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Rubén Rodríguez González, Literatura, Cuentos

Otra manera de narrar

Con El año que viene, Rubén Rodríguez González ha logrado un libro sólido y discreto, signado por la contención, el minimalismo y una marcada preocupación estética

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En el breve texto que aparece en la solapa de El año que nieve (Premio Alejo Carpentier, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2019, 143 páginas) se lee: “Libro sólido y discreto, signado por la contención, el minimalismo y una marcada preocupación estética”. Y aunque pueda argumentarse que la solidez de una obra literaria no suele asociarse a la discreción, ese es justamente uno de los aciertos logrados por Rubén Rodríguez González (Holguín, 1969) en esos once cuentos.

El año que nieve constituye el pivote de una copiosa producción narrativa, integrada por seis colecciones de cuentos (Eros del espejo, 2001; La madrugada no tiene corazón, 2006; Unplugged, 2014; El tigre según se mire, 2016; Pintura fresca, 2017; Los amores eternos duran solo el verano, 2019) y las novelas Majá no pare caballo (2003) y Gusanos de seda(2006). Títulos por los cuales su autor ha sido reconocido con premios como el Cirilo Villaverde, La Edad de Oro, Ismaelillo y de la Crítica.

No conozco la obra precedente de Rodríguez González, así que me limitaré a citar de nuevo el texto de la solapa. De acuerdo a lo que allí se expresa, en el contexto de su producción El año que viene marca otro derrotero literario, una variación de estilo, otra manera de narrar. Por su parte, el escritor ha declarado acerca del mismo que “es un libro sin estridencias, de encuentros y desencuentros, de dolores cotidianos y decisiones cruciales que se toman sin hacer ruido”. Algo que, como comentaré a continuación, su lectura me ha venido a confirmar.

En esas palabras, Rodríguez González dio una definición ajustada y clara de la poética como narrador que rige el libro. La temática de sus cuentos transita por un abanico de sucesos cotidianos que tienen lugar en la Cuba de hoy. Son historias que se nutren de esa realidad, pero que no se hipotecan a ella. Con esto quiero decir que en ellas están ausentes las usuales pinceladas de retratos costumbristas y el lenguaje pretendidamente popular. Posee el escritor el don de contar desde una tercera persona que nunca alza la voz y que se mantiene a la distancia justa:

“La mujer no dijo nada. Su rostro era una muralla inescrutable. Se quedó parada en la puerta y con la mano hizo un gesto vago, que pudo ser un adiós. Al salir, Eloísa descubrió que el sol había ascendido hasta el centro del cielo. Le esperaba un largo trecho camino a casa. Se enjugó el sudor con su pañuelo y se remangó la blusa del brazo de la cartera. Sintió sobre su cuello la mirada de la mujer, quizás los ojos escurridizos de la nieta. No se había tragado el cuento de que no estaba en casa. Había olido su aroma de ramera, la había adivinado detrás de alguna cortina en aquella casa sin puertas. No tenía que verlas para descubrir su presencia en el tufo del cigarro suave, el perfume chillón, la música demasiado estridente o alguna descarada prenda íntima colgando en alguna parte”.

Contados desde la perspectiva omnisciente

Coherentes con el estilo con que se cuentan sus historias, los personajes llevan sus problemas, penurias y angustias sin hacer ruido. Así, lo hace, por ejemplo, la protagonista de “Domingo”, cuya existencia se reduce a la monotonía de las labores hogareñas. Similar callada resignación muestran las mujeres de “Homenaje” y “Suburbana”. La primera se ha consagrado por completo a su esposo, un profesor que fue expulsado de la universidad y condenado al ostracismo, y que “a veces la acompaña”. La segunda busca inútilmente llenar su soledad y su necesidad de amor con un hombre casado a quien solo le interesa el sexo. En toda esa galería de personas que sufren y toman decisiones calladamente, la excepción es Pombo, el parlanchín y fanfarrón personaje de “El encargo”.

A excepción del cuento del cual el libro toma su título, los demás están contados desde la perspectiva omnisciente. Sin embargo, una lectura atenta advertirá que no se trata del mismo narrador. Rodríguez González logra incorporar inteligentes detalles que denotan variedad. En unos textos, la narración y los diálogos se combinan. En cambio, en “Jabón” se prescinde totalmente de los últimos. En “El vecino”, al principio se incluye una relación de las razones probables que llevaron a “ella” a acostarse con su vecino. Y en “Homenaje”, la voz narrativa emplea exclusivamente la conjugación del futuro. En fin, se trata, como ya apunté, de un aspecto que para muchos pasará inadvertido, pero que el escritor ha trabajado muy bien.

Quiero referirme de nuevo al estilo mesurado y sin estridencia que adoptó Rodríguez González. Eso le da a su escritura una sencillez que es solo aparente. Detrás de ella hay una esmerada labor de síntesis y depuración de todo lo superfluo. De esa preocupación estética, el resultado es la diafanidad expresiva que distingue a estos cuentos. El escritor trenza sus narraciones con una naturalidad que resulta tan eficaz como admirable. También conviene hacer notar que en sus textos hay mucha materia insinuada y sugerida, en lugar de explícitamente declarada. Esos y otros valores han cristalizado en esta colección de cuentos redondos y memorables que es El año que nieve.