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EEUU, Elecciones, Trump

El debate y los tesoros íntimos de Trump

¿Se puede aspirar a la objetividad, la imparcialidad y la decencia en un mundo dominado ya desde hace tiempo por el relativismo moral en casi todos los aspectos de su vida?

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De regreso de unas vacaciones por Europa, donde los monumentos y la historia te permiten librarte de la cotidianidad abusiva de la prensa, me encontré con la noticia de que Donald Trump había fanfarroneado hace once años sobre su compulsivo impulso de agarrar a las señoras por el cofre[1]; y que eso se había convertido en un escandalazo nacional. Es entendible. Todos debemos comprender las reglas del sexo en esta gran nación, donde uno elige libremente su preferencia y género sexual, se opera o no, y aunque un señor no se corte la pilila tiene el derecho a llamarse señora y la señora a llamarse señor ––a pesar del terco DNA, siempre fiel a lo masculino o femenino–– aunque no se cierre para siempre la sonrisa vertical. Podemos reunirnos heterosexuales, homosexuales, travestis, swingers, transgéneros o no, en los clubs nocturnos para practicar el sexo colectivo o en privado a toda leche, pero un hombre no puede decir dentro de un autobús que le encanta agarrar a las mujeres por el cofre. Bueno, un hombre tal vez sí, pero nunca Donald Trump.

Y el jueves fue el debate. Ya faltan pocos días para la votación final con su larga noche de conteos. ¿Pero quién ganó el jueves la pelea? Los pundits de la prensa escrita emiten rápido su fallo. La mayoría dice que Hillary ganó (menos en Fox News donde hacen malabares para darle la victoria a Donald Trump). Pero el fallo de los pundits en la gran prensa escrita y la TV están usualmente fallados de antemano. Cierta vez Trump se jactó de que aunque le metiera un balazo a alguien en el medio de la Quinta Avenida en Nueva York, sus votantes no lo abandonarían. Algo parecido pasa con Hillary y la prensa: aunque las cámaras y las tintas la captaran disparando plomo en un kindergarten, publicarían que estaba ajusticiando terroristas. Es así, y es embarazoso. Porque uno puede estar en contra del Donald, pero también esperar alguna mesura en quienes cuentan con el sagrado privilegio de informarnos. Si en vez de ser Bill Clinton quien se reúne en secreto con la secretaria de Justicia Loretta Lynch, en medio de un aeropuerto en vísperas de una posible acusación federal contra su esposa Hillary, es Melania Trump la que se reúne con Lynch en vísperas de una posible acusación contra su marido Donald, le faltan horas y páginas para elaborar sobre la infamia a la grandiosa prensa americana.

Cuando yo era chiquito, o jovencito, que hace ya tiempo, me enseñaban que los periodistas y los jueces eran unos señores y señoras muy preparados y respetables cuyo objetivo era eso mismo, ser objetivos. Los unos publicar las cosas tal cual son y los segundos juzgar a tal cual es ––ya fueran hecho o personas–– sin ningún titubeo, preferencia o vacilón.

Pero ahora parece que no es así (y es posible que nunca lo fuera, solo una utopía o un buen deseo en quienes aspiraban al honor y la equidad como era el caso de mi padre). No es así. En los primeros quince minutos de este último debate, tanto Donald como Hillary ––con notable dosis de ignoto desparpajo–– abogaban cada uno a mandíbula batiente por nombrar a jueces de la Corte Suprema ¡partidistas! Meros activistas sociales que les arrimaran el fuego respectivamente a sus sardinas… A su ideología. Nuevas torres en el ajedrez gubernamental, como si un juez fuera otra ficha más en el viscoso bastidor de la política. Claro que hay jueces más conservadores y jueces más liberales; simple naturaleza humana. Pero en sus dictámenes, el ideal de justicia aspiraría a que sus criterios personales no constituyeran su veredicto; no contaminaran la verdad; y mucho menos brillaran en una ostensible parcialidad. Más o menos como en el más pedestre género del periodismo moderno, salvando las distancias.

Cuántos se reirán de todos estos argumentos demodés. Aspirar a la objetividad, la imparcialidad y la decencia en un mundo dominado ya desde hace tiempo por el relativismo moral en casi todos los aspectos de su vida. ¿Qué fiasco el mío, no?



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