Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Cebras letales

Opositores al régimen envueltos en 'accidentes' fatales. ¿Una casualidad?

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Ningún testigo, ninguna prueba

Ahora permítanme contarles mi propia experiencia cebrística. El miércoles 17 de enero de 2007, salí de mi despacho en el centro de París y regresé a casa a la hora habitual, alrededor de las siete de la noche. Dejé el automóvil donde siempre suelo hacerlo, en un pequeño aparcamiento situado frente a la Embajada de Chile, en el número 2 de la avenida de La Motte Picquet.

Era ya de noche y lloviznaba ligeramente, por lo que saqué un gran paraguas negro que siempre llevo en el auto. Cogí también una bolsa blanca de plástico que contenía algunos libros y me dispuse a cruzar la avenida en dirección al bulevar de La Tour Maubourg. En ese punto el paso de peatones está iluminado por dos grandes farolas situadas en las aceras y una especie de linterna vertical empotrada en un zócalo de granito que se alza en el centro de la calzada.

Los coches que podían venir por mi izquierda estaban detenidos por la luz roja del semáforo y la figurilla en verde que tenía enfrente indicaba que podía cruzar sin peligro. Miré a ambos lados, comprobé que no venía nada y eché a andar. Cuando había recorrido la mitad de la distancia que me separaba del centro de la avenida, oí el ruido de un motor que se aproximaba rápidamente.

En un primer instante no me alarmé: cualquier vehículo está obligado a frenar ante un semáforo en rojo y, en el caso de que el conductor tuviese mucha prisa y quisiera saltarse la prohibición, siempre tenía espacio suficiente para pasar a mis espaldas. Pero cuatro o cinco metros antes de llegar a la altura de la cebra, el automóvil aceleró aún más y giró ligeramente a la izquierda, o sea, en la dirección hacia la que yo avanzaba. En una fracción de segundo, miré al costado, vi que venía directamente hacia mí con los faros apagados y tuve el reflejo de saltar hacia delante.

El coche pasó a dos centímetros de mi espalda y caí de bruces en la "isla" medianera que forman el poste del semáforo, la linterna baja y los zócalos de granito. Cuando me puse en pie, el auto ya se encontraba a 100 metros de distancia y seguía avanzando a toda velocidad en dirección a la Escuela Militar y el Campo de Marte. Imposible distinguir el número de matrícula o la marca del vehículo. Ningún testigo, ninguna prueba de lo que (casi) sucedió.

Si la embestida hubiera tenido éxito, hoy no podría redactar estas líneas. Habida cuenta de la velocidad que llevaba el coche, estaría muerto o gravemente herido en una cama de hospital. Pero todo habría parecido un banal accidente de circulación. El culpable, en caso de que llegaran a identificarlo, sería un sicario de poca monta, sin ninguna conexión posible con los servicios de espionaje cubanos. Un marginal, extranjero quizá, que ese día se había tomado dos tragos de más y que ni siquiera tenía permiso de conducir.

En el peor de los casos (para él) una acusación de homicidio involuntario comporta una sentencia de pocos años de cárcel, que se transforman en pocos meses por el juego de la remisión de penas. Luego, hubiera podido regresar a su país de origen y cobrar allí el precio de sus servicios. Veinte mil dólares no dan para mucho en París, pero son una pequeña fortuna en Siria, Nicaragua o Camerún. Contrariamente a lo que aprendimos en las películas policíacas del siglo XX, el crimen perfecto sí existe y al que lo hace le pagan.

La manera menos costosa

¿Por qué la policía política del régimen cubano se dedica a eliminar selectivamente a algunos de sus adversarios de segunda o tercera fila? ¿Qué busca con estos atentados? ¿Qué lógica sustenta sus decisiones?

Confieso que no tengo respuesta para estos interrogantes ni me interesa ponerme en el lugar de los verdugos para tratar de comprender sus actos. Habría que preguntarles a los generales y coroneles que en un despacho climatizado de La Habana, entre mojitos y cohíbas, deciden sobre la vida y la muerte de otros seres humanos.

Los motivos quizá no sean muy claros, pero el modus operandi es obvio y los resultados están ahí. La probabilidad estadística de que todos estos sucesos hayan sido accidentales es numéricamente igual a la de que un ex espía ruso se haya bebido casualmente un batido de guanábana aliñado con polonio 210 en una cafetería turca de Edimburgo.

Además, la idea de eliminar a figuras de segunda o tercera categoría coincide con la modalidad de represión que se aplica en la Isla. Con una o dos excepciones, los 75 opositores y periodistas independientes encarcelados durante la batida contra la disidencia realizada en 2003 correspondían a ese perfil. Los dirigentes de los movimientos quedaron fuera, en libertad vigilada, pero los lugartenientes fueron a dar con sus huesos en prisión. Una manera menos costosa —desde el punto de vista de la opinión pública mundial— y más eficaz de atemorizar a las masas.

Con estas líneas he querido dejar constancia de mi incredulidad ante tanta aparente coincidencia y ante la indiferencia con que estos hechos se han aceptado hasta ahora. Después de todo lo que me ha tocado vivir, no voy a cambiar en nada mis hábitos ni a andar mirando siempre por encima del hombro, de modo que tal vez en algún momento me atropelle una moto al cruzar la calle o pille una indigestión terminal de fois gras contaminado en mi restaurante favorito. Si ocurriese algo así, que nadie piense que fue un accidente.


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