Actualizado: 09/05/2024 0:28
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Crónicas

La isla de los tremendismos

El Nobel de los colmos cubanos: un gobierno que con 46 años en el poder todavía tiene gente que no movería un dedo para cambiarlo.

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Igualmente famoso era el Ungüento de soldado. Una latica con un ungüento prieto que valía cinco centavos en la farmacia y que, sobre todo en provincias, llevaban en el bolsillo muchos jóvenes de mi época. Esa era su función. Llevarla en el bolsillo para que te protegiera de las ladillas. No sé el Sanitube, pero esta latica pudo ser un tremendismo de la imaginación como el de los números de la charada o la superstición de colocar una escoba detrás de la puerta para que se fuera la visita.

De carácter político

Entre los tremendismos que tienen nombre y cuerpo de mujer y llevaron a algunos hombres a matarse a puñaladas, son inolvidables ciertos atributos de las mitológicas Blanquita Amaro, Ninón Sevilla, Lina Salomé, Berta Montesinos y las modelos de Rodney en Tropicana.

Entre los de carácter político, miles podrían citarse. Algunos muy divertidos. Entre ellos, a mediados de la década del cuarenta, el robo del brillante del Capitolio. Gema que empotrada a los pies de una monumental estatua y protegida por un cristal blindado, marca en el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio Nacional el kilómetro cero de la carretera central. Nadie sabe cómo desapareció una noche, creando uno de los mayores escándalos de su tiempo. Y tampoco nadie ha sabido cómo reapareció meses después en un sobre que alguien que humildemente no quiso identificarse dejó en la mesa del honorable señor presidente de la República.

De esta misma época y con este mismo presidente es la anécdota según la cual, al saberse en Palacio que en un barrio de la ciudad combatían dos bandos de revolucionarios de los años treinta que se habían quedado fuera del reparto del pastel, detuvo el Primer Magistrado al coronel jefe de los tanques que ingenuamente salía a detener aquella guerra. "Deje, deje que se maten entre ellos —le dijo—. Después llega usted".

Tenía este mismo presidente un ministro famoso por su generosidad con los amigos de antes. Cuando uno de ellos iba a verle, si era íntimo, tras escucharle el ministro su tragedia, metía una mano en la gaveta del fondo de su escritorio, sacaba varios fajos de billetes de mil pesos (dinero que entonces guardaba paridad con el dólar) y le decía: "Ve remediándote con esto. Después Dios dirá".

Si solamente era un conocido, le estrechaba la mano, le entregaba un papel con un número romano (nunca mayor del III) y lo mandaba a ver a su secretario. El secretario, también provisto en su buró con fajos de billetes de mil, oía al hombre, tomaba nota de sus penas, y con una regla medía en los fajos el número de pulgadas de alto mandadas a dar en romanos por el ministro y se las entregaba en un sobre de Manila.

Un día, al regresar a La Habana de un viaje por el interior, el ministro fue interceptado por un periodista en el aeropuerto. "Ministro —le dijo el periodista—, lo acusan de haberse robado doscientos millones de pesos. ¿Cómo pudo robarse tanto dinero en el poco tiempo como lleva usted en ese cargo?". Sin detenerse, el ministro le contestó con sencillez: "En maletas".

"Precisamente, estos tremendismos políticos del pasado —me decía alguien el otro día— no justifican pero sí ayudarían a entender en parte el Nobel de los tremendismos cubanos". "El Nobel. De todos", insistió. "¿Cuál tremendismo?", le pregunté, mirándolo con desconfianza, pues es un tipo que vive esperando que los americanos le den la visa para irse con toda su familia. No me equivoqué. "El extraño fenómeno de un gobierno que a pesar de sus 46 años en el poder sin cambiar de jefe, todavía tiene gente que si bien no lo seguirían sinceramente, tampoco moverían un dedo para cambiarlo", dijo.


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