Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Muriendo… y no pasa nada

Los habaneros siguen negociando, vendiendo y comprando, y un buen número estafando o maldiciendo.

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Después de cinco años y medio fui a Cuba, a ver a mis hijos, a mis padres, a mi gente numerosa. Antes de tomar la decisión de visitar la Isla —el pasaporte que había tenido que renovar, en la embajada en Santiago de Chile, regresó "habilitado"—, recordé más de una vez al músico famoso que asegura que no le pedirá permiso a nadie para entrar en su propia casa, que es flaco el argumento de la familia, y añadía sobre lo inmoral y humillante que envuelve una visita a Cuba.

No sé si es flaco el argumento de la familia, sólo sé que es el único que tengo no sólo para ir a Cuba, sino para estar vivo. Y de las humillaciones me descargo con la condena, mediante las herramientas de mi profesión, a la dictadura. A quienes están fuera de Cuba junto con sus seres queridos, o parte de ellos, el de la familia pudiera parecerle un argumento flaco.

En fin, que viajé a Cuba y pocos días más tarde el "comandante en jefe" promulga su comunicado, su gravedad y la posibilidad de la muerte. Como pasé los 21 días en un barrio obrero, volví a palpar después de un lustro el latir más íntimo del pueblo habanero.

¿Y qué sucedió después del comunicado, que por lo que pude apreciar interesó más a los políticos, a la casta en el poder, a la prensa nacional y extranjera? Nada. Los capitalinos siguieron negociando, vendiendo y comprando, y un buen número estafando, maldiciendo o rezongando. Otros muchos continuaron imperturbables su alcoholismo y casi todos sufren el diario fastidio de la falta de transporte. Las guaguas chinas, por cierto, siguen tan ausentes de las calles para el hijo de vecino como presentes los baches.

Casas y edificios (visité, entre otros sitios, Alamar, La Coronela y Aldabó) continúan con sus paredes sin color, descascaradas, ayunas de atenciones. Parecen rogar una tregua al tiempo, a la lluvia y al sol inquebrantable.

Mentiría si no dijera que en La Coronela testimonié varios edificios pintados, con ese tono desleído, obligatoriamente aguado luego de la venta de gran porción de la sustancia original. Pero como en el verano los cubanos abrimos todas las puertas y ventanas, desde la acera divisé que también los interiores de los apartamentos estaban pintados. Pregunté, casi con entusiasmo, si había el Estado intervenido en el mejoramiento del panorama.

Algunos edificios —me respondió un amigo— los pintan para la Cumbre de los No Alineados, con preferencia por donde transitarán caravanas de autos extranjeros, y el interior es el resultado de la pintura que los obreros de la brocha venden a los mismos habitantes de los apartamentos.


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