Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Almagro don’t cry for me Venezuela

Es posible que las acciones políticas de Nicolás Maduro durante los últimos días, en su empeño por conservar el poder, no resultaran tan estúpidas como pareció en un inicio

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“¿Para qué tenemos a la OEA?”, declaró el senador Marco Rubio este martes a la cadena Fox cuando supo que Luis Almagro, secretario general del foro, no había logrado reunir tropas suficientes para eventualmente expulsar a Venezuela. Lo simpático es que Rubio coincide con el presidente Nicolás Maduro, quien al siguiente día también se preguntaba frente a sus ministros: “¿Tiene sentido la existencia de la OEA?”

Fundada en Bogotá, en 1948 tal y como la conocemos hoy, nada más y nada menos que liderada por el general George C. Marshall, bajo el compromiso de “combatir el comunismo en el continente”, la OEA expulsó a Cuba en el año 1962 aunque en el 2009 la readmitió. Pero La Habana no ha querido regresar porque se pregunta lo mismo: ¿Para qué sirve, o a quién sirve la OEA? Y ya tenemos un trío raro: Cuba, Maduro y Rubio con igual opinión.

El actual secretario Luis Almagro, mal catalogado como guerrillero tupamaro[i] en el pasado, quiere exiliar a Venezuela del foro interamericano y sus razones tendrá, pero la más publicitada es que Caracas no cumple ya con la democracia. Le quiere aplicar la Carta Democrática Interamericana, que permite la expulsión. El otro único país suspendido, además de Cuba en el 62, fue Honduras tras el golpe militar del 2009 contra Manuel Zelaya. Golpe aceptado, e incluso apoyado por Estados Unidos y especialmente por la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton[ii].

La OEA es el auto titulado foro defensor de la democracia y los derechos humanos en el continente.

Pero entre 1962 y 2009 sucedieron muchas cosas feas en el cono sur. Y lo sorprendente es que ninguna dictadura militar desde los 50 hasta los ochenta fue lo suficiente terrible para que la OEA las expulsara o al menos públicamente los condenara. Ni el Paraguay de Stroessner, ni el Chile de Pinochet, ni la Dictadura Cívico Militar uruguaya, ni la Argentina de Videla en el 76, por mencionar algunas. Todas fueron digeridas sin una gota de dispepsia tanto por Washington como por la Organización de Estados Americanos.

Y es cierto que a partir de los años 90 la OEA comienza un proceso de aggiornamento, de ponerse al día; por eso seguramente condenó el golpe contra Zelaya, que la Casa Blanca no había siquiera denunciado. Y también es cierto que la situación de Venezuela es difícil, tensa, triste, caótica, preocupante e inminente; con terribles decisiones y expresiones presidenciales que tienen que ver poco con Simón Bolívar y menos con Andrés Bello.

Pero eso no debiera opacar dos realidades: la primera ––y tal vez un nudo gordiano en sí, ya que el gobierno de Maduro bloquea todo lo que hace la Asamblea y todo lo que hace la Asamblea es para derrocar a Maduro–– es que, nos guste o no, el Gobierno venezolano y la Asamblea Nacional fueron electos democráticamente y que solamente otras elecciones debieran poder cambiarlos a los dos.

Y segunda es que la OEA, a pesar del aggiornamento, tal vez siga siendo un complaciente brazo diplomático de la política norteamericana (aunque haya políticos que como Marco Rubio prefieren directamente torcer brazos). Y es que, si la miramos con ternura, ese foro interamericano se encuentra en una crisis de identidad posiblemente insuperable. Se debate entre su naturaleza inicial de constituir una oficina proconsular estadounidense y la actual voluntad de muchos países miembros que no quieren comprarse lo que interpretan como una bronca personal de Almagro con Maduro.

Por eso tal vez el senador Rubio se preguntó “para qué tenemos la OEA”. Y por eso tal vez también antes de la reunión del martes en Washington DC, amenazó públicamente a Haití, República Dominicana y El Salvador con cortarles ayudas económicas si no votaban a favor de la posición de Almagro. Pero ninguno de los tres países se asustó. Se limpiaron con la amenaza. Y no era para menos. Una intimidación pública de un senador de Estados Unidos de América a tres países miembros de la OEA, democráticos y soberanos, de que si no votaban como quería ¿Washington?, no les daban más dinero. Y eso, ¿no es intrínsecamente vergonzoso? Y Luis Almagro, secretario General, defensor de los Estados americanos, paladín de la dignidad, ¿protestará por ese insulto? ¿Se atreverá a hacerlo, al menos en privado, con su amigo Marco Rubio?

Un susurrito Luis, un susurrito, aunque sea para salvar cara.

Nota al pie

En el momento de ser redactada esta columna no habían tenido lugar las decisiones del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) venezolano respecto la Asamblea Nacional, el pasado viernes 31. Dichas decisiones significaban que la ruptura del orden constitucional venezolano y la supresión del orden democrático eran ya una realidad.

Dicha realidad proporcionaba a Luis Almagro toda razón y causa para invocar la Carta Democrática Interamericana, mientras que dejaba a los todos países integrantes de la OEA con pocos argumentos para negarse a respaldarla.

Sin embargo, el sábado 1 el Consejo de Defensa de Venezuela ––verbigracia el presidente Nicolás Maduro–– exhortó al TSJ a revisar sus decisiones 155 y 156, lo que dicho tribunal hizo, poniendo la mesa de nuevo en el mismo sitio de antes, pero ahora con la ventaja de la iniciativa por parte de Maduro.

Efectivamente, al momento de darse a conocer, la acción inicial del TSJ ––más que probablemente coordinada con el presidente Maduro–– aparecía como inexplicablemente extemporánea, contraproducente, e increíblemente estúpida incluso dentro del peculiar historial de necedades en ese ejecutivo, a la luz de:

1. El revés sufrido por Almagro esa misma semana en la OEA.

2. Las declaraciones del Departamento de Estado mediante su portavoz Mark Toner de que Washington no apoyaba la expulsión de Venezuela del organismo interamericano

3. Las declaraciones de Antonio Guterres, Secretario General de Naciones Unidas, ignorando las gestiones de Almagro y su compromiso con la expulsión venezolana, e instando que el ejecutivo venezolano y la oposición volvieran al diálogo facilitado por El Vaticano, entre otros.

Pero puede que no haya sido tan estúpido. A la luz de esta sorpresiva marcha atrás del TSJ, lo que ella pudiera indicar, más que “una rectificación del ejecutivo venezolano debido a la presión internacional”, es que los dos movimientos pudieran haber sido calculados de antemano para propiciar una carambola política que favoreciera al presidente Maduro. La súbita y pre coordinada reunión de los países del ALBA en La Habana, adónde asistirá Maduro para buscar apoyo y consenso, parece apuntar en este sentido.



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