Actualizado: 23/04/2024 20:43
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La Habana

Historia en dos tiempos

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Un día de los años setenta, al atravesar un parque para cortar camino, divisé al otro extremo a un hombre y una mujer despidiéndose junto a un banco. Él, un viejo conocido al que no había visto en tiempos, y ella una mujer espléndida, metida en un bluyin entallado y lleno de vida.

Al observarle una lágrima contenida, pensé haber visto un adiós irreparable.

"No te martirices por gusto", le dije, no sé si con envidia o con piedad, mientras los dos seguíamos a la dama con la vista hasta que desapareció en una esquina. "Algún día ni la recordarás.

"Al contrario", repuso, "este día lo recordaré siempre". Y al amparo de una sombra, le oí una historia que entonces pareció terminar allí mismo.

Eso fue a principios de los años cincuenta, cuando él vivía en una casa de huéspedes de las proximidades de la calle Infanta. Un lugar céntrico. Detrás, la Universidad, y delante, al fondo del cine Astral, por San Francisco, en el primer piso, un prostíbulo muy decentico, con barra en el lobby y asientos cómodos y abundantes.

Las muchachas, todas muy jóvenes, te daban un servicio completo de media hora por tres pesos, cantidad que hoy parece nada pero que entonces era un capital. O al menos, para el estudiante universitario del interior, que con los sesenta pesos mensuales que le enviaban sus padres tenía que cubrir los cuarenta de la casa de huéspedes, chino lavandero, conferencias en la Universidad, diez centavos de la cajetilla diaria de cigarros, entradas al cine par de veces al mes con la novia y la chaperona de entonces. En fin, que para ellos aquellas muchachas de San Francisco con las que ya habían hecho amistad estaban prohibidas.

Las visitaban sobre todo en tiempos de exámenes, después de medianoche, cuando falto de clientes comenzaba el prostíbulo a bostezar. La dueña no las dejaba manosear, pero podías verle los muslos al cruzar las piernas, podías escudriñar en las profundidades de los temerarios descotes al inclinarse, turbadoras, en el asiento para que le prendieras un cigarro, y no podrías no temblar al sentir sus perfumes tal vez baratos, pero no por eso menos asesinos, sobre todo para jóvenes sin experiencia.

La torrencial masturbación de costumbre, a veces en el propio baño del prostíbulo, y corre de nuevo para los libros si querías tener fijada la asignatura al presentarte en el examen por la mañana.


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