Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Ni cine ni sardina

Todas las salas que conformaron el itinerario cinéfilo y amatorio de Cabrera Infante están hoy clausuradas, destruidas o transformadas en cuarterías.

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En el capítulo más delicioso de La Habana para un infante difunto, Guillermo Cabrera Infante asegura que no hay nada tan poco animado como un cine cerrado. No es exacto. Mucho menos animados, en tanto animálculos sin ánima, resultan los cines cuando, además de cerrados, han sido cerrados para siempre.

El amante trompero que fue en su juventud Cabrera Infante, fanático sin bridas de "los cines más que del cine, con la mortificación de la busca sexual sólida interrumpiendo el disfrute de las sombras en la pantalla", nos lanzaría pestes desde el cielo si ahora mismo pudiera echarle un vistazo a lo que alguna vez llamó la topografía de su paraíso encontrado, es decir, el conjunto de instalaciones en las que, junto al sortilegio del cinematógrafo, descubrió el amor y fue iniciado en las sublimes artes del rascabucheo, el ligue y la masturbación.

Únicamente en plan sarcasmo podría decirse que tales sitios están hoy poco animados. Ni el apego de los habaneros hacia el cine (como espectáculo y también como enclave de iniciación erótica), ni el hecho, trascendente en sí mismo, de que constituyen referencias de primera línea dentro de una obra cumbre de nuestra literatura, han sido suficientes para evitar que en la actualidad casi todas esas salas que conformaron el itinerario cinéfilo y amatorio de Cabrera Infante aparezcan clausuradas, abandonadas, destruidas, o, en el mejor y más escaso de los casos, transformadas en míseras cuarterías o en planteles de la desidia estatal.

Puertas cerradas para siempre

En el cine Lira, viendo Los Viajes de Gulliver, el más célebre narrador cubano de los últimos tiempos experimentó su primer contacto carnal con una dama. Era una gorda, "mayor en más de un sentido", que le dio trato de liliputiense y atajó sus ímpetus con un blúmer-faja a prueba de manos rascabuchadoras.

El Lira, que, según Cabrera Infante, luego se haría pretencioso al cambiar su nombre apolíneo por el apodo de Capri, es uno de los únicos cines de aquel itinerario que aún continúa vivo. Sólo que con mucho menos ánimos que si estuviera cerrado. Cascarón sin cáscara, vacío, maloliente, sucio, con los cristales rotos, el Capri se llama ahora Mégano. Y ni pretencioso ni apolíneo, de lo que fue no queda sino lo que este nuevo nombre indica: un montón de arena, que se desmorona sin remedio, expuesto al viento, la soledad y la intemperie.

En el cine Majestic, Guillermo conoció el beso de lengua, impartido por una cocinera que a muy pocos minutos de haberlo visto por primera vez le estaba desabotonando la bragueta mientras lo amenazaba: "tú vas a ver lo que es una mujer". Al final no lo vio, debido a las protestas de los espectadores vecinos, pero jamás olvidaría aquel beso. Los habaneros, en cambio, nos olvidamos del Majestic, que en sus ruinas descansa desde hace un largo rato.

No nos hemos olvidado del Duplex, pero para el caso es lo mismo, ya que tanto este cine como su hermano gemelo, el Rex, desaniman con sus puertas cerradas desde hace años (¿será para siempre?) el bulevar de San Rafael. En el Duplex, Cabrera Infante obtuvo su primera falsa promesa de amor, bajo el influjo de Fantasía, la película de Walt Disney, y en fecha memorable, pues fue justo el día que entregó para la imprenta el primer cuento suyo.

La primera calabaza se la dieron en el Universal, que hoy es nada, y la nada nada inspira.

Su primer desengaño maduró en predios de otro fiel difunto, Radiocine, donde, entre las escenas de celos y de incesto de El Séptimo Velo, había creído conquistar a una joven de luminosos ojos negros, a la que montó guardia en días siguientes, sólo para oírle decir, con el corazón en la boca: "Yo no lo he visto a usted en mi vida". Una salida por demás sincera, aunque parezca ingrata, ya que en aquellas salas cinematográficas se ligaba a ciegas.

En el América, Cabrera Infante dio su primer paso en falso enamorando a una boba, coja y fañosa por más señas. Fue la primera pero no la única sorpresa que le reportaría su técnica de conquista, basada en el máximo aprovechamiento de la oscuridad y en el ataque sin palabras, mediante el toqueteo.
Este cine, que ya no es cine, mantiene sus puertas abiertas, pero dedicado a la presentación de espectáculos musicales en vivo que suelen ser tan frustrantes, bobos y cojos como aquella infeliz que le sirvió gato por liebre al novelista.


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