Batista, «el Indio» (III)
Tercera y última parte de una serie
Los logros del Logrero Mayor en nuestra historia
Sobre los supuestos logros de Batista creo que ya es hora de plantearnos un claro deslinde antes de discutir sobre ellos: la república, como período histórico, no terminó el 1 de enero de 1959, sino el 10 de marzo de 1952: es a partir de esa fecha que se cierran en Cuba las búsquedas democráticas y se imponen, en sucesión, el dominio del Hombre Fuerte, la autocracia totalitaria de un estado de cruzada en busca de la reivindicación nacional, para retornar lentamente a ese mismo dominio del Hombre Fuerte a partir ya del 17 de julio de 1959. Dominio del Hombre Fuerte en el que parece estar condenada a recaer la cultura política de un país gobernado durante demasiado tiempo por capitanes generales nombrados en Madrid, y con facultades omnímodas. Este deslinde de etapas, entre otras ventajas, permite hacer una justa demarcación de méritos: aquellos señalables por la situación de nuestro país en 1956 no le pertenecen al último batistato, sino a la república, en especial a ese nacionalismo realista cubano, profundamente modernizador, que fue el movimiento auténtico, en sus corrientes grausista, priista, o guiterista; herederas todas de los movimientos de protesta estudiantil, sindical e intelectual de los inicios de la década de los veinte.
Económicamente los años cincuenta a partir de 1952 son años de estancamiento económico. En realidad, el último batistato vive de lo acumulado en los cuarenta y se aprovecha de los mecanismos fiscales y financieros que los planes desarrollistas del priismo habían creado desde 1949. Para su uso como herramientas en el saqueo alucinante a que Batista sometió al Estado y a la economía cubanas, pero también para la promoción de un modelo de desarrollo, el maraquero, que necesariamente conducía a exacerbar el resentimiento nacional de las clases medias hasta el punto de una casi segura explosión nacionalista.
Pero es que incluso aunque no se hubiese llegado a esa explosión, en lo mediato, Batista, con sus políticas económicas nos privaba de la posibilidad de aprovechar la futura reubicación global de las industrias a partir de los setenta. Algo para lo que el modelo priista, por el contrario, sí preparaba las bases.
Con Batista aferrado al poder todavía en los sesenta solo se hubieran creado las condiciones para hacer de Cuba un Estado fallido a partir de esa misma década o la siguiente: es de por sí casi seguro que el Ángel Escobar de ese mundo alternativo se habría llamado Pepito Pérez, y sería el zar de los miserables suburbios de chabolas en los alrededores de La Habana. Batista, de haber seguido en el poder, y de haber conseguido además legarlo con tranquilidad a alguno de los suyos, habría terminado por convertir a Cuba en un megagarito, y en la principal base para la producción y distribución de la droga en el Hemisferio Occidental. Nunca en el Tigre del Caribe que, por ejemplo, quizás un Carlos Hevia (el seguro ganador de las elecciones presidenciales de junio de 1952) habría sabido preparar ya desde los cincuentas.
Pero Batista no solo supo aprovecharse del excedente económico creado durante los cuarenta, incluso se atrevió a presentar a la política social del autenticismo como obra suya.
A partir de más o menos de 1934 o 1935, sobre todo tras la caída en combate de Tony Guiteras, Batista, aconsejado por ciertos elementos muy conservadores de las élites políticas cubanas (Carlos Manuel de la Cruz Ugarte), comenzó a promocionarse de revolucionario y hombre de pensamiento social. Así intentó, con cierto éxito, que para los imaginarios populares las inmensas conquistas sociales del Gobierno de los 100 días pasaran a su capital político. En consecuencia medidas como las de la jornada laboral de ocho horas, de Guiteras y Grau, o la del salario mínimo para los cortadores de caña, de Carlos Hevia, o la Ley de Nacionalización del Trabajo, toda de Grau, a las que en su momento Batista seguramente no vio con buenos ojos, dado que lo ponían a él en candela con unos americanos con los que venía flirteando desde el mismo 5 de septiembre, de repente comenzaron a ser presentadas por la propaganda del statu-quo reaccionario-conservador como suyas, en definitiva el “verdadero artífice de la Revolución Septembrista”. Lo cual era tragado alegremente por ciertos sectores de la población cubana, de mala memoria, y a quienes el mulato y guajiro trepado en lo alto del Ejército Constitucional les resultaba más afín que un ilustre profesor de fisiología en la UH, o un individuo mitad americano y mitad descendiente de una de las familias más renombradas de Cuba.
En este propósito de fomentar su imagen de hombre de pensamiento social, Batista pasaría por tres fases: la filo fascista, hasta 1938, en la que apoyó a quienes impulsaban la Ley de Coordinación Azucarera de 1937 (tan positiva para los colonos, en un tiempo en que ya él era uno de ellos); la de acercamiento al comunismo nacional, hasta más o menos 1944, en que le dio amplia libertad a los sindicatos, aunque tras dejarlos casi por completo en manos de su cúmbila Lazarito Peña (con lo cual terminó de cerrar el apoyo electoral que necesitaba para llegar a la Presidencia de la República de la mano de la izquierda y de la derecha); y la más que populista, populachera, que siguió hasta el fin de su último periodo de desgobierno, y que tan fuerte rechazo habría de generar entre la generación adolescente y joven de las amplias clases medias.
Sin embargo, donde es más manifiesta la tendencia de Batista a tratar de apropiarse de los logros de propios o de ajenos políticos, es en sus frecuentes intentos de dárselas de tener una política exterior propia.
Aunque en realidad no puede hablarse en su caso de la supuesta supeditación ridículamente absoluta a los “designios de Washington”, que la historiografía castrista ha pretendido era la única política exterior de todos los gobiernos republicanos anteriores a 1959, con Batista al timón del estado, sea abiertamente o desde las sombras, pero sobre todo durante el último batistato, los objetivos de la misma giraban alrededor de dos grupos de prioridades: la promoción de las oportunidades que de las relaciones internacionales de la república pudieran obtener el jefe de Estado y sus cachanchanes para su enriquecimiento personal; y las de legitimación interna y externa del régimen, para en definitiva alcanzar a seguir robando, o aprovechándose del acceso privilegiado a relaciones personales e información económica y financiera anejos a los cargos públicos usurpados. Prioridades que de por sí condicionaban el carácter de esa política exterior, hasta convertirla más bien en una politiquería.
Debe distinguirse a su vez entre la legitimación que obtenía el batistato de intentar representar a los intereses económicos del país, ya que en definitiva le era imprescindible a Batista mantener medianamente contentas a las clases económicas y al sector obrero, sin cuyos apoyos, o por lo menos no oposición abierta, no podría desgobernar; y la que obtenía de asumir una aparente actitud activa en la esfera internacional.
Un buen ejemplo de decisiones que tenían por sobre todo un interés legitimador del primer tipo lo fue la venta de azúcar a la URSS en 1955. Sin descartar el interés concreto en las tajadas que obtuvo de ese negocio el dueño de centrales, y sobre todo de colonias, Batista accedió a esa venta, que se realizó incluso a 12 centavos la libra por debajo del precio del azúcar en el mercado mundial en ese momento, sobre todo por la necesidad de los hacendados de salir de las enormes cantidades de azúcar que mantenían almacenadas desde 1952. Para Batista tampoco resultaba un secreto que mediante este negocio el Instituto Cubano de Estabilización Azucarera, ICEA, intentaba presionar a Washington, ante el empuje en el Congreso de esa nación de los legisladores americanos que por intereses de los productores o consumidores norteamericanos nos reducían en la práctica la Cuota Azucarera. No obstante, el empeño que puso en que a partir de entonces no se volviera a molestar a Washington por este asunto de la rebaja en la práctica de la Cuota, tras las evidentes señales de desagrado que se dieron desde allá ante la transacción de uno de sus vecinos más cercanos nada menos que con su archienemigo, dan buena cuenta de la real firmeza de la política exterior que Batista intentaba vender, y de los límites de la independencia de la misma.
En propiedad Batista no se subordinaba a los intereses de Washington, si no a los suyos, pero ser fiel a sus propios intereses incluía de manera necesaria no armar jaleos con un país vecino con el que la Isla ha compartido desde el siglo XVIII una relación inextricable. Ahora, esto no significaba subordinación en sí, ya que no implicaba el siempre satisfacer los intereses de los americanos particulares o de Washington, solo ese realismo agudo del delincuente que sabe que lo mejor es no molestar a las autoridades.
Una vez más repetimos que lo de Batista en última instancia era medrar, a costa de quién fuera, y en complicidad con quién más oportunidades fuera capaz de brindar para el medro. Un buen ejemplo de lo dicho está en las razones por las cuales el gobierno batistiano le otorgó la concesión del Túnel de la Habana a la Société des Grands Travaux de Marseille, en lugar de a las empresas americanas que también habían entrado en la puja por obtenerla: no por algo parecido ni de lejos a un pensamiento nacionalista. Para nada fueron los innovadores métodos de construcción de los marselleses los que determinaron esa decisión, ya que a Batista en un final le daba lo mismo si el túnel se hacía a pico y pala o con los más modernos métodos de la época. La realidad es que los mediterráneos aceptaron pagarle una comisión algo más grande de la que le pagarían los americanos (5 millones anuales durante 3 años, según fuentes muy bien informadas).
Toda su palabrería en el Congreso Anfictiónico de 1956, que últimamente ha llevado a algunos respetables intelectuales nuestros a sacar conclusiones un tanto apresuradas, no podemos más que leerla poniéndola en su contexto temporal. En primer lugar, si se revisaran todos los discursos de ese Congreso no se tardaría en comprobar que más o menos todos los oradores latinoamericanos dijeron entonces lo mismo, y que de hecho muchos dijeron con más claridad y determinación lo que Batista con su alambicada y oscura retórica habitual. Pero, es más, si ese Congreso hubiera tenido lugar un año después, y se hubiera invitado al Canadá tory, nos sorprendería comprobar que el discurso más antinorteamericano en Las Américas en ese año de 1957, ya sin Perón en la Argentina, habría sido el de ese país, al que equivocadamente siempre hemos visto desde el sur como un aliado fiel de EEUU.
En Panamá Batista se acomodaba a la moda política de la época, nada más. Una época de autodeterminación, autarquía, descolonización, industrialización doméstica…
Pero hay algo más importante, y tiene que ver con su al principio mencionada habilidad para usurpar méritos ajenos: con este discurso Batista solo intentaba ponerse a tono y no tener que bajar el listón que ya los gobiernos auténticos, con su sí muy activa e independiente política exterior, le habían dejado puesto a su último periodo de desgobierno. Y es que Batista no podía aparecerse en Panamá con algo menos de lo poco que dijo, sin a la vez hacer resaltar a los ojos de todos el hecho de que Cuba ya no proponía doctrinas como la Grau, que pedía la prohibición del uso de las sanciones económicas como forma para presionar políticamente a otros Estados, o que ya no apoyaba abiertamente la lucha contra las dictaduras latinoamericanas, o que ya no era el principal apoyo en el hemisferio de gobiernos como los de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz en Guatemala, tan mal vistos por Washington (viene al caso recordar ahora que el único país que se opuso en este hemisferio a la Resolución 181 de la ONU, que estableció la división de Palestina en dos estados, fue la república de Cuba, presidida entonces por Ramón Grau San Martín).
Y es que no darse su apariencia de contestatario habría sido muy notado en el hemisferio. Recordemos que Batista pretendía para 1956 que su Gobierno era legal y no de facto, y que en esa época en Latinoamérica se rendía honor al lugar común según el cual eran los Espadones quienes llevaban políticas sumisas al capital, y a la capital de EEUU, mientras que los gobiernos electos democráticamente hacían necesariamente todo lo contrario. No dárselas de contestatario, al menos de dientes para afuera, implicaba señalarse por tanto de Espadón; y el caso es que al Indio siempre le gustó más vestir de blanco hacendado que de caqui militar, y para nada le gustaba que lo confundieran con personajes como Chapitas o Marcos Pérez Jiménez.
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