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La Habana

Historia en dos tiempos

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La vida es dura

Una de esas noches de sufrimiento y gloria, una de las pupilas del ballusito le puso en la mano una cartica doblada en la que se le declaraba, con muy mala letra, y lo citaba para el día siguiente en una posada de Ayestarán que prometía pagar ella. Una muchacha del interior que a él lo enloquecía.

Durante cinco semanas se vieron allí. Siempre los jueves entre las diez y la una, por ser el día libre que a ella le dejaba la hermana que cuidaba por las noches de la madre de ambas —que estaba muy enferma, por lo que la habían tenido que traer para La Habana—. El último jueves no se acostaron. Por lo que la muchacha le dijo, hasta que al día siguiente no la revisara el médico del ballú, que pasaba los viernes, no estaría segura de no haber contraído una gonorrea. Él se atemorizó. Ese era un peligro en el que no había pensado. Y hasta se mudó de casa, de modo que la muchacha no lo pudiera localizar.

Después, bueno, después llegó la insurrección y todo lo que le siguió. Una de sus mayores alegrías, en esos días iniciales del triunfo en que tan orgulloso se sintiera de sus grados de capitán, fue ver desaparecer los prostíbulos y aparecer en su lugar escuelas de costureras, de mecanógrafas y de otras especialidades para las antiguas prostitutas. Esa fue una especie que la revolución extinguió.

Bien —seguía diciéndome mi viejo conocido—, aquel portento de mujer con el que yo le había visto hablando, era su muchacha del pasado. Después de tantos años, hoy se habían cruzado en el parque. Estaba casada con un médico con el que tenía dos hijos, y, asómbrate, era profesora en un PRE. Sí, sí, profesora. Años atrás se licenció en la Universidad de La Habana y desde entonces enseñaba literatura en un PRE.

De ahí su emoción. Aunque nunca llegaría a sacudirse de encima la desilusión que le dejaran los tanques soviéticos entrando en Praga y la posición asumida por Cuba al respecto, me decía, alegrías como estas de hoy eran un estímulo para no pegarse un tiro. Tal vez no todo estuviera aún perdido.

No volví a verlo ni a saber de él hasta el año pasado. Un conocido de ambos, hombre culto, que andaba en gestiones para irse del país, me dijo que en lo que cabe estaba bien. Las dos hijas, ingenieras ambas y como hijas una bendición, le arreglaron la casa, que se les estaba cayendo, y después, con otro señor montón de miles de dólares, la permutaron por un apartamento frente al mar. La mayor, que de las dos era la que más suerte había tenido como jinetera, acababa de pescar un italiano que se casó con ella y se la llevó, y ahora desde allá iba a hacer gestiones para llevarse a la hermana. Él no, él no se iría.

Yo estaba perplejo.

"Así que ingenieras las dos…", había dicho, recordando la triunfal imagen de la licenciada del bluyin asesino de los años setenta desapareciendo en la distancia.

El conocido culto me volvió a la realidad. Apretándome un hombro, me comentó maduramente. Ya lo dijo Darío, poeta: "La vida es dura, amarga y pesa".


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