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NUEVA YORK

Greta Garbo, icono de una era

A un siglo del nacimiento de la gran actriz sueca que aportó un rostro inolvidable a la historia del cine.

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Cien años justos se cumplieron el 18 de septiembre del nacimiento de Greta Garbo y la conmemoración ha sido profusa y variada: desde el homenaje que le tributó en abril la Academia de las Artes y la Ciencia Cinematográficas de Hollywood hasta el sello de correos que acaba de emitir el servicio postal de Estados Unidos y que estará a la venta en todo el país el próximo día 23, pasando por libros, programas especiales en la televisión, reposición de sus películas en cinematecas y museos, exposiciones, conferencias y artículos que resaltan la vida de la más glamorosa actriz del cine, un arte que nació casi a un tiempo con ella.

Greta Lovisa Gustafsson, la actriz sueca a quien Mauritz Stiller, su primer agente, director y marido, convirtió en Greta Garbo —por la palabra que en español designa la gracia de porte y movimientos—, llegó a Hollywood con veinte años y sólo dos películas en su currículo, y en muy poco tiempo se convirtió en la gran actriz que habría de representar como nadie el relumbrante y decadente período de entreguerras al tiempo de aportarle un rostro inolvidable a la historia del cine.

A poco de que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial, Garbo desapareció de la escena, para ser, desde entonces hasta su muerte, ocurrida en 1990, la más fiel hacedora de su propia leyenda.

A mediados de la década del sesenta, época en que transcurre mi adolescencia, todavía se discutía si Greta Garbo, que ya llevaba más de 20 años sin actuar, volvería a la pantalla. Para mi prima Cristina, que aspiraba a ser una suerte de Elsa Maxwell cubana, docta en vida y quehaceres de las celebridades, la Garbo tenía un indisputado sitial. Ni Gloria Swanson, ni Bette Davis, ni Paulette Goddart, ni Ingrid Bergman ni Katherine Hepburn, ni, por supuesto, advenedizas como Marilyn Monroe o Elizabeth Taylor, podían discutirle el primer lugar a la Garbo.

Esta preeminencia, que todos en mi grupo terminamos por aceptar sin discusión, no se fundamentaba en nuestro conocimiento de la filmografía de Garbo, ni siquiera en el que pudiera tener Cristina, quien para esa fecha, que yo recuerde, tal vez no había visto, al igual que yo, más que un par de películas de su ídolo: Ana Karenina y La Dama de las Camelias. En general, nos hacíamos eco de las opiniones de nuestros mayores que habían sido su público treinta años atrás, y de los comentarios de la prensa sobre una mujer que, de vez en cuando, era fotografiada andando por Manhattan, en algún famoso balneario europeo o en algún trasatlántico de lujo, casi siempre medio oculta detrás de un sombrero y unos lentes ahumados.


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