Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Honduras

El desafiante retorno de Zelaya a Honduras

Se persiste en calificar de golpe de Estado la democión de Zelaya, y se descarta la razón por la cual los poderes públicos actuaron contra él

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El actual presidente hondureño, Porfirio Lobo, ha cedido a las presiones de un grupo presidencial latinoamericano que aún carga con la agenda del trasnochado populismo. Y así, otra vez vuelve a la carga el agotado proyecto subversivo del ALBA, el mismo que ya se rompió los colmillos en su intentona de violentar la Constitución de esa hermana república, hace apenas 3 años.

Con el extravagante acto que se televisó desde Cartagena, Colombia, el ex presidente Manuel Zelaya, estimulado en su poca disimulada arrogancia y oportunismo, fue incitado a volver a las andadas. Ahora, con plena impunidad. En esa reunión estaban presentes algunos de los mandatarios que más alentaron al depuesto presidente a forzar su ilegal reelección en el poder. Fueron, además, los que luego trataron de provocar una intervención armada en Honduras para sojuzgar a los poderes públicos que defendieron la independencia y el orden constitucional. Los mismos que hicieron lo imposible por aislar a la pequeña nación centroamericana, logrando la vergonzosa decisión de expulsarla de la OEA y su ostracismo en el continente. Y en el presente, los que han intimidado o convencido al débil presidente Lobo, electo limpiamente en las urnas, a menoscabar la defensa de la soberanía que su pueblo le otorgara en representación.

Esa soberanía se manifestó continua y claramente después de la destitución constitucional de Zelaya. Miles de hondureños, vestidos de blanco para mostrar su inconfundible apego a la paz, llenaron plazas y avenidas de distintas ciudades de su país, manifestando una clara muestra de apoyo a la acción de los poderes públicos para defender su independencia.

A la luz de esos hechos indudables, no se puede justificar la reacción de permanente rechazo de la OEA a la reinclusión de Honduras. Mucho menos es cuestionable la legitimidad del gobernante Porfirio Lobo. Por ello, resulta sospechosa la debilidad que lo ha arrastrado a plegarse a los intereses del ALBA.

El origen de todo el diferendo en Honduras ha sido permanentemente tergiversado. Se persiste en calificar de golpe de estado la democión de Zelaya, y se descarta la razón por la cual los poderes públicos actuaron contra él: el hecho flagrante de que, a sabiendas, violaba la misma carta magna que le permitió ser elegido presidente indiscutible de la nación y que jurara defender. En lugar de ello, insistió en intentar saltarse la prohibición constitucional de convocar a un referendo para cambiar dicha carta magna a su favor, buscando la reelección prohibida. Si antes que él alguien hubiera promovido un cambio constitucional al estilo de Zelaya para reducirle a la mitad el período de la presidencia que éste disfrutaba, sin dudas no le hubiera temblado el pulso al ex presidente para ordenar el arresto del atrevido y acusarlo de atentado contra la patria.

A algunos les parecerá que proceder contra él por ese mismo delito es injustificado, pero no se puede olvidar el simple hecho de que son los hondureños los que mejor pueden categorizar un asunto de tal magnitud en su propio país. ¿O el tan citado argumento de la soberanía es un concepto relativo, a la medida de a quién y cómo le toque? Para mayor aclaración del asunto, el supuesto golpe de estado no resultó ser identificable como tal. La historia demuestra que cuando ocurre un golpe de Estado, toma el poder un grupo de militares o civiles fuertemente rodeados y apoyados por los milites, se suspenden las garantías constitucionales, se aplazan por tiempo indeterminado las funciones de los poderes legislativos y judiciales, se declara el estado de sitio y se prohíbe la acción de los partidos políticos. ¿Ocurrió algo así en Honduras?

Por el contrario, con el apoyo abrumador de todos los partidos políticos representados en el Congreso, de los poderes judiciales y del masivo apoyo, sostenido por meses, del pueblo y las organizaciones de la sociedad civil hondureña, se mandó a los militares (a esos mismos que Zelaya les invadiera ilegal e impunemente sus bases, acompañado por una gavilla de sus seguidores), y detuvieron al Presidente en una acción policial incruenta. ¿A quién se iba a enviar para trincar al montaraz mandatario? ¿A un ujier? Y decidieron sacarlo del país porque todos los representantes democráticamente elegidos por el pueblo estaban de acuerdo en que era la mejor solución al penoso y desagradable problema. Entonces asumió el poder Roberto Micheletti, el presidente del Congreso, como le correspondía por orden constitucional. No se suspendieron las garantías constitucionales, no se declaró el estado de sitio, no se impidió la labor de los partidos. La prensa funcionó libremente, así como la libertad de tránsito y opinión. ¿Cómo se puede calificar esa situación de golpe de estado?

Las elecciones que siguieron al cabo de los seis meses justos prometidos por Micheletti fueron libres, multipartidistas y las de mayor participación en la historia del país. Y pese a los inútiles esfuerzos subversivos de los simpatizantes y enviados del ALBA, unas de las más limpias que se recuerdan en Centroamérica. Porfirio Lobo ganó el poder otorgado por el soberano compitiendo con otros adversarios políticos de diversas tendencias. ¿A qué viene, entonces, el rechazo y la condena a la pequeña nación? En esas condiciones de plena libertad para elegir, ¿cómo puede alguien atreverse a cuestionar y decidir mejor que los propios hondureños sobre la legitimidad de quién los debe gobernar? Midiendo con esa misma vara, ¿cómo se aceptaron las últimas e irregulares demociones presidenciales en América Latina? ¿Cómo no se cuestiona permanentemente la legitimidad de la dictadura militar cubana?

La historia reciente demuestra que las elecciones anticipadas dan una posibilidad legal válida y por consenso a los callejones sin salida que ocurren en las sociedades modernas. Las demociones presidenciales de los últimos veinte años en el continente, mucho más calificables como conspiraciones de grupos regulares, y no como un rotundo y masivo rechazo popular al desgobierno (tales como los que en la actualidad se presencian en los países árabes), han tenido solución y reconocimiento como aceptables mediante el método de elecciones convocadas en un tiempo prudencial. Así ocurrió tres veces en Ecuador, una en Bolivia y otra en Argentina. Los desafueros, reales o exagerados, de presidentes electos como Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad, Lucio Gutiérrez, Gonzalo Sánchez de Losada y Fernando de la Rua, dieron pie suficiente para que, en confusos motines de grupos de un marcado extremismo, los mandatarios abandonaran precipitadamente su puesto marchando al extranjero, y así se evitara un mayor derramamiento de sangre.

Es curioso cómo los gobiernos, medios de información y analistas continentales se han negado a reconocer esa misma solución en el caso más que legal de sucesión presidencial en Honduras. En lugar de develar críticamente la corrupción del ex mandatario y sus intentos conspirativos contra la voluntad de la nación, se amarraron fuerte e histéricamente a la versión ALBA de los hechos, dando por sentado que había ocurrido un golpe de estado y no una defensa de la Constitución y la soberanía.

También llama la atención que los mayores promotores de la intervención, condena y aislamiento de la hermana nación tengan ellos mismos un obscuro origen de violencia y conspiración. Golpistas como Hugo Chávez, conspiradores de asonadas como Evo Morales, dictadores militares como Daniel Ortega, denunciando a coro de una sola voz supuestos atentados y maquinaciones contra su persona y poder. Un ejemplo es el histérico intento de Rafael Correa, pretendiendo confundir a la opinión pública de su país y al mundo al calificar una torpe trifulca policial como golpe de estado e intento de asesinato a su persona. Le provocó tal descrédito que recién ha justificado con creces una derrota abrumadora en el plebiscito que convocara. Intentaba (¡cuándo no!), lograr mayor control personal sobre los poderes públicos, esta vez el de la prensa y la judicatura. ¿Intentaría a posteriori garantizarse la tan preciada reelección permanente que todos los mandatarios integrantes del ALBA parecen buscar desesperadamente? Lo más probable, quizá como un reflejo admirativo de los vetustos Castro envejecidos en el poder.

El presidente Lobo ha traicionado el mandato que le otorgó el soberano pueblo hondureño para su período presidencial, entregándolo a futura inestabilidad. Ha traicionado la entereza de los legisladores, jueces y militares hondureños que en su momento actuaron dignamente, con valor y firmeza, frente a la intentona de intervencionismo extranjero presidida por su propio máximo mandatario. Al permitir el regreso de Zelaya a Honduras con plena inmunidad, el presidente Lobo deja sin justo castigo numerosos abusos de poder, actos de corrupción y el intento de traición a la patria protagonizado por Zelaya. El ex presidente, con una solapada agenda preparada por sus promotores del ALBA, calzado con el apoyo de la inteligencia cubana y el dinero del pueblo venezolano, entregado a manos llenas por Chávez, va a intentar crear disturbios y romper la marcha hacia la estabilidad nacional que tuviera su arrancada en las últimas elecciones nacionales.

Nada más favorable que un manto de inmerecida impunidad para crear conflictos y perturbar la paz nacional, creando un clima convulso que permita una asonada contra el mismo presidente Lobo o el orden constitucional hondureño. Como sea, la ingenuidad o el contubernio (ya lo aclarará la Historia), del presidente Lobo para con los conspiradores del ALBA, al final tendrá la merecida respuesta del pueblo y los poderes públicos hondureños, esa de la que ya han dado admirable y heroica prueba en un continente bastante festinado con el cumplimiento de la ley, y que parece crear odio y desconcierto entre los que temen el Estado de Derecho.


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