Actualizado: 28/03/2024 19:45
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Inmigración

La migración, el amor y el sexo

La ciudadanía secuestrada que sufren los emigrantes es la contrapartida perfecta de la ciudadanía incompleta que afecta a los habitantes de la Isla

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Entre las buenas cosas que he visto en Internet en estos días figura un dossier publicado por Espacio Laical sobre la emigración cubana. Creo que es altamente meritorio que sus editores se hayan propuesto discutir un tema tan complejo, ofrecer diagnósticos, e incluso adelantar propuestas superiores a la visión utilitaria que el Gobierno cubano ha estampado sobre el tema. Y que para ello hayan convocado a un grupo tan selecto de expertos, algunos de los cuales son viejos amigos que siempre recuerdo con placer y respeto.

Todos ellos han puesto sobre la mesa opiniones calificadas para discutir el tema migratorio. Han retado consistentemente los enfoques oficiales sobre los migrantes, que los describen, según los casos, como bestias pardas, mansos remesadores o partisanos abnegados. Y nos han presentado una visión superior de los migrantes —al menos de la mayoría de ellos— como sujetos de derechos y partes incondicionadas de la nación cubana. Todo lo cual es un excelente punto de partida para imaginar hasta dónde queremos llegar.

Recomiendo sinceramente a los lectores repasar este dossier.

Quizás lo más atractivo de su discusión es la diversidad de opiniones que delatan experiencias personales diversas, y no menos diversas perspectivas de futuro. Pero hay también notables coincidencias sobre tópicos candentes, lo que nos habla de la generación de un consenso sobre un tema complejo que requerirá mucha energía política en el futuro. Pero hay una omisión común que resulta insinuante, dada la propia diversidad de posicionamientos políticos de los opinantes. Una omisión que parece derivarse del apego de todos (o al menos casi todos) a una propuesta de transición ordenada que implica, inevitablemente, un discurso de conciliación y concordia. Una omisión que me hizo recordar aquello que decía Alan Wolfe de los liberales del siglo XIX: pasaban todo el tiempo, como las novelas rosas victorianas, hablando del amor carnal sin mencionar jamás al sexo. Y como sin el sexo el amor carnal no se sostiene, hay ocasiones específicas en que el dossier semeja más un tierno rosario de buenas intenciones que un análisis objetivo de la dura realidad.

Desafortunadamente resulta una cara omisión pues se trata de la denuncia explícita de la política migratoria cubana como un inmenso mecanismo de expropiación de derechos de los cubanos y cubanas, de represión, de coacción social y de abusos fiscales. Y esto es válido tanto para los cubanos insulares como para los emigrados: la ciudadanía secuestrada que sufren los emigrantes es la contrapartida perfecta de la ciudadanía incompleta que afecta a los habitantes de la Isla. No podía ser de otra manera, sencillamente porque una y otra condición son resultados de un Estado que se coloca por encima de sus ciudadanos para administrar sus derechos civiles y políticos, los que confisca, delega y revoca según las circunstancias.

En esta omisión y sus derivados quiero concentrar mi comentario en el breve espacio disponible.

En primer lugar quiero discutir la manera como se aborda la cuestión migratoria en relación con el diferendo Cuba/Estados Unidos. Me temo que en este sentido casi todos los analistas hacen lo mismo que la academia oficial cubana ha estado haciendo por décadas: disolver la migración de manera preferente en esta relación, tan conflictiva como desigual, entre ambos Estados. Y al hacerlo, obstruyen el camino para un debate nuevo sobre el tema.

Las personas que me conocen, saben de mi posición crítica de la política norteamericana hacia Cuba, tanto en los inicios de la Revolución —cuando efectivamente lo era, con mayúscula— como ahora cuando ya no hay revolución alguna. Estados Unidos ha cometido actos deplorables contra la nación cubana. Pero todos ellos juntos no justifican una sola de las medidas arbitrarias adoptadas por el Gobierno cubano —muchas de ellas aún vigentes— contra la población emigrada. Desde mi punto de vista, aún en el peor momento de su enfrentamiento a las políticas hostiles estadounidenses, el Gobierno cubano debió haber asumido una actitud de más responsabilidad ante su migración nacional. Es cierto que Estados Unidos utilizó a la emigración como un arma injerencista contrarrevolucionaria. Pero aún es más cierto que ningún gobierno tiene derecho a decretar la salida definitiva de un ciudadano del país donde nació.

Pero desde los 70, cuando quienes salían ya no eran las alegadas “clases dominantes proimperialistas”, sino puro “pueblo”, y nada indicaba un peligro externo inevitable, la irresponsabilidad se convirtió en un crimen político aborrecible. Y desde entonces el Gobierno cubano ha manipulado efectivamente el asunto migratorio para todos los fines, internos y de política exterior. Ha utilizado los expedientes de olas migratorias salvajes para fines políticos y en contra de la seguridad de su población. Ha usado a los migrantes potenciales como blancos de las movilizaciones callejeras y de la exacerbación nacionalista. Ha manipulado a la emigración para construir estereotipos maniqueos y presentarlos ante la población desinformada como los enemigos naturales de la “patria”. Y, lo que pudiera ser aún más humillante, el tema migratorio ha sido un mecanismo de explotación fiscal de los migrantes y de imposición a estos de coyundas políticas, entre otros aspectos de una compleja y trágica situación que ha acarreado muchos sufrimientos a la sociedad cubana.

En la actualidad no existe ninguna razón de seguridad nacional que explique limitaciones al derecho a las personas al libre movimiento, y a los nacionales a regresar a sus lugares de nacimiento. Más aún cuando recordamos que esa “seguridad nacional” ha sido definida unilateralmente por una élite autoritaria e inapelable que a lo largo de cinco décadas ha expuesto a la sociedad cubana a peligros descomunales, que incluyen atizar una conflagración nuclear, participar en conflictos militares de ultramar que no nos pertenecían y conducir al país a una hecatombe económica que nos lanzó a procesos aún no superados de empobrecimiento masivo.

No pueden existir limitaciones para nadie, por razones políticas o profesionales. No es posible sostener una política migratoria que enclaustre a un médico o a una enfermera que ha estudiado en el país y ha realizado su servicio social. Sencillamente porque el profesional que estudió en Cuba no lo hizo gratis, ni ninguna entelequia llamada “revolución” pagó los costos. Los pagó su familia trabajadora, mediante la plusvalía que les extrajo el Estado-empresario. Llevar a este nivel el esfuerzo por lucir conciliador, y justificar por consiguiente la limitación de derechos a nuestros compatriotas, me parece poco considerado.

Pero menos considerado aún es pedir a los migrantes que focalicen su atención en demandar a los gobiernos receptores una mejor disposición en sus relaciones con la Isla —o sea demandar al Gobierno estadounidense el cese de toda restricción en esta área— y en enrolarse en campañas políticas del Gobierno cubano. Sobre todo cuando tenemos en cuenta que del otro lado del canal hay un Gobierno con un pésimo historial de relaciones con los migrantes y que ha anunciado una reforma sin tomarse el trabajo de explicar hacia dónde va, ni de preguntar hacia dónde quieren ir los afectados. Y aunque no dudo que hará alguna consulta en este sentido, todos sabemos que será en el marco de esas reuniones de partisanos aquiescentes en los que se encuentra un Gobierno en nombre de una nación sin derechos y unos pocos adeptos en nombre de una migración marginada.

Finalmente, una cuestión que me pareció muy interesante es cómo se trata el tema del estatus de los cubanos emigrados. Lo cual es vital para entender la esencia de este proceso y por donde hay que empezar la búsqueda de soluciones. Es cierto, como dicen algunos, que en toda migración los factores económicos y políticos se mezclan. De manera que cuando cualquier cubano emigra —como un guatemalteco— está huyendo de su pobreza o de la escasez de perspectivas, pero también huye del sistema político que protege esas condiciones adversas a su desarrollo personal. Sin mencionar a los clásicos exiliados, es decir, los que tuvieron que abandonar Cuba por razones políticas, ideológicas, culturales, etc., que ponían en peligro sus existencias como individualidades.

Eso hace a cada cubano emigrado de alguna manera un exiliado. Pero más allá de esta generalidad, creo que lo que distingue a la inmensa mayoría de los cubanos emigrados es que son desterrados. No porque, como sugieren algunos analistas, no puedan regresar a la Cuba que ya no existe y vivan de la nostalgia de otra Cuba, sino porque muchos de ellos no pueden regresar a la Cuba que existe en la actualidad. Y si mantienen la imagen de una Cuba que no existe no es porque sean más conservadores o atrasados que los dominicanos o los salvadoreños, sino porque no tienen ninguna versión actualizada que les permita revalidar la visión de la patria que todos los emigrados añoran.

Aquí no caben vericuetos retóricos: los emigrados cubanos son unos expropiados de cuerpo entero. Al salir lo pierden todo. Les quitan desde las magras propiedades que los cubanos comunes pueden llegar a tener hasta los no menos magros derechos ciudadanos que la constitución les concede. Y aun cuando reciban autorización para regresar al país en que nacieron, la inmensa mayoría sabe que solo lo puede hacer bajo determinadas condiciones: por unos pocos días en el año, pagando precios exorbitantes por los servicios consulares y acatando los cánones gubernamentales de buen comportamiento político. A menos que la persona pertenezca a alguna minoría privilegiada, por ejemplo, que sea artista o escritora, esté acogida al pacto castrante de la UNEAC y se proteja con eso que alguien llamaba “la madurez política” del ministro de Cultura.

No soy partidario de etiquetar el presente con los retazos de la historia, pero me temo que si hablamos de una migración con vocación patriótica y martiana, no nos quedará más remedio que recordar que la principal tarea de José Martí en su exilio fue organizar la guerra necesaria contra la tiranía española. Y que lo hizo en nombre de aquel amor a la patria que definía como el odio eterno a quien la oprime.

Claro está que no recomiendo guerra alguna, es solo un juego metafórico. Yo también, como Espacio Laical y como al parecer todos los concurrentes a este foro, soy partidario de la transición ordenada. Pero a diferencia de Espacio Laical, y posiblemente de los ilustres comentaristas, yo enfatizo la transición, no el orden enquistado en un sistema autoritario tras cuyas peroratas socialistas se produce la conversión burguesa de la élite postrevolucionaria.

Y por eso, a riesgo de parecer procaz, cuando hablo del amor estoy obligado a mencionar el sexo.


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