China no es el futuro
El gran país de Asia es una extraña mezcla de elementos modernos de desarrollo ligado a viejas y reforzadas prácticas de totalitarismo comunista y milenario autoritarismo imperial
Muchos analistas dan por sentado que el modelo económico chino tiene todos los elementos de sostenido desarrollo que permite augurar que será la próxima potencia hegemónica mundial a la vuelta de unos años. Hasta un venerable maestro como Mario Vargas Llosa se lanza entusiasta a ponerlo como ejemplo a destacar para el crecimiento económico de América Latina.
Y no es para menos. Según los últimos datos anunciados, las cifras de macro-desarrollo son apabullantes: un Producto Interior Bruto de seis billones y un crecimiento en el 2010 de un 10,3 % de la economía; un superávit comercial de 10,460 millones de dólares; un reciente volumen comercial de 143,300 millones de dólares, 79,950 de ellos en exportaciones; y de acuerdo a las cifras aportadas por la Administración General de Aduanas, las exportaciones del país alcanzaron la cifra de 274,200 millones de dólares en los primeros cuatro meses del año en curso, lo que representa un incremento anual del 25,8 %… y por ahí sigue.
Sin embargo, aunque encandilan estas frías estadísticas que tan bien suenan al oído, detrás se oculta un trasfondo donde graves asuntos nacionales y humanos permanecen relegados y reprimidos.
¿Puede una sociedad económicamente pujante como la de China dejar más de la mitad de su territorio, con el grueso de sus habitantes, fuera de la prosperidad que se anuncia a bombo y platillo? Entre 700 y 800 millones de ciudadanos chinos permanecen encerrados en una vasta zona donde el oropel y la modernidad de ciudades como Shanghái son solo vislumbradas por la TV. China permanece dividida en tres rígidas fronteras interiores. En la mayor zona, ubicada en el Oeste del país y en un enorme pedazo de la norteña Manchuria, el 60 % de la capacidad industrial del país lo constituyen empresas irrentables dotadas de tecnologías de la Era Soviética, las que son explotadas con mano firme por los mandarines del Partido Comunista y sufragadas con los impuestos que se le extrae al capitalismo de la zona oriental del país, esa que hace brillar tantas cifras de desarrollo a nivel internacional.
Unos cincuenta millones de chinos escapan o lo intentan desde esa zona subdesarrollada, colándose a través de las rígidas fronteras interiores sin el pasaporte requerido, muy difícil de obtener sin una buena cantidad de dinero que lo “unte”. Los millones que lo logran, pasan a integrar las abultadas filas de desempleados que esperan ocupar una plaza en las largas cadenas productivas de las nuevas fábricas, trabajando en agotadores turnos de doce y catorce horas, siempre temiendo un momento de debilidad que pueda significar el despido y sustitución por otro, a cambio de una magra remuneración, mientras malviven y duermen en la misma fábrica el poco tiempo libre que les queda.
El régimen de Beijing, organizado en una especie de Neo-Imperio Celeste, donde los burócratas del Partido Comunista son los nuevos sabios que rigen y controlan al dedillo un vasto territorio, con todo el ganado humano dentro, exuda represión y control por los cuatro costados. El laogai, o sistema penitencial nacional, es de una dureza tan atroz que una parte significativa de sus prisioneros no sale vivo del encierro. Emulando a su modelo original, el GULAG soviético, explotan a sus cautivos de modo indiscriminado, lo mismo en duros trabajos físicos como ejecutando juegos de Internet (World of Warcraft) que representan un proceso de recolección diaria de dinero electrónico (gold farming). Estas personas, al igual que la población fuera de sus alambradas, no disfrutan de ninguna protección ante un mecanismo de represión tradicional en los totalitarismos. Así se muele constantemente a una décima parte de la población con el objetivo de explotar sin límites su mano de obra y de aterrorizar al resto para mantener un bajo nivel de rebeldía.
Mas, ¿se logra contener las protestas contra la injusticia, la corrupción y el abuso de poder que vierte a borbotones el Partido Comunista Chino? Recientes protestas violentas en Shanghái, huelgas en la ciudad fabril de Xintang y hasta violentos actos terroristas y manifestaciones en distintas regiones del vasto oeste de la nación, demuestran las pujantes contradicciones presentes entre el statu quo y las ansias de oportunidades de vida digna de grandes sectores sociales.
Definiendo aun mejor su perfil represivo, el gobierno-partido sostiene dos enclaves coloniales internos, uno en el ocupado Tíbet y otro en la denominada Región Autónoma Uigur de Xinjiang. En ambos ha reprimido ferozmente cualquier manifestación de protesta y ha emprendido un concienzudo proceso de colonización china, imponiendo una lengua y cultura que son ajenas a los pueblos de dichas regiones.
En política exterior, China ha sostenido una vieja práctica de la guerra fría, la de sostener estados satélites de un oscuro perfil totalitario, como Myanmar y Corea del Norte, en función de elementos de presión internacional a Occidente, unida a otras novedades más prácticas. Los chinos sostienen un régimen represivo, caduco y económicamente quebrado como el del octogenario Robert Mugabe a la par de extraer enormes cantidades de minerales estratégicos para sus industrias en Asia. Las inversiones chinas en las reservas mineras de países del sur de África, Namibia, Zambia y Zaire, cumplen ese mismo cometido en busca del estaño, cinc, níquel y cobalto necesario para sus industrias.
Además, China exporta el modelo explotador de capitalismo de estado descrito anteriormente creando empresas en Occidente, incluida América Latina, donde trabajadores chinos laboran por muy bajos salarios y en condiciones deplorables. Los promotores y propietarios de estas empresas son los miembros de la nomenclatura partidista china. Ponen en práctica un mecanismo de soborno y corrupción en los aparatos burocráticos de los estados sedes que les permite imponer sus productos y servicios con una competencia desleal e ilegal.
Hay algo siniestro y artero en el estado chino cuando ni siquiera se toleran prácticas espirituales y ejercicios físicos como los de los seguidores del Falun Gong. Aunque un aparente defensor de la globalización y la economía de mercado, el gobierno-partido chino mantiene controlados los medios de comunicación y han desarrollado prácticas de coacción que estimulan la autocensura en los creadores y pensadores de la cultura nacional en todas las manifestaciones del arte y las comunicaciones.
De hecho, el gran país de Asia es una extraña mezcla de elementos modernos de desarrollo ligado a viejas y reforzadas prácticas de totalitarismo comunista y milenario autoritarismo imperial. La disparidad del ingreso real de los ciudadanos ha adquirido una dimensión nueva bajo esta égida de buen rostro y saludable desarrollo.
¿Puede un modelo así, distanciado por las malas de las influencias del humanismo occidental, con su énfasis en la libertad, la democracia, la transparencia informativa, el estado de derecho, transformarse en un guía hegemónico mundial? No es muy probable. A la par de las contradicciones descritas, el renacido sueño imperial, emergido de la rigidez autoritaria manchú, la humillación colonial y el aplastamiento de la nación mediante los salvajes experimentos sociales del maoísmo, se sostiene con piernas construidas con el material que se fabrican los sueños. Estas contradicciones, ya se avizoran, tendrán un factor de ficción desfavorable, alentados gracias a los ejemplos de rebeldía nacional que emergen cada día del presente en el mundo islámico y por las fuerzas incalculables e impredecibles que aportan los medios de comunicación modernos.
No se puede manejar la Globalización al antojo por demasiado tiempo, eligiendo qué conviene de ella y qué no será permitido. Los dirigentes partidistas chinos deberían ser verdaderamente sabios e ir entregando gradualmente los mecanismos del poder a las fuerzas del progreso que están latentes en el país. La nación posee unas condiciones económicas mucho más favorables que hace una treintena de años, pero el sostenimiento de un rígido modelo de control puede llevarlo todo al traste mucho más temprano de lo que se imagina. Quizá entonces el país retroceda una buena distancia en su actual pretensión hegemónica, pero sobre bases verdaderamente democráticas y de libertad, solo en esas circunstancias podrá reemprender el camino del desarrollo natural y armónico.
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