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Literatura, Literatura cubana, Exilio

Un resumen, un cierre provisional

En esta entrevista, Néstor Díaz de Villegas habla sobre la salida de un voluminoso libro, en el que ha recopilado su quehacer poético de a lo largo de cuatro décadas

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Hace dieciocho años tuve mi primer contacto con la poesía de Néstor Díaz de Villegas (Cumanayagua, 1956). Yo aún residía en Madrid y allá me llegó por correo un ejemplar (“casi el último que me queda”) de su poemario Vicio de Miami (1997), que él tuvo la gentileza de enviarme. En esos textos, no mostraba el Miami que conocen los turistas, sino que se sumergía en su cara más marginal y sórdida. Aquel libro me vino a descubrir a un escritor transgresor y libre, que lo mismo recurría al kitsch que a las referencias más culteranas. Y que igual que dedicaba un poema a un bugarrón “de labios gruesos y de pelo duro” y un homenaje a La Lupe, incluía otros inspirados en frescos de Andrea Mantegna y Girolamo da Camerino.

Después, yo pasé a residir en Estados Unidos y pude leer puntualmente Confesiones del estrangulador de Flagler Street (1998), Héroes (1998) y Por el camino de Sade/ Sade´s Way (2003). En esos libros, Díaz de Villegas confirmó el grado de autonomía que lo apartaba de la poesía que entonces escribían sus compatriotas, tanto dentro como fuera de la Isla. Al respecto, es oportuno citar al ensayista e investigador Francisco Morán, quien no duda en afirmar que se trata de “uno de los contados escritores cubanos que se han hecho de un estilo propio“. Acerca de esa primera etapa de la producción poética de Díaz de Villegas, escribí un artículo que apareció en este mismo periódico, “La tradición libérrima y gozosa”.

En los años siguientes, Díaz de Villegas compareció ante los lectores con similar regularidad y dio a conocer Cuna del pintor desconocido (2011), Che en Miami (2012) y Palabras a la tribu (2014), este último publicado en Brasil en edición bilingüe. Asimismo y a diferencia de los anteriores, a partir de Por el camino de Sade sus libros han podido disfrutar de una mayor circulación, lo cual ha permitido que su poesía tenga una mejor difusión y haya sumado nuevos lectores.

Hace poco ha visto la luz Buscar la lengua (Bokeh, 2015, 630 páginas), cuyo subtítulo exime de más explicaciones: Poesía reunida 1975-2015. En ese voluminoso libro, Díaz de Villegas ha recopilado su quehacer poético a lo largo de cuatro décadas. Evitó llamarlo Poesía completa porque al prepararlo, decidió dejar fuera algunos textos. No aparece Anarquía en Disneylandia (1997), una alegoría sobre las sociedades consumistas escrita a modo de divertimento. Asimismo, de los trece textos de Héroes solo ha incluido seis. Como compensación, rescató Ariza (1975), Vida nueva (1984) y La edad de piedra (1987-1991), que permanecían inéditos o solo se habían publicado artesanalmente en tiradas de muy pocos ejemplares.

Buscar la lengua permite recorrer en perspectiva la trayectoria como poeta que su autor ha recorrido hasta ahora. Es una magnífica oportunidad para apreciar la progresión de su estilo y de sus preocupaciones temáticas. Cada uno de esos libros tiene valor por sí mismo, pero también por el mapa que conforma junto con los otros. Obra original, cuenta ya con una considerable cantidad de lectores fieles y ha recibido la atención crítica de escritores y académicos como Duanel Díaz, Rogelio Llopis, Antonio José Ponte, Germán Guerra, Juan Carlos Castillón, Félix Lizárraga, Enrico Mario Santí. Estoy convencido de que la publicación de este libro contribuirá a que a esas firmas se sumen las de otros críticos e investigadores.

A propósito de Por el camino de Sade, Enrico Mario Santí expresó algo que se extiende a toda la obra de Díaz de Villegas: comentó que ese libro “escrito en la otra cara oscura de la poesía de nuestro país, aquella que siempre se ha opuesto a la edificante fantasía de «lo cubano en la poesía»”. Esas y otras revelaciones aguardan a quienes se adentren en las páginas de Buscar la lengua. Quienes tengan la suerte de hacerlo por primera vez, constatarán la justeza de los elogios que la poesía de Díaz de Villegas ha merecido. Y quienes ya somos sus lectores, tendremos la oportunidad de confirmarlos de nuevo. Felizmente, se trata de una poesía reunida que no cierra una obra, sino que representa un alto en el camino para echar la vista atrás.

He querido aprovechar la salida de Buscar la lengua para someter a su autor al asedio periodístico que a continuación sigue.

¿Cuál fue te impresión cuando recibiste los ejemplares de tu voluminoso libro? ¿Eras consciente de que habías escrito tanto?

¡Fue una impresión abrumadora! Me dio escalofríos ver toda, o casi toda la poesía que he escrito, reunida en un volumen. Buscar la lengua representa un resumen, un cierre, así sea provisional. Cumplo 60 este año, y un tomo de poesía reunida funciona como memento mori, es un catafalco donde viene embalsamada toda una vida. Solo falta el cráneo encima del libro, como en el emblema alquímico, y un cuervo encima del cráneo. Ahora que lo pienso, debido a que soy alquimista, veo que se trata también del Caput Mortuum, y que el libro es, en realidad, mi cabeza en bandeja.

Además, la edición es tan lóbrega, con esas manzanas de Pomona en blanco y negro, que acaso sean el emblema espagírico en mi obra. Y claro que se trata de una ocasión alegre porque, a pesar de todo, pude realizar la opera magna, por así decirlo. Las manzanas en tropel de la portada pertenecen a la escuela de pintura flamenca, son la obra de Waldo Pérez Cino, editor y fotógrafo cubano de Leiden. Representan lo rotundo de mi poesía, la salud que ha gozado, su naturalismo, su objetivismo, mi apego a la materia. Todas esas emociones y asociaciones me provocó el libro con la misteriosa portada de Waldo.

¿Qué reconoces hoy de ti en aquellos primeros poemas de Ariza y Vida Nueva?

Escribí mucho en la época previa a caer preso, pero no conservo nada de esa escritura. Mi reputación como poeta, buena o mala, está cifrada en aquellos poemas primerizos. En la Escuela Provincial de Arte, en 1969, o entre los asistentes a las tertulias de la Funeraria Rivero, ya era reconocido como poeta, y aun como esteta. Nunca he sido otra cosa. En Ariza llené incontables cuadernos de poesía, y mantuve el contacto con mi amigo Pedro Jesús Campos, que fue para mí el paradigma del genio. Continuamos sin interrupciones nuestros intercambios y lecturas, a pesar de que yo estaba en la cárcel, en Cienfuegos, y él en la calle, en La Habana.

Alrededor de 1976 hubo un cambio de paradigmas. Desde principios de esa década buscábamos un lenguaje que reflejara nuestra experiencia, y resultó ser un idioma decadente y modernista, no porque lo quisiéramos así, sino porque así se presentó ante nosotros. En la poesía de Pedro está el primer amago de asonancia y de ironía romántica en la lírica cubana contemporánea y, en ese sentido, Pedro es un precursor, al que ya se le dará el lugar que le corresponde.

Por mi parte, creo que el poema Narciso, que abre el libro, define lo que me propuse en mi obra, es un poema escrito en Ariza en 1976, a los 20 años. Mi escritura era entonces de tendencia neoclásica, bastante fría. En ese primer poema está esbozada la idea del minimalismo, en oposición al brutalismo de la poesía cubana de nuestra época. Si colocas los poemas de Ariza y Vida Nueva contra el panorama cultural de los setenta y primeros ochenta, verás el contraste.

En La edad de piedra aparecen tus primeros sonetos. ¿Qué encontraste o qué fuiste a buscar en la métrica y la rima?

Siento mucho apego por esos primeros sonetos salvajes. Los escribí en total libertad, no como los que vinieron después, donde hubo un cierto grado de construcción y diseño. Mis mejores sonetos son los de Patti Perfect, la secuencia que se titula The Tempest I-3, en el libro La edad de piedra, de 1991. Recuerdo que los escribí de un tirón la misma noche que fui con Patti a ver la película de Peter Greenaway, en el antiguo cine Riviera de Dixie Highway. Llenamos los vasos con borbón barato comprado en la licorería Fox’s Lounge, encendimos un par de Marlboros y nos abrazamos, mientras en pantalla un ángel meaba en un columpio. El acomodador vino a regañarnos. Éramos las únicas dos personas en el cine.

La métrica y la rima son formas de adivinación. Son una técnica que permite arrojar las palabras sobre el tapete para que busquen afinidades no tan evidentes en el ordenamiento natural. La rima es un séance donde un muerto habla desde el más allá. Un toque, un pulseo y una contestación. Existen muchos más grados de afinación, de afirmación y verdad en la rima y la asonancia. Es una sabiduría llamada gaya ciencia porque solo se revela a los iniciados. Además, estaba la cuestión de las largas noches de droga en que me dedicaba a perseguir, dentro de mi cabeza, la rima de algún terceto. Félix Lizárraga y Orlando González Esteva conocen ese arte regio.

Con Vicio de Miami iniciaste un ciclo dedicado a esa ciudad que tanto veneras, y que se extiende a Confesiones del estrangulador de Flagler Street y Che en Miami. Eso por no hablar de que esa ciudad también está presente en poemas de otros libros tuyos. ¿Qué tiene de especial Miami para que le hayas dedicado todos esos homenajes?

Nada especial. Yo no elegí a Miami; Miami me fue impuesta de una manera tan arbitraria como Ariza, o como Cuba. Miami es nada menos que mi segunda patria, a pesar de que soy apátrida. No me considero de aquí ni de allá. Regreso a Miami y visito lugares del recuerdo, ya completamente muertos. La ciudad ha crecido tanto que es como un adolescente torpe con un vozarrón que no reconozco. Un travesti. Yo le di una literatura, un personaje, una poesía. Miami le debe tanto a Campa, a Cárdenas, a Rosales, a Carlos Victoria, que jamás podrá pagar esa deuda existencial. Deberían levantarnos estatuas en los barrios malos donde vivimos y donde escribimos.

Yo llegué al Miami de Isaac Bashevis Singer, de Joe Carollo, de K.C. and the Sunshine Band y del viejo Meyer Lansky. Miami todavía le debe una medalla a José Manuel Salvat, de Ediciones Universal, al escritor catalán Juan Carlos Castillón, a los esposos Nancy y Juan Manuel Pérez Crespo de la librería SIBI. Cuando se hacen listas, a mí siempre me dejan fuera, pero Miami no sería la misma sin esos versos que están ahí, en esas 630 páginas.

Y a propósito de la pregunta anterior, ¿sientes nostalgia por Miami?

No. No siento nostalgia. Siento curiosidad por los eventos de una vida vivida principalmente en esa ciudad, y que son la materia prima de lo que escribo. ¡Todavía estoy digiriendo a Miami! El asunto es que, a pesar de haber creado un gueto de un millón de personas, a pesar de ser la segunda ciudad de Cuba, Miami no se ha explicado, no se ha sabido representar, debido a una suerte de vergüenza, de complejo o maldición miamense, y han ido quedando huecos, lagunas mentales sin rellenar. Corresponde al artista regresar a algún momento de esa ciudad que no existe y restaurar una escena, o representar lo actual, da lo mismo.

En mis sonetos están el coliseo deportivo, la biblioteca, un apartamento de Coral Gables o la tienda McCrory. Está el Parque de las Palomas y el Che Guevara perdido entre sus trillos. Hay un cuento, uno de los mejores de Carlos Victoria, que tiene lugar en el Lummus Park de la Tercera Avenida. En ese parque ocurrieron tantas cosas, se decidió allí la vida y la muerte de una cultura. Allí vivió Esteban Luis Cárdenas en un edificio de apartamentos del Plan Ocho. En 1981, Beni Dou llegó de Venezuela y fuimos a verlo. Cárdenas vivía borracho, con el poeta ajedrecista Benjamín Ferrara, y les habían cortado la luz. Beni y yo caminamos en la oscuridad por encima de un mar de botellas vacías.

En el cuento de Victoria, Guillermo Rosales se entera, en el Lummus Park, del suicidio de Reinaldo Arenas, es una escena patética –con el Templo Masónico de trasfondo– que forma parte del espíritu de la ciudad. Por cierto, dos años más tarde, Guillermo de suicidó el día del cumpleaños de Cárdenas, que es un personaje de su novela. Parafraseando a Flaubert: Miami, c’est moi!

En Héroes abandonaste el plano cronológico y espacial de Vicio de Miami y Confesiones del estrangulador de Flagler Street para echar una mirada al pasado inmediato. En ese libro, además de volver al verso libre, abordaste la realidad política cubana de manera más directa. ¿A qué respondió ese cambio en la temática y la escritura?

Héroes es un libro que prefiero olvidar. He retenido algunos poemas, pero no muchos. Pretendía apropiarme el lenguaje, la dicción de los locutores de radio miamenses, el alto sentido patriótico de lo cubano, hablar en la lengua del Indio Naborí y de Navarro Luna, de Marieta Fandiño y de los matutinos de Armando Pérez Roura. No lo conseguí, pero el intento era ya olímpico. Aun así, quedó la performance que acompañó al libro en mi casa de Coral Gables, y que fotografió Pedro Portal, donde aparezco como una especie de Casal en crack, abanderado y enfermo hasta el tuétano. Creo que toda la imaginería de Héroes fue aprovechada, más tarde, por los escritores jóvenes de la Isla.

En Cuna del pintor desconocido hay un bloque, Tin-Foiled Sighs, compuesto por poemas en inglés. ¿Qué te llevó a abandonar por primera vez tu lengua materna?

El inglés es mi segunda lengua. No la aprendí, como Vladímir Nabokov, de una nodriza británica, sino en las factorías de Hialeah, esas cárceles reeducativas; en los enormes almacenes del Northwest, tan místicos y desolados como catedrales góticas; en el gueto de Overtown, en la casa de crack de Adrion Carter, donde, a pesar del vicio, había algo puritano. Esos fueron los escenarios de mi nuevo idioma. Los altoparlantes, los walkie-talkies, los Perros de Flagler, las telenovelas del mediodía, el acento de las foreladies y los floor managers; una página de Moby Dick, un menú de Walgreens, un episodio de Mork & Mindy.

Llevas ya varios años en Los Ángeles, pero me llama la atención la poca presencia o el poco reflejo que esa ciudad tiene en tu poesía. ¿Acaso no te ha estimulado a nivel literario?

Está en la esencia de mis escritos. Los libros que escribí en Los Ángeles, a partir de Por el camino de Sade —por ejemplo, la última parte de Cuna del pintor desconocido, y sobre todo Palabras a la tribu— son libros hollywoodenses. A Los Ángeles llegué en 1979, y desde entonces me siento angelino, quizás porque Los Ángeles es un “pequeño mundo”. Ese concepto disneyesco de small world es también alquímico. Miro a Harold Lloyd colgar de un reloj en la cornisa de un edificio, y reconozco en el trasfondo algunos lugares que me son muy queridos, que son parte de mi vida. Por cierto, Lloyd está enterrado en Forest Lawn, el mismo cementerio que guarda los restos de Ofelia Fox, la creadora del cabaret Tropicana.

¿Nunca te ha interesado escribir narrativa?

Bien mirados, Confesiones del estrangulador de Flagler Street, e incluso Che en Miami, son poemas épicos, pequeñas narrativas. En cada uno de mis libros he ido haciendo el cuento de mi propia existencia. Aparte de eso, escribí dos novelas que nunca verán la luz, y un buen número de ensayos y artículos periodísticos.

En los últimos años, algunas editoriales de las provincias han publicado a autores del exilio como Daína Chaviano, Chely Lima, Carlos Pintado. Si te lo ofrecieras, ¿aceptarías que algún libro tuyo se editara en Cuba?

A estas alturas de mi vida, no tengo absolutamente nada en contra de ser publicado en Cuba.

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