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México, Elecciones, Obrador

¿Cuándo se jodió México? (I)

Un trabajo en dos partes

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“…Los artificios y el candor del hombre no tienen fin…”
“¿Cómo (se dijo) pude engendrar este penoso hijo y la inacción dejé, que es la cordura?”
Jorge Luis Borges, “El Golem” (1958)

Hace años, expectante y preocupado, seguí en vivo por la televisión la jornada del Congreso donde se le suprimía a Andrés Manuel López Obrador la inmunidad del fuero, que gozaba como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México (todavía Distrito Federal), para poder someterlo a un juicio de responsabilidades civiles como un ciudadano llano más, al haber desobedecido varios mandatos judiciales de obligatorio cumplimiento (emitidos ya en última instancia por la Suprema Corte de Justicia de la Nación), y cometer varios abusos y atropellos, al favorecer generosa e ilegalmente a un hospital privado de los más exclusivos y caros del país, avasallando los derechos de un propietario particular. Cuando después de intensa y acre discusión fue aprobado su desafuero, escribí en mi cuaderno de notas: “Llegó la hora de la verdad”…

Pero al final, no pasó nada: afuera del Congreso se agolpaba una muchedumbre enfurecida, que defendía ciega y fanáticamente al transgresor, contra toda razón o argumento, y consideraban el desafuero como una trampa para impedir su candidatura (por primera vez) a la carrera presidencial. Luego, por cobardía o por cálculo político, o ambas cosas, ese desafuero nunca se aplicó; se sumó así a una larga serie de concesiones que el sistema ya le había otorgado a López Obrador desde varios años atrás: no fue encarcelado cuando encabezó el atentado violento contra varios pozos petroleros en su natal Tabasco, y también se le obsequió, sin tenerla, la residencia requerida por ley para presentarse como candidato al gobierno de la capital, que ganó cuando compitió, con el apoyo total y sincero de Cuauhtémoc Cárdenas, entonces ya su mentor político. Con cada nueva concesión, lejos de aplacarse, López se sintió fortalecido, imbatible e indestructible. Su soberbia natural se esponjó y creció.

Presencié también en ese tiempo, incrédulo, que el Estado mexicano legalmente constituido no sólo toleró sino hasta protegió de forma efectiva con sus propias fuerzas militares, el desfile propagandístico y retador a través de toda la república, de una tropa guerrillera armada e insurrecta, que ya había causado varias muertes de soldados en un ataque sorpresivo, sin previa declaración de guerra, y que se coronaba este espectáculo insólito y grotesco permitiendo su comparecencia, debidamente encapuchados, ocultando su identidad con espesos pasamontañas, en la llamada hasta entonces la “tribuna más alta del país”, que así quedó convertida por ese acto permisivo, tan débil como cómplice, en un changarro callejero para merolicos, como dijo alguien. Esa infame farsa obtuvo entonces unas frases lapidarias de la mujer más famosa del país: María Félix lamentó que un grupo de “bandoleros” encabezados por “un payaso, arrogante y mugroso, un naco” (corriente), vinieran a “nalguear al Presidente Fox”, quien actuaba “como un demente”, y también al país, “por falta de calzones” de las autoridades. Al poco tiempo, quizá de coraje, ella murió.

Lo que ha ocurrido en las elecciones mexicanas es el resultado de un largo proceso de desintegración que viene desde mucho tiempo atrás. No es la obra de un hombre solo, ni siquiera de su equipo más cercano o de sus numerosos seguidores, sino de una sostenida voluntad aniquiladora que desde hace más de medio siglo percibieron autores como Erich Fromm, Oscar Lewis y Octavio Paz, comentando la autodestructividad innata del mexicano. Tampoco lo ocurrido es un capricho pasajero, sino la expresión de una decisión colectiva casi congénita que se presenta cíclicamente en la historia nacional. Decía Marx acerca del papel de las personalidades en la Historia, que cuando ella necesita los hombres que la muevan, estos siempre aparecen, para bien o para mal.

¿Resistirá ahora la apenas naciente democracia liberal mexicana, rebosante de frustraciones, en un pueblo —según han dicho algunos— todavía impreparado para asumir con completa responsabilidad su propia libertad (como casi todos los pueblos, por muy viejas repúblicas que disfruten), la prueba de fuego que supone la tentación oclocrática que hoy encarna como nadie antes y quizá tampoco después, López Obrador?

Su elección clamorosa confirma quizás una antigua tradición, que cuando los pueblos deciden su destino con el hígado, muy probablemente lo pagan después con el estómago, y en ocasiones al final hasta con el cuello. Creo que este ha sido un triste ejemplo de ello, de difícil pronóstico.

Como conozco y quiero a este país (aunque no acabo de entenderlo bien) que ya también es mío, y con el que estoy unido por una impagable deuda de gratitud, me preocupa sinceramente su destino, que compartiré hasta el final; aunque lo amo, no dejo de reconocer que, como resultado de una historia dilatada y compleja, plena de insatisfacciones y frustraciones y de una personalidad colectiva muy especial (que ya estudiaron brillantemente pensadores nativos mexicanos como Samuel Ramos, Octavio Paz y Guillermo Tovar, entre varios más, en eso que se denomina genéricamente “pueblo”, suma de individualidades, pero con un mínimo divisor común), existe desde una antigua fecha un resentimiento muy acendrado en la esencia nacional, una actitud sumamente recelosa ante el éxito ajeno, que algunos psicólogos, sociólogos e historiadores han tratado de explicar por su mismo origen en la doble herencia española e indígena, nunca aceptada plenamente, con el componente añadido de un carácter profundamente religioso, donde aún se funden las prácticas del catolicismo ortodoxo y la superviviente cosmogonía azteca.

La mexicana es una de las culturas vivas más antiguas del planeta; o más bien, es un mosaico de culturas diversas y poderosas que se ha ido amalgamando a lo largo de treinta siglos, para formar un conjunto complejo y en ocasiones contradictorio, cuyo perfil definitivo resulta difícil precisar y definir. “México mágico” resume eufónicamente la frase, casi turística, y el tópico evidente no deja de contener algo típico y veraz. Dentro de ese sistema intrincado, han convivido durante toda su existencia como nación dos fuerzas igualmente magníficas, que se alternan en su historia: una de vocación centrípeta y otra centrífuga: una suma y la otra resta; una integra y la otra expulsa. Pero ambas constituyen un difícil equilibrio, una suerte de yin-yang dentro de un tao que hoy comprende más de 120 millones de activos pacientes. Así ha habido, al menos, a través de la historia, dos Méxicos en permanente enfrentamiento: el de Huitzilopochtli y el de Quetzalcóatl, los principios de destrucción y construcción que han amasado la fisonomía y el carácter del país y de sus habitantes. Geográfica y culturalmente, además, existen no uno, ni dos, ni tres, sino al menos cuatro Méxicos distintos: un norte industrial próspero, un centro burocrático y controlador, un occidente laborioso y rudo, y un sureste adormecido: así hoy conviven sorprendentemente los siglos XVI-XVIII, XIX, XX y XXI.

No es tarea sencilla gobernar un país así, y por tanto tradicionalmente el poder ha tenido que sostener la unidad a partir de un control severo, y en momentos urgentes, rígido. Eso quizá ilustra por qué durante la mayor parte de su historia, México ha tenido gobiernos autoritarios, si no dictatoriales, y en ocasiones tiránicos, desde los aztecas hasta los priistas clásicos. En aquellos momentos fugaces de su historia donde ha brotado un tímido y leve germen de libertad más distendida, ha sido final e implacablemente barrido.

Creyendo ya superada aquella historia y guardado para siempre ese “espejo enterrado” que azogueó Carlos Fuentes y radiografió Octavio Paz, “monstruo de su laberinto” solitario, México pretendió ponerse al paso del resto del mundo e intentó romper la costra de su sangre congelada sobre los altares tribales prehispánicos y luego patrióticamente republicanos. Una generación de jóvenes mexicanos educados en Yale y Harvard, con posgrados en Londres y París, quiso alterar ese equilibrio y conjurar un nuevo país, moderno y competitivo, pero en el intento olvidaron las profundas esencias nacionales y una cerval resistencia al cambio, y ese mismo país al final les pasó la cuenta. Fueron, a su pesar y con tantos estudios a cuestas, incautos “aprendices de brujo”. Hoy muchos les llaman, con desdén y desprecio, “neoliberales”.

Ahora, justamente cuando está malviviendo sus días finales y casi agoniza en un moderno y lujoso hospital el último tlatoani (Luis Echeverría Álvarez, de 96 años), para que no se rompa la continuidad, nace un sucesor listo a ceñirse el tocado de turquesa que simbolizaba la eternidad del tiempo, como el nuevo Señor. El triunfador López Obrador, admirador de Echeverría, ha hablado de “la cuarta transformación de México”, que correspondería con El Cuarto Sol, o la Cuarta Metamorfosis: después de la Independencia, la Reforma y la Revolución, el astro rey se asoma de nuevo por el oriente y él se titula su Supremo Sacerdote. Viene con la cuchilla de afilada obsidiana lista para el sacrificio ritual, que la muchedumbre le exige para vivificar de nuevo el cosmos.

Vale la pena recordar la antigua leyenda nahua de Los Cuatro Soles sobre el origen del mundo. Después de tres intentos frustrados y ruinosos, los dioses quisieron una vez más crear un sol perfecto. Pero no ocurrió como deseaban:

…Todo parecía marchar bien, pero, siendo el dios de la Lluvia Tláloc, hizo que cayera fuego del cielo, convirtiendo los ríos en llamas. Todo el mundo corría muerto de miedo y los dioses transformaron a las personas en aves para que se pudieran salvar. Los dioses se preguntaban qué hacer y fue cuando Queatzalcóalt propuso a Chalchiuhtlicue, diosa del Agua, para lucir como astro solar. Este fue el Cuarto sol. Tampoco dio resultado pues sólo hubo inundaciones y lluvias y los hombres solicitaban ser peces para salvarse. Los dioses los convirtieron en peces y en diversos animales acuáticos.

Como llovió durante días y días, el cielo cayó sobre la tierra. Queatzalcóalt y Tezcatlipoca se convirtieron en árboles para levantarlo. Los dioses quedaron muy tristes porque habían fallado en su intento de crear al sol y, en consecuencia, habían acabado con la raza humana.

Apenas proclamado el vencedor en el sagrado zócalo, junto a las ruinas del Templo Mayor, esa noche diluvió sobre la capital: Tláloc, el dios de la lluvia, llora de nuevo sobre México.

Con un sentimiento de frustración generalizado, siempre mirando con una envidiosa admiración al “primo del Norte” y con intuitivo desdén hacia los “hermanos del sur”, se ha ido construyendo en México como parte del imaginario postrevolucionario, una argumentación autoexculpatoria siempre externa o ajena, para explicar y justificar los fracasos y carencias nacionales. “Los conquistadores españoles fueron asesinos, violadores y sifilíticos”, y “los Estados Unidos nos robó la mitad del territorio”, son mucho más que frases populares: son postulados básicos de la historia oficial.

Desde antes de la Revolución Rusa, en México ya se manifestaba un ambiente de insatisfacción y resentimiento que fue el principal motivo profundo del derrocamiento de Porfirio Díaz, que ocurrió fulminantemente, y lejos de terminar el conflicto al suprimirse la causa, en realidad originó la brutal guerra civil a la que se trató de ennoblecer con el título de Revolución Mexicana. Sin preverlo, el propio Díaz incurrió en la ingenuidad de propiciar el estallido, cuando un poco de tiempo antes, declaró incautamente a un periodista norteamericano que no se presentaría nuevamente al cargo presidencial, porque creía que “ya el pueblo mexicano estaba listo para la democracia”: entonces le tomaron la palabra, y aunque después quiso retractarse, lo dicho, dicho estaba.

Tan incauto como Díaz y aún más resultó Francisco I. Madero, quien pagó pronto su candidez antes de cumplir 15 meses de descontrolado y débil gobierno, asesinado por su propio Jefe del Ejército. No le faltó aviso: al abordar el barco alemán “Ypiranga” que lo llevaba a su destierro final en Europa, Don Porfirio le envió con un cercano un mensaje a Madero: “Dígale a Panchito que ahí le encargo el tigre…”.

La espantosa matanza que se desencadenó desde 1911 hasta 1929, sólo alcanzó su término cuando surgió otro hombre fuerte, Plutarco Elías Calles, que la detuvo sin reparar en precio de vidas y dolores, dando origen al Maximato. Mucho más listo y sagaz que sus predecesores, Calles entendió que no podía haber otro Díaz patriarcal, y creó su versión impersonal y corporativa: inventó al Partido que terminaría llamándose Revolucionario Institucional, el cual gobernaría ininterrumpidamente, con aciertos y errores, hasta el año 2000, cuando comenzó lo que se pensó como “transición” y sólo fue “alternancia”, y mucho menos, como llegó a llamársele, una “perestroika mexicana”. Porque el dinosaurio, aunque adormilado, seguía ahí.

Mas ese México profundo, aunque embridado y sujeto, también permaneció ahí, en la sombra, esperando cualquier mañana para reaparecer sorpresivamente junto con el dinosaurio de la barbarie.

Díaz puso remedio a la anarquía que dejaron los gobiernos conservadores y liberales, antes y después de la Intervención francesa, y cuando creyó cumplida la misión, abrió la mano: entonces se la mordieron. Madero, el sucesor, pensó que gobernaba una república de ángeles y terminó devorado por los demonios. Carranza quiso restaurar la legalidad y convocó una constituyente, y terminó baleado en un paraje inhóspito. Calles inventó el sistema que creaba un tlatoani sexenal y fue su propia hechura, Cárdenas, quien lo desterró.

En esos años de Obregón, Calles y Cárdenas, México estuvo muy cerca de convertirse en un país comunista. La presencia marxista-leninista se expandió con gran consentimiento gubernamental, sobre todo acompañada por un ateísmo fundamentalmente anticatólico, interviniendo la instrucción. Cárdenas quiso hasta desaparecer la Universidad Nacional e implantar como exclusiva la educación materialista. Sin embargo, no le alcanzó el tiempo para lograr todo lo que quería. Tampoco el contexto internacional le fue propicio, con una nueva guerra mundial en puerta, que requería su alineación hemisférica completa e inmediata, pero dejó sembrada una leyenda, la del hombre providencial, un mesías secular, quien asumió el apelativo de un antiguo evangelizador español muy querido y gran defensor de los indios: en el siglo XVI hubo un Tata Vasco (de Quiroga) y 400 años después, en el XX, un Tata Lázaro (Cárdenas), ambos en Michoacán. A la larga, un militar autoritario como Díaz, el general más joven de la república liberal, tuvo su impensable heredero en otro militar de igual talante, Cárdenas, el general más joven de la revolución, también benéfico protector de los débiles y pobres. Ahora, parece llegar otro Tata, pero este viene de Tabasco.

México siempre resultó muy atractivo para los imperios mundiales: lo mismo el español, que el estadunidense, el francés, el alemán y finalmente, el ruso. Julio Antonio Mella fue una de las víctimas de este último: cuando desde Moscú advierten que el joven cubano coqueteaba con el trotskismo, envían un eficiente asesino italiano de toda confianza para que lo elimine, en complicidad con una bella y seductora mujer. Poco después, volverán a hacer lo mismo para aniquilar al propio Trotsky.