Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Literatura

Estudiarla para destruirla

Las muchas analogías entre la lengua del nacionalsocialismo y la del castrismo delatan la naturaleza totalitaria de ambos regímenes.

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La barbarie del nacionalsocialismo condicionó, a contrario, algunos de los clásicos de la filología europea del pasado siglo. Escrito cuando su autor se encontraba refugiado en Estambul, Mímesis reacciona afirmando la necesidad de preservar la tradición de la literatura realista occidental que encarnaba los valores humanistas de la cultura europea.

También Ernst Robert Curtius, en Literatura latina y Edad Media europea, reconstruía minuciosamente los orígenes de aquella tradición que remontándose a la encarnación de Cristo superaba el ámbito de la cristiandad para nutrir esa idea de Europa que ya, a raíz de la Gran Guerra, muchos intelectuales relevantes habían reivindicado como una irrenunciable herencia espiritual. Se trataba, para ambos filólogos alemanes, de oponer la literatura comparada con su utopía goetheana de Weltliteratur al ultranacionalismo fascista; el valor moral de la biblioteca a la quema de libros en nombre de la tierra y de la sangre.

Es de suponer que de haber podido continuar con su obra sobre la ilustración francesa, Víctor Klemperer habría convertido, de la misma forma, el estudio del iluminismo en una denuncia de un estado de cosas que él sufría, no ya como exiliado sino como víctima de la represión nazi en Alemania. Pero cuando, por su condición de judío, se le prohíbe utilizar la biblioteca y se ve forzado a abandonar aquel trabajo de su vida, sus apuntes sobre la lengua del Tercer Reich absorbieron toda su dedicación intelectual y se convirtieron en una especie de tabla de salvación, más preciosa a medida que su situación se dificultaba.

Erich Auerbach termina Mímesis lejos de su biblioteca, sin poder consultar de nuevo muchos de los materiales que incorpora a su gran summa; desterrado de la biblioteca, Klemperer convierte en su objeto de estudio esa lengua que lo rodea y lo condena. Cultivada en condiciones precarias, en ambos casos la filología —disciplina desinteresada y plena de ilusiones decimonónicas— adquiere un plus de pasión y de urgencia; entona entonces su canto de cisne en el ecuador de un siglo cuya aventura intelectual discurre por otros derroteros.

Un presente arrasador

La lengua del III Reich. Apuntes de un filólogo resulta una magnífica demostración de aquel pensamiento antitotalitario de Simone Weil, según el cual "nuestra debilidad puede, en verdad, impedirnos vencer, pero no puede impedir comprender la fuerza que nos aplasta. Nada en el mundo puede prohibirnos ser lúcidos". El libro de Klemperer es ciertamente un dechado de lucidez, valioso no sólo por sus numerosas notas sobre la jerga nacionalsocialista, sino también por incluir la curiosa peripecia de una investigación donde el objeto a analizar no es pasado perfecto sino un presente arrasador que viene al encuentro del filólogo.

En una conversación con una antigua colega de la universidad, a través de los altavoces que divulgaban los discursos de Goebbels, o en una breve charla con un campesino alemán en los últimos días de la guerra, Klemperer se topa —azar y necesidad mediante— una y otra vez con las palabras y expresiones que han inoculado el virus en la gente ordinaria, y es siempre a partir de esas unidades significativas de la lengua del Tercer Reich que consigue llegar a los orígenes intelectuales del nazismo en la filosofía de la vida, la revolución conservadora y el romanticismo alemán.

A esa tradición de la exaltación y la violencia, se opone el tono mismo de unos apuntes que, escritos en medio del peligro mayor, huyen sin embargo de todo patetismo. Si el totalitarismo reclama la participación y la síntesis, Klemperer se aferra al análisis, evidenciando, por contraste, que el nazismo no representa la necesaria consecuencia de la ilustración —como sugiere Theodor Adorno—, sino más bien la de una tradición específicamente alemana, en la que la resistencia reaccionaria a la ilustración y la voluntad de asimilar la tecnología produjo esa mezcla explosiva de temas románticos y modernistas que el agudo filólogo no deja de señalar como característica de la LTI (Lingua Tertii Imperii).

El bueno de Klemperer nos sorprende, sin embargo, con su valoración positiva del bolchevismo. Según él, los nazis usan la técnica para esclavizar el espíritu, mientras que los soviéticos lo liberan. Pero Klemperer no conocía los horrores del estalinismo y seguramente estaba agradecido al Ejército Rojo por su decisiva contribución a la derrota de la Alemania hitleriana; para aquellos que la sufrieron como él sufrió la LTI, la lengua del comunismo triunfante —aquella donde el enemigo de clase pasó a convertirse en "enemigo del pueblo"— debió resultar igual de represiva y ominosa.

Más allá de la comparación fáctica de dos libros negros igualmente abultados, hoy acaso habría que darle la razón a Camus cuando señaló en 1952 que el estalinismo era peor que el nazismo precisamente por aquel espejismo de los fines que legitimaba el despotismo en nombre de la humanidad y la libertad.


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