Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Esperando a Carilda Oliver

'Carilda Oliver Labra: La poesía como destino', de Urbano Martínez Carmenate: Los hechos biográficos van por un lado y la interpretación por otro.

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Se van a cumplir dos años de la publicación de Carilda Oliver Labra: La poesía como destino, de Urbano Martínez Carmenate, y apenas si tenemos noticia crítica de una biografía tan esperada. Situación extraña. Se diría que nadie se atreve a romper el cerco mediático del silencio. Rompámoslo.

A fin de cuentas todos los reparos y salvoconductos de esta biografía parten exclusivamente del material de derribo que usa y de la mentalidad del biógrafo que, sabiamente, nos dirige hacia eso que llama, enfáticamente, "cánones de la verdad". Oportuna expresión esta que nos remonta a los tiempos felices de Hesíodo, cuando los criterios infusos de los dioses pululaban sobre las aguas y al pobre mortal le sobraban los artilugios de pesca porque le bastaba con alargar el cazo y atrapar en trusa a la mismísima verdad.

Conociendo a la poetisa matancera, los mitómanos, los politizados, los poetas y los amantes del género biográfico esperaban algo contundente o al menos un relato que, en clave de humor, desvelara las proximidades y las lejanías. Pues no. Lo accidental, lo doctrinal y dogmático, y sobre todo la explicación de la historia como paradigma social, se ha impuesto sobre la frescura de unos hechos y de una personalidad que prometía desbordamiento por los cuatro costados.

Las esencias y los atributos, con los detalles más sabrosos de una vida pletórica y resuelta, desfilan aquí mansurrones, aburridos, mustios, contradictorios, repetitivos —de hecho, aquí nada especial se añade que la propia Carilda no haya contado a cualquiera de sus visitas, incluido al pinareño que suscribe—, e increíbles, porque los intereses de la poetisa y de la poesía, como mucho, nos sitúan ante una especie de capricho de una mujer testaruda.

Tratado antibiográfico

Al leer el tratado canónico de Urbano Martínez Carmenate, me cuesta reconocer aquí a la Carilda que yo percibí en aquellas sesiones que precedieron a la publicación del número monográfico que le dedicó la revista Vitral. Una tirada, por cierto, prohibida en Cuba, y rehusada a pesar de su machacona inocencia.

La mujer que nos franqueó su casa y las claves de su existencia poética, en 1999, nos sorprendió con una vitalidad tocada por el donaire, agilizada por una anécdota ágil y chispeante, remisa a cualquier tipo de etiquetado, divertida hasta en las conjeturas, de una ironía festiva que encajaba con deportividad la historia y hasta los fatales desencuentros, solidísima en sus convicciones, y sobre todo de una seriedad radical cuando hablaba de poesía y de su realización como poeta.

Nada de extraño, por tanto, que los introitos a esta biografía canónica —reitero lo de canónica por su pretensión oficialista y reglada— hayan sido tensos y de una pugna constante hasta el final, como se escenificó delante del público en la presentación de Cárdenas, entre biógrafo y biografiada.

Mientras que para el primero conseguir el nihil obstat del Ministerio del Interior cubano constituía la principal aspiración, para la poetisa matancera el deterioro dialéctico y el personal se centraba, esencialmente, en el tratamiento de una exposición biográfica que escogía los detalles más inocentes para construir el tratado más antibiográfico que sobre ella podría erigirse: hacer de la poética y del verso una cuestión sometida.

Sin duda, el precedente de Nicolás Guillén —que sirve lo mismo para un roto que para un descosido— obnubiló el resultado final del biógrafo. Actitud persistente que Martínez Carmenate quiso repetir de nuevo cuando intentó escribir, con idénticos criterios, la biografía de Alejo Carpentier. La viuda del novelista, vistos los resultados con la Oliver, se apeó a tiempo de aventura tan arriesgada.

Después de varios años, cuando arreciaban desde ámbitos interesados las preguntas por una biografía que no acababa de cuajar, y cuando las presiones políticas se hicieron ineludibles, consintió Carilda Oliver en la publicación de este libro, únicamente bajo unos criterios de rectificación que, como todo el mundo sabe, una vez pactados, el biógrafo no varió sustancialmente.

En este sentido, no deja de ser chocante que el único comentario que conozco hasta ahora —digital, por cierto—, que firma Tania Díaz Castro, formule un ataque frontal contra la poetisa porque en la biografía no se recoge, al parecer, el indispensable testimonio que ella, la señora Díaz Castro, proporcionó al biógrafo y que rechazó la matancera, y porque la poetisa aquí no se posiciona frente al régimen del modo obtuso que a Tania Díaz le gustaría. Pero Carilda no es inexperta en eludir señuelos, excesos, provocaciones o dictados, tanto si vienen por parte de los mentores del régimen como de quienes lo combaten.

Al diktat de lo políticamente correcto

De las múltiples lecturas que tiene la biografía de Martínez Carmenate, me quedo con tres por servir de utensilios prácticos para completar esa elegante cubertería —arte de trinchar la historia— que exhibe el preclaro biógrafo. La primera, de corrida y como para hincar el diente en la cáscara del meollo histórico, produce cierta perplejidad y afecta al modo de decir.

Que alguien en pleno siglo XXI recupere el estilo y la retórica expositiva de primeros del siglo XIX es algo meritorio, sin duda. Y que, además, lo haga al diktat de lo políticamente correcto y sin desviarse un ápice de la ortodoxia más bruñida, doblemente meritorio por lo que supone de renovación en la retaguardia del XX.

La segunda lectura, ya con papel y lápiz, y separando cuidadosamente las semillas de los gajos, afecta concretamente a lo que se dice. Uno percibe con meridiana claridad que los hechos biográficos van por un lado y la interpretación del biógrafo por otro. No importa que muchas veces no tengan nada que ver o que se interpongan para hacer historia revuelta y ganancia de pescadores. Lo decisivo aquí es aquello que se escoge, que se arrastra con fórceps de la historia particular para que coincida de alguna forma con el engranaje incontestable, sociológica y políticamente, de la historia general.

La tercera lectura rebasa el arte cisoria más encallado, y afecta directamente al valor en sí de la biografiada. Carilda Oliver, una de las voces más genuinas de la feminidad del XX, que ha doblado el espinazo al mismísimo don Juan Tenorio, y cuya poética va más allá del erotismo facilón que le endosan afamados críticos, queda reducida aquí a una especie de protagonista de opereta, a un personaje rebasado por las circunstancias políticas, a una mujer aturdida por sus inseguridades y contradicciones, a una poetisa ambigua e indecisa que sólo es grande cuando, la pobre, se cae del caballo de su propio destino poético.

Para describir semejante viaje no se necesitan dos docenas más una pizca de capítulos enjundiosos, con dos entremeses introductorios, y un par de dulzones epílogos. Concretemos ahora, sucintamente, esas lecturas primarias, ya que no se trata de rehacer este bloque ideológico que nos devuelve con sus 550 páginas al pleistoceno de la razón doctrinaria, ni de reponer tampoco los hechos que contradicen semejante guiso.

La forma, o Fray Gerundio de Campazas al habla

Como dije, la primera lectura produce perplejidad y afecta al modo de escribir. Si el estilo es la forma del alma, Martínez Carmenate ha encontrado en el suyo, con una retórica florida y vacua, la reencarnación del alma decimonónica más rancia. ¿Qué entiende el señor Martínez Carmenate por escribir una biografía? Aquí reside el quid de un despropósito continuado, que se argumenta en el primero de sus entremeses introductorios, titulado "La ciega y sus espejos" (p. 7), asumiendo dos criterios obsoletos y reaccionarios en una biografía abierta.

Se parte, porque sí, de algo necesario: escoger lo esencial para no caer en el desastre del detalle. Podríamos estar de acuerdo en este criterio tan útil si no se justificara con un argumento tan deleznable. Asegura el señor Martínez Carmenate que "estamos habituados a hablar de la realidad como algo tan exactamente real, que ya concluimos cercenando el concepto y tornándolo en algo opuesto, inefectivo" (p. 10). ¿Lo entendieron? Yo no. El galimatías resulta delicioso porque la tautología y, sobre todo, la confusión entre lo que se dice y lo que se quiere decir, impiden un entendimiento aproximado a una ligerísima coherencia. Así no podemos coincidir ni en las metáforas.

El segundo criterio se basa en una finura realmente puntera. Se trata de una cita aplicada a la novela, procedente de Miguel de Carrión, que el señor Martínez Carmenate asume con gusto y traslada a la biografía carildiana. En ella se asegura que para escribir sobre una mujer se necesita, de entrada, ser "mujer, cura o médico" (p. 7); y de salida, sacando brillo a la ocurrencia, "una extraña colaboración" de las tres carreras.

Visto lo visto, no sabremos cuál de estas especialidades ejercitará el biógrafo con más cultivada soltura, ni tampoco si la extraña simbiosis deviene en un género concreto. Lo único cierto es que la argumentación resulta intolerable. Como cita risueña, no pasaría de un mal chiste. Como raciocinio, forma parte de una perogrullada caduca alimentada por un machismo residual, sin cabida en una sociedad donde la discriminación de género está penada por los códigos civiles más normalitos.

El consejo del señor Miguel de Carrión debió de impactar tanto al señor Martínez Carmenate, que éste, en los proemios de su estudio, llegó a pedir a la poetisa que se sometiera voluntariamente a un minucioso examen con psiquiatras solventes para objetivar los vericuetos de su personalidad. Sin titubear, la poetisa matancera lo mandó delicadamente al carajo.

Abundando en esa dialéctica reaccionaria del género femenino como complacencia de varones, que alentaba De Carrión en la novela, el señor Martínez Carmenate —por su cuenta y al aparecer en avanzado estado de gracia— hace un descubrimiento médico portentoso: que "la biografía tiene puntos en común con el embarazo materno" (p. 9).

Incluso, cuando habla de la "Poética" carildiana —el biógrafo a cada una de las cinco partes del libro añade un capítulo de colofón en el que teoriza sobre la humano y lo divino— asegura que la matancera "ama la vida, mas no escribe cuando está alegre, sino lindando con la tristeza. No es nada extraño que asocie la escritura a procesos biológicos de innegable prospección médica: la ve como un drenaje, una vía terapéutica, un parto…" (p. 264). Aunque el símil no puede ser más peregrino, lo cierto es que el parto asistido por el señor Carmenate ha resultado un adefesio.


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