Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Sociedad

De vuelta al asfalto

A hurtadillas, el régimen comienza a cerrar las escuelas en el campo. Nadie pregunta por los padres del fracaso. ¿Será huérfano?

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De ellas debió salir el hombre nuevo. Altruista, probo, intransigente, laborioso, justiciero, culto y siempre revolucionario. De ese dechado de virtudes, nadie sabe cuántas resultaron forjadas en las escuelas en el campo; pero el consenso de las familias es que muchos jóvenes enfrentaron violencia, hambre, promiscuidad, tabaquismo, drogas y alcohol a borbotones.

"Lo que menos hicieron fue aprender", reconoce la madre de Pedro Julián. El joven conserva una cicatriz en su antebrazo izquierdo, resultado de una reyerta a machetazos a fines de los años noventa. "Se me estaba descarriando", enfatiza su madre.

Su familia, que entonces lo sacó del plantel mediante un certificado médico de psiquiatría, pudo reencauzar la vida del joven, nacido y criado en uno de los solares del centro capitalino. Hoy día es mozo de un hotel y gana "sus cuatro pesos decentemente", dice la madre, mostrando el recién planchado uniforme de botones.

PJ no era de los peores. "No podías dejar que te vacilaran o te chulearan a la jevita", recuerda ya en tono displicente.

Como muchos, tuvo que activar su código de hombría para enfrentar los desafíos cotidianos del plantel, donde al caer la noche y con un par de profesores de guardia —tal vez uno sólo— para más de trescientos estudiantes, "se armaba tremenda gozadera", léase consumo de alcohol o de alguna droga —marihuana rara vez—, pastillas anti-Parkinson o brebajes "hechos de matas del campo", que "te dejaban en nota toda la noche".

El resto de la juerga podía o no incluir sexo con algunas estudiantes, individual o grupal, y conciertos improvisados de canto y percusión que terminaban en una delirante danza colectiva. Como remate, alguna discusión, chiste o un acto de abuso podía desembocar en pendencia. Y las pendencias, aunque escasas, trajeron víctimas mortales. Una de ellas, en 1999, en el República de Guyana, un plantel de las afueras de La Habana, en el que estaba matriculado PJ.

Luego, en la mañana, se enfrentaban a un desayuno virtual —un cereal intragable—, con pereza emprendían el trabajo agrícola —"a veces era sólo llevar piedras de un lugar a otro del campo"— y, de vuelta a las aulas, el rendimiento docente era pésimo, con profesores improvisados para más de 40 ó 50 alumnos o las "aburridas teleclases, a las que nadie hacía caso". Un rancho de arroz con chícharos era el manjar cotidiano.

Martí como pretexto

"Al principio había orden y disciplina, comida abundante, recreación y transporte, el salario era decoroso, sentías el respeto de los alumnos. Con el período especial, todo eso desapareció y muchos docentes emigraron hacia otros trabajos en las ciudades, mejor remunerados, o simplemente se metieron en sus casas. No soportaban más", narra OP, profesor de matemáticas desde los años ochenta.

OP merece estar en el hall de la fama. Permanece frente a un aula, porque es "lo único" que le gusta y sabe hacer, aunque reconoce que "nadie quiere enterrarse en un campo por 400 pesos y soportar la mala educación de malhechores con uniforme".

El programa de las escuelas en el campo arrancó a principios de los años setenta. Fidel Castro, su máximo inspirador, llegó a decir que eran instituciones "como jamás las tuvieron en nuestro país ni los hijos de los burgueses".

Fue un proyecto que el régimen intentó basar en la prédica de José Martí, que ponderaba la experiencia laboral en la enseñanza como parte de la formación moral de los estudiantes.

Lo que comenzó siendo una elección para los alumnos y las familias, terminó, a principios de los noventa, en un programa obligatorio para aquellos que accedían al nivel preuniversitario. Había que padecer una enfermedad invalidante para evadir ese destino, o comprar un certificado médico en 50 ó 100 dólares.

De acuerdo con analistas, el gobierno decidió entonces la medida para mantener fuera de las ciudades a una masa crítica de estudiantes, propiciar su control y "alejarla de las drogas, la violencia, el pandillerismo y eventuales revueltas" ante la devastadora crisis servida por el colapso soviético.

Esa misma crisis, aún sin resolver, ahora punzada por la recesión mundial, obliga a las autoridades al desmontaje por etapas de los preuniversitarios en el campo, amplios edificios de tres y cuatro plantas que serán reconvertidos en viviendas, como ya sucede en la Isla de la Juventud.

Ese territorio, a cien kilómetros al sur de La Habana, debe su nombre precisamente a que fue concebido como la meca del programa educacional ahora en disolución. En su apogeo llegó a albergar a más de 30.000 jóvenes, en su mayoría africanos, que atendían espléndidos campos citrícolas.

Según las autoridades docentes, la vuelta a los preuniversitarios citadinos no es el fracaso de una estrategia, sino la imposición de una coyuntura que vuelve insostenible el proyecto rural. Sólo avituallar de alimentos los planteles ubicados en la provincia de La Habana cuesta unos 800.000 CUC mensuales, mientras que trasladar semanalmente a los estudiantes, y diariamente a los profesores, significa una sangría anual de dos millones de CUC, tan sólo por concepto de combustible.

Realidad y fantasía

Pese a los rumores de algunos meses, la medida tomó a muchos por sorpresa. "Nunca pensé que se decidieran, aunque sabían que era un disparate aquello", dice una madre, feliz porque su hijo escapó del régimen becario y lo podrá tener ahora "bien controlado".

El nuevo esquema es un viejo esquema. Conserva la mancuerna estudio-trabajo, porque los alumnos marcharán a programas agrícolas por siete semanas, el llamado "plan la escuela al campo", que comenzó a fines de los sesenta, por noventa días en Camagüey, adonde iban a parar estudiantes habaneros luego de un viaje en tren de 18 horas.

Los medios callan la novedad y al cabo de treinta años ponderan la experiencia.

"Libertad, responsabilidades, convivencia, educación, estudio, trabajo y amores, son sólo algunos de los cambios que se suscitan en un número elevado de jóvenes cubanos que optan por los Institutos Preuniversitarios en el Campo [IPUEC]", se lee en uno de los números más recientes de la revista mensual Somos Jóvenes.

Una beatífica visión que no es compartida por otra publicación oficial, la centenaria Bohemia, que el año pasado publicó un reportaje rociado de críticas sobre la funcionalidad de los llamados IPUEC, que actualmente suman unos 350 en toda la Isla.

"La razón de ser de estos institutos está anclada en vincular el estudio con el trabajo, como principio martiano. Pero, en menos de la mitad de las escuelas visitadas por este equipo, los estudiantes realizaban labores agrícolas con regularidad", aseguró la revista.

Citada en el reportaje, la viceministra de Educación, Kenelma Carvajal, reconoció las debilidades del programa. "Sé que los centros internos tienen detractores y que en este minuto hay muchas cosas que pudieran ser diferentes. Pero tenemos escuelas que son ejemplo y estudiantes con una real cultura económica; por eso podemos decir que es posible lograrlo".

En la galería de detractores, a los que hace alusión la funcionaria, aparecen caras disímiles.

Hace más de una década, la Iglesia Católica, mediante su cabeza más visible, el cardenal Jaime Ortega, opinó que debe existir "el derecho de la familia, y también del muchacho y la muchacha, de optar por la permanencia en el hogar", y que "ni la psicología moderna, ni la experiencia acumulada indican que la separación forzosa del hogar ayude a la formación" de los jóvenes.

Pero el escopetazo de mayor calibre provino de un flanco inesperado: el de un amigo personal de Fidel Castro. Hablando en el congreso de escritores y artistas, en abril de 2008, el octogenario Alfredo Guevara, un teórico y fundador del cine revolucionario, lanzó preguntas sin precedentes en un escenario permitido:

"¿Puede la escuela primaria y secundaria y el pre, tal y cual han llegado a ser, regenteadas por criterios y prácticas descabellados e ignorantes de principios pedagógicos, psicológicos elementales, y violadora de derechos familiares, ser formadora de niños y adolescentes, y por tanto fundar futuro?".

Muchos todavía aguardan las respuestas, pero la realidad obliga a cambios. Hay anuencia en un punto. Que nadie pregunte por los padres del fracaso. Será huérfano.


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