Actualizado: 23/04/2024 20:43
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«El león de Oriente»

Cuba dijo 'gracias' a Pedro Meurice con una atronadora ovación en la Catedral de Santiago. El sacerdote José Conrado retrata al ahora arzobispo emérito.

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A lo largo de todos estos años (mis 12 años de seminarista y 31 de cura), logramos tejer una amistad, marcada por mi parte por un profundo respeto hacia este hombre adusto y tímido, al que no se le llega muy fácil. Una coraza protectora hace difícil llegar a su corazón. Así lo educaron en el seminario, así llegó a ser, como él mismo dice, por su oficio de secretario… "el que guarda los secretos". Entre los amigos sacerdotes le llamamos el búho, porque puede oír y mirar sin dejar traslucir un sentimiento, una desaprobación o aprobación… pero escuchar, escuchar, ese difícil oficio de hacer silencio para que el otro sea.

Monseñor Meurice no es hombre de decisiones rápidas. Piensa y repiensa las cosas. Es más hombre de pensamiento que hombre de acción. A lo largo de estos años su pastoreo se ha caracterizado por dar mucha libertad a cada sacerdote o agente pastoral (a veces uno podría dudar si está haciendo las cosas bien. El arzobispo no felicita, ni casi aconseja, a no ser que uno le pregunte directamente).

Fiel a su conciencia

Hace unos días, el secretario del consejo pastoral, un religioso muy competente, coordinador de las reuniones pastorales de la diócesis, en la despedida de las comisiones al arzobispo, dio este testimonio: A lo largo de tantos años de trabajo, comprobó que cuando no tuvo en cuenta las advertencias o consejos del obispo, falló. Sin embargo, el obispo nunca le echó en cara que se hubiera "destarrado" por no haberle hecho caso.

Cuando yo, obedeciendo a mi conciencia y ante el sufrimiento de mi gente, me lancé por el espinoso camino de la denuncia profética, tuve oportunidad de comprobar lo dicho por el coordinador de pastoral. En muchas ocasiones discutimos, incluso hasta acalorarnos. El arzobispo no siempre estuvo de acuerdo con mis pronunciamientos o mis acciones.

Recuerdo en una ocasión en que, incluso, llegó a advertirme de que me desautorizaría públicamente ante mis comunidades de entonces, si yo tocaba ciertos puntos en mis homilías. Le respondí: "Jamás tendrá usted que llegar tan lejos, basta que usted me lo pida y yo obedeceré. Pero sepa que si antes actué como lo hice fue en obediencia a mi conciencia y por cumplir con mi obligación de pastor". Monseñor se echó a llorar y me abrazó llorando. Me dijo que él también había tenido que callar en más de una ocasión, aun sin querer, porque también era hijo de la obediencia.

En más de una ocasión esto fue motivo de conversación (y discrepancia) entre nosotros. Yo le decía que él tenía un sentido militar de la obediencia, pero que para nosotros, los cristianos, la obediencia pasaba por el ejercicio de la responsabilidad personal, de la fidelidad a la voz de la conciencia. "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres", le decía. En medio de mi difícil pastoreo en Palma Soriano y Contramaestre, llegué a sentir una enorme preocupación de si estaba cumpliendo la voluntad de Dios o sencillamente estaba reaccionando visceralmente ante la injusticia. Y bien sé que la ira del hombre no edifica el Reino de Dios.

Por aquellos días vino el obispo Rivera y Damas, auxiliar y amigo de monseñor Romero, el santo obispo salvadoreño, mártir por su fidelidad a Dios y al pueblo. Nos vimos en La Habana y le pedí hablar en privado. Le conté mi caso y mis cosas, y él, con mucha paz, me dijo: "Romero pasó por esas mismas inquietudes que usted. Pero él llegó a tener claro que aunque algunos, incluso dentro de la misma Iglesia, no lo apoyaran, o incluso lo criticaran, él debía ser fiel a su conciencia. Cuando él rezaba y meditaba las cosas ante Dios, y las conversaba con gente de Dios, si veía claro la voluntad de Dios, hacía lo que su corazón iluminado por la fe y la Palabra, le decía".

A pesar de nuestras divergencias ocasionales, sentí siempre el apoyo de monseñor Meurice. Y es que en el fondo, él respeta profundamente la libertad y la responsabilidad de la gente, sobre todo cuando sabe que brota de fuente limpia y de la voluntad de ser fieles al Evangelio. Él superaba sus conceptos "militares" de obediencia, porque él mismo es profundamente obediente a la Palabra de Dios.

La ida y la vuelta

Cuando las cosas en Palma Soriano y Contramaestre se pusieron bien difíciles a raíz de mi Carta Abierta a Fidel Castro y por las denuncias a las constantes violaciones a los derechos humanos que ocurrían en aquella deprimida región de nuestra empobrecida provincia, monseñor tomó la decisión de mandarme a estudiar fuera.

Para mí fue muy duro dejar a mis queridas comunidades, en las que tanto había trabajado. Y más duro aún, porque hacía pocos meses habían llegado a mis parroquias las hermanas de la Caridad de la Madre Joaquina de Vedruna, después de mucho luchar para tener esas monjas, con las cuales hice un empate inmediato y muy profundo. Pero comprendí. Y finalmente acepté.

Salí para mi "destierro dorado" en Salamanca (España), en septiembre de 1996. En la última de una serie de "conversas" con el obispo sobre si debía salir a estudiar y qué debía estudiar, Meurice me dijo, ya al punto de perder su proverbial paciencia: "José Conrado, te tienes que ir. Si quieres, estudia 'corte y costura' o lo que te dé la gana, pero te tienes que ir". Después de eso, por supuesto, no hubo mucho más que discutir. Salí por dos años a estudiar Periodismo y terminar la Licenciatura en Teología en la Universidad de Salamanca.

Dios me concedió poder volver a Cuba para la visita del papa Juan Pablo II. En el mes de octubre de 1997 había esperado a monseñor Meurice en Miami, a donde él viajó para visitar a su familia. Mis clases habían comenzado en Salamanca, pero perdí los primeros días con tal de conversar con mi obispo. Nos encontramos en casa de María Cristina Herrera, una querida amiga común. Por más de una hora conversamos… por decirlo de alguna forma. Porque si él dijo cuatro frases, dijo mucho.

Le expuse mi pensamiento: "sería una vergüenza que el Papa venga a Cuba y nadie le diga la realidad de lo que el pueblo está sufriendo". Le dije que "a mi entender, si él, Meurice, no hablaba, nadie se atrevería a hacerlo". Que como primado de la Iglesia era a él a quien correspondía. Y que yo pensaba que eso era lo que hubiera hecho Pérez Serantes.

Terminé diciéndole: "Yo espero que el León del Oriente ruja". En aquel largo monólogo se le llenaron los ojos de lágrimas en más de una ocasión. Me miraba fijamente, entrecerrando los ojos o abriéndolos, según el curso de la conversación. Oyó, sin decir una palabra, mi larga perorata.