¿Dónde estaba Trump?
Pese al énfasis casi coreográfico de la Casa Blanca, por brindar una exhibición sin fallas, que Trump cumplió con destreza, fue inevitable la demostración de una nación dividida
¿Fue realmente el presidente Donald Trump quien habló en el discurso sobre el Estado de la Unión de este año? ¿Nada tiene que ver lo que escuchamos con el estilo y la práctica de su gobierno? Esta táctica no es nueva por otra parte. Ya la vimos en el primero de este tipo que pronunció (que, por cierto, no se considera un verdadero “Discurso sobre el Estado de la Unión”, y por lo tanto este no es su tercero sino su segundo): ofrecer la versión más “presidenciable” posible para un gobernante que se destaca —y eso ha sido en gran medida su carta de triunfo electoral— por ser lo menos convencional posible para el gusto y regusto de sus partidarios.
Por lo demás no existían muchas expectativas y es lógico que así fuera en un evento que es una mezcla de acto de fin de curso y elogio fúnebre. En eso, al menos, Trump nunca se ha diferenciado de quienes lo precedieron en la Casa Blanca.
En un discurso leído, y donde algunos de los puntos más polémicos de su agenda no dejaron de ser mencionados, pero tampoco enfatizados, lo que queda son comentarios y análisis para unos cuantos días, justificación de la labor de periodistas y analistas de turno (justificación a la que, por supuesto, no escapa este texto).
Por ello lo mejor es considerarlo como una puesta en escena, donde más allá del énfasis en aspectos emocionales —personas y acontecimientos que encuentran en esta actividad un reconocimiento justo y una valoración apreciable— uno se dedica, gracias a la labor de las cámaras, a percibir gestos y caras. Es esto último lo más llamativo, lo que en última instancia justifica el permanecer ante la pantalla.
Desde el punto de vista visual, hasta cierto punto las legisladoras demócratas vestidas de blanco lograron un contrapunto visual del espectáculo. Utilizaron un recurso vulgar, pero siempre efectivo. No se robaron el show, pero impusieron su presencia.
Pese al énfasis casi coreográfico de la Casa Blanca, por brindar una exhibición sin fallas, que el actor principal (Trump) cumplió con destreza, fue inevitable la demostración de una nación dividida. Aunque el mandatario dedicó la mayor parte del tiempo a destacar aspectos que pudieran contener un terreno común para republicanos y demócratas, en cuanto surgía una cuestión en disputa saltaban las diferencias, la polarización y hasta el enfado.
Como buen maestro de ceremonias, Trump hizo gala en enfatizar los logros económicos —algunos reales, otros atribuidos, otros valorados en exceso— que caracterizan la pujanza económica actual de Estados Unidos. Negarle estos resultados a su administración es tan mezquino como pasar por alto que muchas de esas cifras macroeconómicas no son más que un reflejo de una situación económica actual que nada indica será permanente (no lo ha sido nunca, ni con gobiernos republicanos ni demócratas, y pretender lo contrario es caer una falacia cercana a cualquier retórica triunfalista, como la comunista). En este sentido, el talón de Aquiles de su discurso es la omisión absoluta del tema de la educación. Más allá de las referencias a un planeado reinicio de los viajes espaciales con naves estadounidenses, los supuestos fondos para la lucha contra el cáncer infantil y el plan para la erradicación del virus HIV dentro de diez años, ni una palabra respecto a las universidades, la facilitación de recursos para el aprendizaje de las capas poblacionales con menos recursos y la mejora de los planes de estudio. Los jóvenes y su futuro quedaron fuera de las palabras de Trump.
En el terreno de las relaciones internacionales, nada nuevo. Respecto a Venezuela, el mandatario no fue más allá del ya sabido reconocimiento al líder opositor venezolano Juan Guaidó (lo siento por sus partidarios de la llamada “línea dura” del exilio cubano: Cuba tampoco estuvo presente en el discurso). Esta noche, al menos, Nicolás Maduro puede dormir más tranquilo.
En esta ocasión Trump, al dirigirse a ambas cámaras, con una en abierta oposición, no se limitó a un burdo acto de campaña, y es una buena noticia. La mala, que en muchos momentos sus palabras no fueron más allá de un mitin electoral glorificado.
Como ocurrió en su discurso de 2017, el punto de diferencia lo establece el predominio de promesas y buenas intenciones sobre el anuncio de fórmulas concretas, la ausencia de una mayor profundización o la falta de detalles.
Pero en ello el actual mandatario no se ha apartado demasiado a lo realizado por algunos de los que lo precedieron en el cargo, así que tiene a su favor una realidad más o menos aplastante: lo que debía ser un planteamiento realista sobre las condiciones del país y los planes para avanzar en la solución de los problemas nunca se ha librado del pecado de no ir más allá, casi siempre, de una declaración partidista.
Como en los otros dos (tres) discursos de este tipo que le antecedieron, Trump volvió a adoptar su cara más “presidencial” y pragmática. Fue un discurso bien escrito y bien leído, marcado por un tono positivo y sin estridencias —algo a esperar en un público y lugar que no busca, aunque no siempre evita la algarabía—, pero ello ya se esperaba.
El problema actual con la administración de Trump, es que ya no despierta interrogantes —aunque sí algarabía con los tuits del mandatario— y se conoce desde hace tiempo que su labor presidencial está enfocada en su agenda ideológica y dirigida por su afán de reelección. Y ello no lo altera discurso alguno, más allá de la pompa y el espectáculo.
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