Chivas Regal en China
De Pekín a Caracas, pasando por La Habana: ¿Un respiro en medio de la miseria o la confusión de una ventaja circunstancial con un destino?
Nadie como Castro hizo tanto por cambiar el principio de la "coexistencia pacífica". Ni siquiera Hô Chi Minh en Vietnam, quien logró la derrota mayor contra Estados Unidos —y de amplias consecuencias para la sociedad norteamericana—, pero se mantuvo aferrado a un nacionalismo independentista. Ante los ojos del mundo, para el mandatario cubano la ecuación aparecía planteada en términos opuestos a los del Tío Hô: la declaración de un internacionalismo a toda prueba era su forma peculiar de divulgar una política nacional. Pero las banderas que ondeaban en la Plaza de la Revolución ocultaban un cálculo exacto de riesgos y conveniencias en el que poco contaban la explotación capitalista y el sufrimiento neocolonial. Contrario al Che Guevara, Castro no es un aventurero.
En el caso de Jruschov y la URSS, fue demasiada tentación la posibilidad de poner una pica a noventa millas del "Imperio". Durante muchos años pagaron un precio por ello, aunque fuera en rublos. Castro nunca ha tenido que pagar un precio por sus "andanzas", en términos de arriesgar su capital político en la Isla, aunque el pueblo cubano ha sufrido dolor y penurias a consecuencia de estas.
Con la caída de la URSS y la desaparición del campo socialista, se cerró el capítulo en que durante décadas Cuba hizo de tropa de choque del comunismo internacional. Un papel ejercido con el apoyo o la renuencia de la URSS, en dependencia del momento, pero donde siempre —a diferencia de la superpotencia— proclamó el anteponer los principios internacionales al bienestar y la supervivencia nacional. En la práctica, sus acciones siempre estuvieron dirigidas hacia llegar hasta el punto donde era posible el retorno.
Este empeño nunca fue gratuito. Pese a las declaraciones y el afán por presentar el intervencionismo cubano como un empeño desinteresado, las actividades de los hombres de Castro —por los cuatro rincones del mundo y durante más de treinta años— sirvieron para convertirlo en un aliado poderoso y un enemigo temible.
Cuando termine el régimen, los cubanos se preguntarán una vez más qué logró el país en la acumulación de capítulos, párrafos, referencias y simples notas al pie de página, dedicadas al tema en los libros de historia de tantas naciones: el estancamiento económico ha persistido sin interrupción, los avances en la educación pública y la salud retroceden desde hace mucho tiempo, la pobreza reina en campos y ciudades, y las nuevas generaciones no son ni más cultas ni más libres que antes de 1959. Sin embargo, el nombre de Castro seguirá acaparando la atención mundial hasta su muerte.
Una vuelta al pasado
La actual alianza con Chávez no logra devolverle a Castro el papel hegemónico en la esfera internacional que disfrutó por tanto tiempo. Un intento de una commonwealth "bolivariana" para el Caribe y Latinoamérica —con el único atractivo del momentáneo precio del petróleo— está fundamentado en una concepción errónea. El freno a un neoliberalismo sin límites debe producirse mirando al futuro y no intentando la vuelta a políticas populistas; de amplia aceptación entre los más pobres cuando las escuchan por vez primera, pero carentes de una base sólida que permita el desarrollo económico.
El populismo de Chávez —que el mandatario cubano adopta ahora con el ofrecimiento de ollas arroceras, como antes se refirió a planes quinquenales y etapas en la construcción del socialismo— se limita a un respiro en medio de la miseria. Es precisamente por esta razón que no hay que confundir una ventaja circunstancial con un destino. Lo sabe el gobernante y también lo conoce su círculo más cercano.
El presidente venezolano puede estar actuando como tabla de salvación, pero el puente hacia el futuro de una Cuba sin Castro se está construyendo por otro rumbo —que tampoco excluye a Venezuela, pero que la integra en una ecuación mayor— y se dirige hacia Estados Unidos por la vía China. Lo demás es retórica.
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