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EEUU, Elecciones, Biden

Biden o la vuelta a la normalidad

Biden no es el candidato perfecto, pero con él uno sabe a que atenerse. Así como Trump es la caricatura de la disrupción política, el exvicepresidente representa el reingreso a la convencionalidad

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Dos hechos, más allá del número de delegados, el abandono de la contienda por algunos aspirantes y la cifra de estados ganados por ambos protagonistas en lo que hasta el martes 3 de marzo fue un proceso confuso y por momentos aburrido: el fervor de los votantes demócratas en el empeño de derrotar a Trump y la certeza de que es posible una gran coalición para lograr ese objetivo.

El pasado martes no fue precisamente la noche de Sanders y tampoco a plenitud la de Biden: fue el triunfo de la cordura.

También —y ojalá sea así en las próximas semanas— el momento en que buena parte de este país volvió la mirada al pasado cercano y recobró, con orgullo y nostalgia, el entusiasmo que llevó a Barack Obama a la presidencia.

Aunque solo se mencionó en algunos estados sureños, lo que podría llamarse el “factor Obama” puede convertirse en una fuerza decisiva para llevar a Joe Biden a la Casa Blanca y al menos mantener la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes.

Un regreso que quizá ahora vuelva libre de excesivas ilusiones —lo que en última instancia es una buena señal—, pero firme en una convicción pragmática que sustenta la única filosofía que ha dado al mundo Estados Unidos. Biden no es el candidato perfecto, pero con él uno sabe a que atenerse. Así como Trump es la caricatura de la disrupción política, el exvicepresidente representa el reingreso a la convencionalidad. Malo a la hora de alimentar ilusiones, pero seguro en el momento de la verdad.

Y la verdad es simple, brutal, para los electores demócratas: contar con alguien capaz de derrotar a Trump. No será fácil y el camino está lleno de dificultades. Pero sin una figura capaz de elaborar una gran coalición de votantes resultará imposible lograrlo.

De momento, la vía para ello no es la ideológica.

En Estados Unidos, una larga tradición indica que no se supera el caos proponiendo otro, falsas promesas con espejismos, demagogia de un signo con populismo del otro.

Fantasías y quimeras progresan y brillan en ocasiones en la literatura y el cine, pero en la vida cotidiana los malabarismos terminan por aburrir: uno va a la feria, no vive en la feria.

Para los demócratas triunfar en su empeño, alcanzar una pronta definición en las siguientes elecciones primarias resulta urgente, ineludible, imperioso (y la sobrecarga en la sinonimia no se alimenta en una retórica vulgar sino en el énfasis de una necesidad).

Los próximos estados donde se efectuarán primarias —Arizona, Michigan y Ohio— son vitales no solo para un triunfo de Biden sino para una derrota de Trump.

En otros —Louisiana, Mississippi, Illinois y Florida— las posibilidades de triunfo del vicepresidente son más amplias.

Sin embargo, en buena medida la posibilidad de triunfo se define en Michigan. En cualquier caso, este mes de marzo determina el futuro de EEUU.

Con las sorpresas y altibajos que ha caracterizado al panorama político estadounidense en los últimos años, arriesgar una hipótesis de este tipo es casi suicida, pero también un llamado de alerta.

O Estados Unidos regresa a la estabilidad del Estado de derecho y el imperio de la ley, la separación de poderes; y abandona la polarización extrema, las “realidades paralelas” y la impunidad de la mentira, o se convierte en una “república bananera” por las próximas décadas, con independencia de su poderío militar y económico.

La buena noticia es que la participación electoral en las primarias del martes aumentó desde 2016 en casi todos los estados. En Virginia, por ejemplo, la participación aumentó en más de dos tercios.

Mejor aún es que dicho aumento obedeció en buena medida a una corriente impulsada por Trump. No a su favor sino en su contra, que lo ocurrido en las elecciones legislativas de 2018 puede volver a ocurrir.

El regreso a la normalidad no debe asociarse con retroceso. Volver a la época de Obama no es dar marcha atrás, sino retomarla como punto de partida. La agenda debe ser progresista y de avance social, paliativa ante las injusticias inherentes a un descontrol financiero. No será fácil—repito—, pero es posible.


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