaba la fuerza para dar el ejemplo a los demás. Cuando alguien se revelaba, lo citaba al baño después del silencio y la golpiza no tenía para cuando acabar. Con una paliza cada cierto tiempo el resto de los alumnos entraba por el aro. No solo porque eran más fuertes y viejos siempre ganaban. Eran mañosos: desde pequeños estaban peleando con sus hermanos y vecinos para sobrevivir a un medio sumamente hostil. Sus padres también los habían molido a golpes toda la vida. Solo en una ocasión vi a uno de los burguesitos derrotar humillantemente a un abusador-instructor: entonces lo hicieron “instructor de emulación” del albergue[iv].
Podría suponerse que la arbitrariedad y la tortura eran desconocidas por los profesores y la dirección de las escuelas. A pesar de que algunos estudiantes comentaban con sus padres aquellos dislates, como en el documental de Almendros, nadie escuchaba, no quería escuchar, o escuchaba mal[v]. La hipótesis de que no sabían, padres y maestros, dirigentes y amigos lo que sucedía en las becas, no solo es una presunción absurda. Es bochornosa. Cómplices eran los maestros y los instructores en una mancuerna represiva bien engrasada: uno resguardaba al otro de quejas y rebeldías.
Para lograr la desinformación, el engaño, ningún profesor o directivo se implicaba directamente en actividades represivas por las consecuencias que pudieran traer con los padres. Ellos, los maestros, eran testigos-instigadores de la represión. No solo eso. Los especímenes de estudiantes verdugos eran seleccionados por ellos mismos, y el aval de represor consistía en una edad superior al resto de los alumnos, malas calificaciones, y provenir de familias disfuncionales, violentas. Eran precisamente estas familias, las que ya no esperaban nada de sus vástagos, quienes estaban muy agradecidas a la dirección de la beca y a los maestros, por hacer que sus hijos aprobaran, por lo menos, la secundaria básica[vi]
Si algo bueno debemos los exbecarios a semejantes correccionales, es reconocer a la legua un “instructor-abusador” donde quiera que aparezca y con el discurso que tenga. Le debemos a la beca saber dónde está la confusión, la mentira, la artimaña. Aprendimos para siempre quien es amigo, y quien, enemigo. Hacemos uso de la libertad de palabra sin la hipócrita sentencia de que la verdad debe ser dicha en lugar, tiempo y forma, porque suele ser un ardid para desgraciarnos la vida. Podemos reconocer a distancia, además, a quienes pidiendo sacrificios ajenos, viven como aquellos instructores, con otros “horarios” y en otra “beca”, rodeados de privilegios, y se proclaman salvadores de los demás cuando son incapaces de salvarse ellos mismos de la soberbia del poder absoluto, siempre delictivo. Otros exbecarios, antiguos hermanos de sufrimientos, hoy no son otra cosa que instructores-abusadores reciclados, tardíos. Sabemos, y ellos lo saben, de qué lado de la historia han terminado quedando.
Hace muchos años un amigo se tropezó con uno de ellos en una tienda en La Habana. Era custodio, policía civil. Pero policía, al fin. Su tarea era revisarles el bolso a los clientes para que no se llevaran nada. No lo reconoció: ahora mi amigo era más alto que él, pesada el doble, y hacia ejercicios físicos. La buena alimentación y el ganarse el pan con su propio esfuerzo le daba un aire de autosuficiencia que lo hacía irreconocible a la vista del exinstructor, empequeñecido en todos los órdenes. Mi amigo le dijo quién era y entonces el abusador cayó. Le contó que otro abusador-instructor era un importante líder sindical. “Tremendo dirigente que se ha vuelto fulano”, dijo con orgullo.
Cuando terminó la compra, y mi amigo fue a enseñarle la jaba, le dijo que no era necesario. Y como para que se sintiera inferior, a pesar de haber pagado en CUC y vivir fuera de Cuba, el antiguo instructor de albergue agregó con una sonrisa: “Aquí me la busco fácil, mi hermano. Aquí resuelvo de todo”. Cuenta mi amigo que salió de la tienda con una extraña sensación de recompensa; algo de su dolor había quedado en ese mercado para siempre. Miró hacia atrás. En la puerta de la tienda, el abusador-instructor revisaba bolsa por bolsa a cada cliente para evitar que pudieran robarle a la Revolución.
[i] Dos procesos parecidos pero diferentes. En el reordenamiento cognitivo —que es lo que sucede en las sectas y en la reeducación de prisioneros—, el individuo pasa por varias fases donde cambian sus emociones, pensamientos y conductas, de manera que al final se obtiene un ser humano cuyas ideas-emociones-valores son distintos a los iniciales. El Síndrome de Estocolmo, si bien es un reordenamiento cognitivo, opera en tiempos más breves, y circunstancias donde peligra la vida, la integridad física del sujeto.
[ii] Aquellos muchachos instructores quizás pudieran calificar como psicópatas en potencia, cuyo desarrollo solo podía ser bien visto en ambientes cerrados —también tendientes al abuso— como el ejército y la policía. Ellos no sentían el menor remordimiento al hacer daño, y poseían una falta de empatía hacia sus iguales que permitía el abuso sin justificación alguna. Como bien señalara un colega en estas páginas, El señor de las moscas, de William Golding, es un excelente muestrario de psicópatas empoderados por las circunstancias.
[iii] También los instructores se diferenciaban del resto de los estudiantes por su forma de vestir el mismo uniforme: pantalones por encima de la cintura, zapatos —casi nunca kikos plásticos— relucientes, pañuelo en el bolsillo posterior del pantalón, y este con “filo”, que sus amantes planchaban en el albergue de las hembras. La guapería en el vestir y el hablar, y el caminao, eran sus signos de distinción, caprichoso paralelismo sociológico como los antiguos negros curros cubanos. Ver: Los negros curros, de Don Fernando Ortiz.
[iv] El castigo ejemplarizante era una golpiza. Como un fusilamiento, bastaba que el albergue supiera que el instructor le había inflamado la cara —sentían preferencia por los ojos— a un alumno rebelde. La socialización del terror es un mecanismo aprendido en los hogares de aquellos muchachos, en los cuales la paliza a un hermano acallaba al resto.
[v]Nadie escuchaba, 1987, de Néstor Almendros. Puede verse en YouTube.
[vi] Es curioso que las edades entre once y quince años, en Cuba el tiempo de Secundaria Básica, sea el tiempo donde los chicos son más agresivos, más crueles. Una explicación es su inmadurez y al mismito tiempo, su incapacidad para manejar sus complejos y frustraciones de semi-niños.
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