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URSS, Nicaragua, Gay

No es paraíso para todos

El pintor nicaragüense Otto Aguilar llegó en los años 80 a la Unión Soviética becado para cursar estudios de pintura. Pero como cuenta en esta entrevista, no pudo concluirlos porque fue expulsado por lo que entonces era considerado allí un delito: mantuvo relaciones sexuales con un joven ruso

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El amor, cualquiera que sea su naturaleza, no puede nunca
ser depravado, excepto a los ojos del cínico.
Mijaíl Kuzmin

En numerosas ocasiones se ha dicho que escribir es, en gran medida, lanzar un mensaje dentro de una botella. Lo echamos al mar sin saber si alguna vez llegará a algún sitio. Y si llega, aún queda la duda de si alguien lo hallará y lo leerá. Hace unos años publiqué en este mismo diario un artículo titulado “Rusia rosa”, en el cual intenté ofrecer una visión panorámica sobre la presencia que la homosexualidad ha tenido en Rusia. Llegaba hasta finales del siglo XIX, pues el texto estaba concebido como parte de una trilogía que recién he podido completar. Como todos los mensajes que cada viernes lanzo al mar del espacio digital, no supe qué recepción tuvo aquel trabajo.

Lo vine a saber hace unas cuantas semanas, cuando recibí un mensaje en el correo de la universidad donde hasta hace poco trabajé (en Estados Unidos, esos correos son de dominio público: basta buscarlos en sitios como Google). Me lo dirigía Otto Aguilar, un pintor nicaragüense que en la actualidad reside en California. Me decía que había leído mi artículo y luego pasaba a contarme brevemente un incidente vivido por él. En los años 80 fue enviado por el gobierno del Frente Sandinista para estudiar pintura en la extinta Unión Soviética. Ocurrió que fue detenido por la policía tras haber mantenido relaciones sexuales con un joven ruso. A consecuencia de algo que no debería haber trascendido del ámbito estrictamente personal —los dos eran mayores de edad y la relación sexual fue de mutuo acuerdo—, fue expulsado de la Unión Soviética y no pudo concluir sus estudios.

Me pareció que su testimonio acerca de lo que entonces vivió merecía ser divulgado. No obstante, era consciente de que para él podía ser doloroso rememorar el incidente y también exponerlo a los lectores. Con algo de aprensión, le pregunté si accedería a ser entrevistado a través del correo electrónico. Me pidió tiempo para pensárselo y al final tuvo la benevolencia de aceptar. Le envié las preguntas, las respondió, y lo que sigue a continuación es el resultado del diálogo a distancia que sostuvimos.

¿Cómo y cuándo llegaste a la Unión Soviética?

En el verano de 1984 llegué a Moscú. Yo era parte del gran contingente de estudiantes que, año tras año, arribaban desde diversos países para estudiar becados por el gobierno ruso. El Instituto Superior de Arte Surikov en Moscú, donde estudiaría mi primer año de preparatoria, basaba su metodología en la experiencia pictórica de los grandes maestros rusos del siglo XIX: Valentín Serov, Isaac Levitán, Ilya Repin y el mismo Vasili Surikov.

Después del primer año de preparatoria, había llegado aquel día tan ansiado por todos los estudiantes extranjeros cuando se daba a conocer la lista de los seleccionados a estudiar en el primer instituto de arte de la Unión Soviética. Para ser clasificado, se tomaban en cuenta un promedio satisfactorio en el idioma ruso y un alto dominio en el dibujo y la pintura. En este último requisito, muchos becados extranjeros estábamos muy por debajo del estudiante ruso promedio, cuya educación artística se iniciaba desde muy temprana edad. Ese año de preparatoria había significado para mí el regreso a la disciplina artística que había abandonado, primero por razones económicas en mi familia, segundo, por mis años de estudios de bachillerato y tercero, por la guerra contra la dictadura somocista y los siguientes años dedicados a las campañas de alfabetización, de trabajo político con la juventud y con los batallones de reserva en la guerra a muerte, enfrentando en las montañas a la contra financiada por el gobierno del presidente norteamericano Ronald Reagan.

El entusiasmo y dedicación con que había tomado aquella primera etapa de mis estudios en la URSS, se debían a que yo estaba dedicado, al fin, a lo que yo siempre desde niño había anhelado: ¡pintar! Durante ese año había elaborado una gran cantidad de dibujos, entre desnudos, retratos, naturalezas muertas y paisajes al lápiz grafito, tiza sanguina, al carboncillo, a la tinta, al óleo o a la acuarela en las clases vespertinas, después de las clases matutinas de idioma ruso e historia. A pesar del entusiasmo que me embargaba, era inevitable experimentar sentimientos de culpa al saber que había dejado tan lejos a mi familia, a los amigos, en medio de situaciones difíciles por el bloqueo económico y por la guerra civil. Esto provocaba que a veces buscara refugio en algún bar, buscando calmar la nostalgia de mi país y liberar la auto represión por un gran secreto que rumiaba desde que era un niño.

¿Cuál fue concretamente el incidente que provocó tu expulsión de la Unión Soviética?

Al ser uno de los seleccionados para quedarme a estudiar en el Instituto Surikov, esa noche salí a tomar unas cervezas. El haber sido clasificado entre varios estudiantes para mí era un triunfo. Esa noche fue cuando conocí a Iván, un joven actor ruso de una compañía itinerante de teatro, quien se quedó conmigo en el cuarto de la residencia donde yo vivía. Nuestro encuentro ocurrió mientras yo caminaba por la calle Gorki, rumbo a la plazoleta que está frente al Teatro Bolshoi. No era la primera vez que me atrevía a acostarme con un ruso, pero sí la primera en que caía subyugado por alguien tan desenvuelto, tan libre de prejuicios y tan seguro de sí mismo.

A la mañana siguiente, tocaron a la puerta de mi dormitorio. Aparentemente era un control rutinario del administrador de la residencia universitaria, acompañado por la milicia. Abrí la puerta, cubriendo escasamente mi desnudez con la sábana. Iván y yo fuimos detenidos y yo pensé que quizás era por sospechas de posible mercado ilegal. Debido a eso, las relaciones entre rusos y extranjeros eran objetos de escrutinio. O peor, quizás la razón por la que íbamos detenidos era por sospecha de haber tenido relaciones sexuales.

Todo aquello había sucedido tan rápidamente, que solo cuando iba en el carrito amarillo de la policía fue cuando comencé a imaginar las serias repercusiones que causarían aquel descuido mío. Fue entonces cuando sentí el calor de las manos de Iván al estrechar las mías, a escondidas del par de arcángeles de los policías, que muy diligentes nos conducían a la estación más cercana. La resaca aumentaba más mi angustia y mis sentimientos de culpabilidad. ¡No podía ser posible que todo acabase así!

¿Qué pasó cuando ustedes llegaron a la estación de policía?

Los pormenores de la investigación comenzaron con una serie interminables de preguntas que duraron ocho días. A Iván y a mí nos llevaron a un par de clínicas, donde tomarían pruebas de nuestro contacto sexual. Llegamos a una de ellas e individualmente nos hicieron pasar a una sala pequeña. Primero me tocó a mí. No podía imaginarme qué me iban a hacer en esa sala. Mi corazón palpitaba aceleradamente y el sofoque de mi pecho se reflejaba en mi agitada respiración.

Mis cavilaciones se agolpaban, tratando de construir algo lógico y entendible sobre los prejuicios de estos soviéticos tan fríos, que sacarían con pinzas o qué sé yo con qué el gran secreto que desde niño yo había guardado con tanto recelo. ¿Cómo era posible, me preguntaba a mí mismo, que aquellos comunistas que se declaraban ateos tuviesen el mismo prejuicio en cuestiones sexuales que los católicos? ¿Dónde había ido a dar la revolución sexual proclamada en los primeros años de la revolución? ¿Cuándo se había torcido el camino revolucionario, para parecerse al de la ideología que ellos mismos habían erradicado al derribar al zarismo? ¿Es que acaso la sexualidad estaba excluida del cambio revolucionario?

El cuarto a donde me hicieron pasar era frío. Después de preguntarme si había padecido antes de gonorrea o de sífilis, me hicieron desnudarme y colocarme en posición cuadrúpeda, de tal forma que les permitiese introducir en mi ano algún instrumento de metal para extraer alguna evidencia del acto sexual consumado con Iván. Yo quería morirme allí mismo. Cuando terminaron, me hicieron pasar a otra salita donde me examinaría otro investigador. Al entrar, inmediatamente me pidieron de nuevo que me desnudara, no solo ante ese investigador, sino también ante dos jóvenes aprendices. De un maletín, el agente extrajo su cuaderno de anotaciones. Me echó miradas por aquí y por allá, me hizo dar varios giros, para concluir al final que, en efecto, ¡yo era un espécimen raro! Luego, al finalizar su examen me hizo firmar un largo documento donde estaban plasmadas sus conclusiones, que yo no entendí por los términos técnicos en que estaba redactado.

En el octavo día de la investigación, continuaron las mismas torturantes preguntas, repetidas una y otra vez: ¿Dónde se conocieron? ¿Cómo se conocieron? ¿De qué hablaron? ¿Y después qué pasó? ¿Tuvieron relaciones sexuales? ¿Entonces por qué amanecieron juntos? Después del interrogatorio, me sacaron a la sala de espera, otro vestíbulo tan frío como las caras de los custodios que estaban a ambos lados de la puerta de salida. Me senté en una banca arrimada a la pared. No sabía qué habían hecho con Iván. De pronto, se abrió la puerta de otro cuarto de donde traían a Iván, custodiado por policías. Lo condujeron al mismo lugar donde minutos antes me habían interrogado a mí. Nuestras miradas se cruzaron un breve instante. Luego de dos horas, salió y al mirarme noté en él una expresión de enojo conmigo. Yo no comprendía su inesperada reacción, su repentino cambio. Muchas conjeturas se agolparon en mi mente: ¿qué le habría dicho el teniente?

Mencionaron mi nombre y me hicieron pasar de nuevo a la misma sala. Esta vez el teniente mostraba mayor frialdad y con ademanes para indicar el acto sexual, me preguntó que quién había hecho de mujer en la cama. Su pregunta me encolerizó. Estaba perdido, me dije a mí mismo. Iván confesó, pensé. Eso fue lo que ellos me dieron a entender para que yo aceptara que, en efecto, habíamos tenido relaciones sexuales. Una técnica de interrogación en la cual yo caí debido al cansancio. Hubo un breve silencio. Yo estaba exhausto, perdido, íngrimo y muy lejos de mi tierra, todo lo cual me hizo sentirme como el más vulgar de los delincuentes. Las preguntas del oficial continuaron.

¿Qué ocurrió tras aquella semana y pico de interrogatorios?

Entonces me sacaron de la sala y me dijeron que estaba libre, con la salvedad de que debía reportarme semanalmente ante ellos, mientras esperaba el veredicto final. También me impusieron la prohibición de verme con Iván, quien había permanecido preso los ocho días en la cárcel de la misma estación de policía mientras nos interrogaban. Pero incluso en el caso de que yo quisiese verle no podría, pues ellos me habían quitado el pasaporte, lo cual me impedía poder viajar hasta donde él vivía. Lo mismo le habían ordenado a Iván, quien tenía prohibido volver a visitar Moscú y verse conmigo. A pesar de esas restricciones, él y yo acordamos encontrarnos en Tula, ciudad donde él se encontraba viviendo temporalmente mientras actuaba con su compañía de teatro itinerante.

Para llegar a la ciudad, yo viajé de modo clandestino en tren, tratando de cubrirme el rostro disimuladamente con la solapa del abrigo y mi gorro de piel, temeroso de ser detenido por algún agente que me pidiera mi pasaporte. En Tula, pasamos la mayor parte del tiempo encerrados en el pequeño cuarto de la modesta pensión que Iván alquilaba. Las mismas dificultades que imponía la casi clandestinidad hicieron que nuestra pasión creciera intensamente. Después Iván viajó a Moscú, con el riesgo de ser detenidos de nuevo si nos encontraban juntos. Siempre nos las arreglábamos para encontrarnos, con la complicidad de amigos que nos proporcionaban un sitio donde pernoctar. Uno de ellos era mi compañero nicaragüense de cuarto en la residencia universitaria, a donde llegábamos bien tarde en la noche. Para llegar hasta mi cuarto, en el sexto piso, subíamos por la escalerilla de emergencia, que estaba en la parte de atrás del edificio. Por la mañana, había que abandonar muy temprano la residencia por la puerta principal, cubriéndonos el rostro con las solapas del abrigo, para escabullirnos rápidamente de las viejas gordas y mal encaradas que hacían de porteras. Unas porteras que, si nos descubrían, serían capaces de entregarnos a la milicia.

De la noche a la mañana, mi vida en Moscú había dado un giro de 360 grados. De ser un becado que había combatido contra la dictadura de Somoza y contra los alzados contra la revolución sandinista, pasé a ser un individuo non grato, sin documento legal, sin estipendio siquiera. Por esta razón, mientras esperaba el anuncio de mi expulsión del instituto de arte y mi deportación de Moscú, debía evitar al máximo mi presencia en la residencia universitaria, donde los viejos compañeros de clases y profesores comenzaron a evitarme. Mis desesperados esfuerzos para demostrar al decano del instituto que yo no era ninguna lacra fueron infructuosos. Por otro lado, la embajada de Nicaragua en Moscú se limitó a esperar mi expulsión, bajo el argumento de que, si ellos enfrentaban la decisión del gobierno ruso con un abogado defensor, se arriesgaban a perder el juicio y a que yo quedara encarcelado por ocho largos años, según la ley vigente. Para mí todo estaba perdido.

Coincidiendo con mi proceso inquisitorio, por aquella época se realizaba en Moscú el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Al ser yo miembro de la Juventud Sandinista, tenía la responsabilidad del montaje de una exposición de fotos del proceso revolucionario nicaragüense y de la manta que decoraría la noche de gala de Nicaragua en el Teatro Vajtangov, donde los hermanos Mejía Godoy interpretarían sus canciones revolucionarias. Quise aprovechar la ocasión para hablar con alguno de los delegados y pedirles que intercedieran por mí ante el gobierno ruso, pero no me atreví. Para aquellos pocos que sabían de mi escabroso escándalo, yo era un paria. Me consideraban un completo irresponsable, caído en desgracia por mi desviación tanto ideológica como sexual, pues lo uno iba aparejado con lo otro. Con la única persona con quien hablé de esto fue con la responsable de organización de la Juventud Sandinista, a quien había confesado desde hacía un buen tiempo en Managua mi opción sexual. Se suponía que en aquel evento ella me entregaría la militancia del Frente Sandinista, pero cuando le pregunté sobre esto ella negó que yo fuera a recibir tal militancia. Así, tal vez mi única posibilidad de apelar a los rusos mostrando mi aval de revolucionario me era negada por la organización con la cual había trabajado durante los primeros años de la revolución.

En medio de aquella angustiante zozobra, abandonado solo a mi suerte, recibí una carta de mi madre desde Estados Unidos. Yo le había escrito pidiendo ayuda económica, diciéndole que era para mi viaje de vacaciones a Nicaragua. La carta me llegó abierta, pero de lo que no pudieron darse cuenta quienes la leyeron es que era portadora de las capacidades de premonición de mi madre. En aquella carta, ella me narraba un sueño que tuvo en el cual yo aparecía llorando y al borde de atentar contra mí mismo. En efecto, esto casi sucedió una noche después que terminé embriagado. Gracias a la oportuna intervención de mi compañero de cuarto, quien fue avisado de mi estado y de mis intenciones, no me lancé al vacío desde la azotea del edificio.

¿Cómo fue tu vuelta a Nicaragua?

Se suponía que yo regresaría a Nicaragua siete años después de haberme ido, cuando mis estudios de pintura hubieran finalizado. Pensar que llegaría mucho antes de lo previsto y sin ningún diploma, me producía una gran angustia, al punto de que deseaba irme mejor a cualquier otro país y no a mi patria. En esa desesperante espera de mi deportación, seguí encontrándome cuando podía con Iván, exponiéndonos a empeorar nuestra situación legal. Por el día, recorríamos los museos y las calles solitarias de los vetustos barrios de Moscú y caminábamos por los parques, en donde algunas veces dormimos entre los matorrales. Era admirable escuchar a Iván tratando de calmarme y darme ánimo, cuando yo, desesperado por nuestra inminente separación, mandaba a Lenin, a Stalin, al comunismo y sus arcángeles-milicianos a la mierda. Iván era más optimista que yo en cuanto a que nos volveríamos a encontrar, aun después de que yo volviera a Nicaragua. Ahora solo quedaba prepararme mentalmente para el inesperado y vergonzoso regreso a mi país. ¿Cómo enfrentaría las preguntas indiscretas de mis amigos? ¿Quiénes estarían dispuestos a aceptarme tras mi caída? ¿Quiénes se atreverían caminar a mi lado, sin mostrar vergüenza de mi amistad?

Cuando caí en desgracia, empecé a darme cuenta de que el paraíso revolucionario que la propaganda rusa y nicaragüense publicitaban, era puro cuento fabricado a base de manipulación y represión. En el período de las purgas estalinistas, fueron enviados a campos de trabajos forzados, miles de disidentes o no disidentes, acusados de ser enemigos del pueblo. Miles de rusos fueron ejecutados con un tiro en la cabeza, otros murieron en los campos de trabajos forzados, minados por las enfermedades, el cansancio y el hambre. Al igual que en los campos de concentración nazis, entre esos millones de víctimas también había homosexuales. Tomar conciencia en carne propia de las injusticias cometidas por el poder incuestionable de aquel régimen que fenecía en 1985, en los años previos a la Perestroika, fue la gran lección que aprendí tan lejos de mi tierra. Una lección que al mismo tiempo me anunciaba el destino final de la propia revolución nicaragüense, en la cual la élite del poder, en su megalomanía y en su desesperación por defenderse de sus enemigos, también iba cercenando la libertad del pueblo e incluso de aquellos que habían combatido con ellos y ahora les cuestionaban sus errores.

Transcurrió un mes hasta que me llegó la orden de expulsión y el pasaje de regreso a Nicaragua en un vuelo de Aeroflot. En realidad, yo ya no existía. De mí solo quedaba la armazón de mis huesos que sostenía mis carnes flácidas, con una cabeza hueca donde resonaban como golpes dados en una lata vacía estas palabras que escuché durante los interrogatorios: Lacras, lacras. Arribé a Managua sin querer ver a nadie, ni siquiera a mis hermanos. No quería hablar, ni dar explicaciones de lo sucedido, pues no venía preparado para eso, mucho menos para enfrentar el hecho de cómo viviría tras mi expulsión de Moscú. Ningún miembro de mi familia ni ninguno de mis amigos sabían de mi regreso.

Al llegar al aeropuerto sólo se me ocurrió llamar por teléfono a un amigo en Managua, que se había desencantado del proceso revolucionario sandinista mucho antes que yo. A pesar de su mala situación económica, me alojó en su casa y compartió su comida conmigo. Los dos levitábamos en una muerte civil, él vendiendo algunos de sus libros y pertenencias y yo buscando trabajo, algo que era un milagro conseguir en ese período de guerra. En casa de mi amigo me refugié unos meses, hasta que finalmente logré resucitar. Cuando fui a averiguar sobre la militancia sandinista que no me fue entregada en 1985 en Moscú, el responsable de la organización me respondió: La militancia no es como un calzoncillo sucio que se quita y se vuelve a poner. A través de unas compañeras de esa organización, pude ver la carta donde se me otorgaba, así como el broche que acompañaba tal credencial. Eso quizás pudo haber evitado mi expulsión en Moscú, de haberse mostrado como un aval ante las autoridades rusas. Así pensaba yo, ilusoriamente, en ese tiempo.

En 1986 logré conseguir trabajo como ilustrador gráfico en una revista juvenil llamada Los Muchachos. Ese mismo año murió mi hermano Daniel, a la edad de 24 años, después de 21 días de permanecer en cuidados intensivos, tras ser herido gravemente en combate en las montañas de Zelaya. Desde pequeños los dos habíamos compartido el mismo cuarto en la casa de la abuela. En ese cuarto él casi muere, al quedar enterrado bajo los escombros cuando la casa se cayó a causa del terremoto de 1972. En ese mismo terremoto murió, bajo los escombros de su cuarto, la abuela Margarita. Al morir ella desaparecía nuestro apoyo material y mi apoyo y estímulo artístico. Fue así que quedamos sin casa y tuvimos que cambiar constantemente de vivienda, algunas veces quedándonos en casas de familiares. Habíamos sobrevivido al terremoto, a la pobreza y a la guerra contra la dictadura.

Con mi hermano, estuvimos juntos en las barricadas cuando los combates en los barrios orientales de Managua, en la insurrección final contra la dictadura de Somoza en 1979. Luego manteníamos comunicación desde donde estuviésemos cumpliendo alguna tarea de la revolución, y compartíamos consejos, opiniones en cuanto a nuestra forma de actuar. En una noche de tragos en Managua, discutimos sobre la situación política. Esto sucedió escasos meses antes de él ser herido. Yo nunca le conté lo sucedido en Moscú. Quizás él fue el único miembro de mi familia que no lo supo, o quizás lo sospechó, pero nunca se atrevió a preguntar sobre lo sucedido. Para ese tiempo, yo era otro y él también, pues era evidente ya su psicosis de guerra. Mientras hablaba, fumando cigarro tras cigarro, recuerdo que hacía un tic nervioso con el dedo de su mano derecha, como en un gesto de accionar incansablemente el gatillo de su fusil. Cuando hablé sobre la corrupción de los líderes sandinistas y rusos, él no lo aceptaba. Me respondía que, aunque hubiese algo de verdad en lo que yo afirmaba, donde él estaba asignado sí había revolución; que en la montaña, combatiendo a los contrarrevolucionarios día tras día, aun en medio de tantas limitaciones y de tanta pobreza, sí seguía habiendo revolución y que él estaba dispuesto a morir por ella. Al final de esa discusión, terminamos golpeándonos como dos enemigos. De pronto salió corriendo de la casa hacia un predio vacío. Yo le seguí y lo encontré sentado en el suelo con su pistola apuntando a su sien. Me aferré a él para quitarle la pistola, hasta que lo convencí de que desistiera. Los dos terminamos llorando, abrazados. De él guardo una carta que me envió desde Managua en mis primeros meses de estudio en Moscú, así como su diario cuando se preparaba como oficial del ejército en Cuba.

En 1990 el Frente Sandinista perdió el gobierno en las elecciones. Igualmente, la Unión Soviética dejaba de existir, al cambiar su sistema político del comunismo al capitalismo. En ese período intercambié con Iván cartas que aún guardo. Recibí su último telegrama en 1993, cuando yo entonces era director de la Escuela de Artes Plásticas Rodrigo Peñalba, en Managua. Después de esa fecha, perdimos todo contacto. Ese mismo año yo renuncié a la escuela de artes para emigrar a California, donde la mayor parte de mi familia ya residía.

Tras aquellos hechos,¿has vuelto a tener noticias de Iván?

Yo había perdido toda esperanza de reencontrarme con Iván, pero él nunca las perdió. En febrero del año 2011 recibí un correo electrónico firmado por él. Yo estaba atónito, no lo podía creer. En mi incredulidad pensé también que podría tratarse de un email falso que llevaba un virus, y por eso no quería abrirlo. Cuando al fin lo leí, el mensaje decía: “Hola mi viejo y lejano amigo, he visto tu entrevista y te veo contento y en forma, tus obras son fantásticas, sin duda eres talentoso. No sé si todavía podrás leer mis cartas en ruso después de 25 años. Para mí hoy es un día de fiesta y tengo lágrimas porque te encontré. Yo me registré en este sitio (My Space) para enviarte el mensaje de mi corazón. Besos Iván.”

Yo contesté su email y a partir de entonces establecimos comunicación a través de Skype. En el año 2012 viajé a Moscú a reencontrarme con él. Como testigos mudos de nuestro reencuentro, estaban los mismos lugares: plazas, calles, parques, por donde pululamos en nuestros arriesgados y últimos días juntos en Moscú en el año 1985, antes de mi deportación. Allí estaban de nuevo: la Plaza Roja, el Teatro Bolshoi, la plaza con el monumento de Pushkin y la plaza con la estatua de Marx, en la cual todavía se puede leer el lema: “Proletarios del mundo, uníos”.