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Negación, Holocausto, Víctimas

El Holocausto y la negación del horror

Desde 2005, el 27 de enero es la fecha dedicada por Naciones Unidas en conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto

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Desde que el 27 de enero de 1945 las tropas soviéticas entraron al campo de concentración y exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, no han cesado los intentos de negar que existió el Holocausto. Por absurda y horrible que sea esta negación, no se escucha solo en los gritos de skinheads o cabezas rapadas, sino al igual es tema de conferencias y aparece en libros. Encasillar en un simple esquema de ignorancia y odio callejero los intentos de refutar tal masacre es afirmar una verdad que —al mismo tiempo— limita su alcance para impugnar la vileza.

Se ha intentado incluso convertir el hecho en una cuestión de opinión, e introducir con ello la posibilidad de una realidad alternativa: mucho de teleología, pero también un recurso básico de sobrevivencia: sin admitir la excepcionalidad del Holocausto, la vida resulta extremadamente difícil de soportar. Al reclamo de Theodor Adorno, que llamó bárbaro cualquier intento de escribir poesía después de Auschwitz, la mejor respuesta fueron los poemas de Paul Celan.

La poesía siguió existiendo tras el Holocausto, pero Celan terminó arrojándose al Sena. Una muerte envuelta en un chapuzón romántico que no lo fue.

Adorno también dijo que los alemanes estaban dispuestos a morir en las guerras declaradas por Hitler, pero que igualmente habrían preferido morir que escuchar una ópera suya, en el caso que hubiera escrito alguna.

La estetificación de la política, que Walter Benjamin achacaba al fascismo nunca llegó a concretarse en obra de creación alguna, salvo en un consumo despiadado de muerte.

Negar ese consumo es tarea de los revisionistas.

Eso hace que Auschwitz no solo sea un centro mundial de recordación del dolor judío; también el sitio socorrido para intentar la negación de un plan sistemático de exterminio con los argumentos más diversos —la puesta en duda de las cámaras de gas, las divagaciones sobre los agujeros en los techos para verter el Zyklon B, el “Informe Leuchter”— y los fines más disímiles.

El Holocausto y Hitler como constantes de una ecuación múltiple con diferentes variantes.

Y es que los negadores del Holocausto —cuando la polémica se dilata más allá del odio salvaje— no impugnan la existencia de víctimas judías, pero las consideran como parte de las atrocidades cometidas por todos los bandos en una guerra cruel. Aquí siempre salen a relucir los bombardeos a ciudades llevados a cabo tanto por el Eje como por los Aliados (en especial el infame bombardeo a Dresde en febrero de 1945). A esto se agregan los millones de muertes ocurridas fuera de los campos y la participación de otros actores en el crimen.

En tan solo 12 años, entre 1933 y 1945, 14 millones de europeos murieron en una estrecha franja de tierra casi olvidada por la historia.

Todos ellos fueron víctimas de políticas criminales, no bajas de la II Guerra Mundial. La mayoría eran mujeres, niños y ancianos. Sin armas.

Eran ciudadanos de Polonia, Lituania, Letonia, Estonia, Bielorrusia, Ucrania y de la franja occidental de la Unión Soviética.

Países asfixiados entre el nacionalsocialismo y el estalinismo, entre Berlín y Moscú; un territorio donde vivía la mayoría de los judíos de Europa y el lugar en que los planes imperiales de Hitler y Stalin se solaparon; donde la Wehrmacht y el Ejército Rojo se enfrentaron y donde la NKVD soviética y las SS alemanas concentraron sus fuerzas.

Los crímenes de Stalin se asocian con Rusia y los de Hitler con Alemania, pero la zona más mortífera de la Unión Soviética fue su periferia no rusa, mientras que los nazis mataban generalmente fuera de Alemania.

“Se suele identificar el horror del siglo XX con los campos de concentración, pero no fue en ellos donde murió la mayor parte de las víctimas de los dos regímenes”, afirma el historiador Timothy Snyder en Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin.

Pese a ello, la asociación entre el Holocausto y los campos de exterminio tiene una justificación que traspasa cifras y fronteras: la puesta en práctica de un proyecto maligno. Negar dicho proyecto ha sido la desviación predilecta de todos los que se esfuerzan en una vuelta de los extremos, y para ello recurren no solo a la violencia sino ahora con más frecuencia al descontento y el voto.

Sostener la idea de que existió un plan para acabar con los judíos en Europa puede parecer sencillo —se ha escuchado tanto, leído tanto, visto tanto—, pero no lo es. No existen documentos oficiales, firmados por Hitler, con la orden de acabar con los judíos. Incluso cuando uno encuentra datos singulares, poco comentados, vuelve a surgir el problema: la discusión sobre si “expulsión” significaba solo salida del país o realmente exterminio.

Hay una entrevista en dos registros realizada a Hitler pocas horas antes de su fracasado golpe de Estado (el “Putsch” cervecero de 1923), cuando era simplemente jefe del minoritario Partido Socialista Popular y director del periódico Völkischer Beobachter. Fue hecha por dos periodistas españoles —catalanes— de primera línea: Eugenio Xammar y el extraordinario Josep Pla. Para entonces Hitler era considerado más un loco sin futuro que una verdadera amenaza.

En ambas versiones de la conversación, Hitler afirma que la raíz de todos los problemas de Alemania son los judíos, y que hay que sacarlos a todos del país: “Si queremos que Alemania viva, debemos eliminar a los judíos”.

Pero cuando Xammar le pregunta si se refiere a matarlos, contesta: “Sería la gran solución, evidentemente, y si eso pudiera ocurrir la salvación de Alemania estaría asegurada. Pero no es posible. Lo he estudiado de todas las maneras y no es posible. El mundo se nos echaría encima, en lugar de darnos las gracias, que es lo que debería hacer. El mundo no ha comprendido la importancia de la cuestión judía por la sencillísima razón de que el mundo está dominado por los judíos”.

Al final de la entrevista, Hitler confiesa que lo que quisiera para Alemania es algo similar a la “expulsión de los judíos” en España, pero sin repetir el “error” español de la conversión, porque para él el problema judío es de raza, no de religión.

Sin embargo, la “cuestión judía”, lo que vemos en el ideario de Hitler desde época tan temprana como dicha entrevista —y que en iguales términos lo había expresado con anterioridad en un documento firmado por él en 1919— implicaba el fin de la existencia de judíos no solo de Alemania sino en toda la Europa asociada o conquistada por los nazis.

En última instancia, lo que terminaría concretándose como “solución final”.

La especulación de si dicha salida era solo una “expulsión” —que finalizaría con la creación de un Estado sionista en la isla de Madagascar— es difícil de sostener en medio de la realidad de la guerra.

Los nazis, si consideraron que servirían para algo los judíos, luego de quitarles todas sus propiedades, era como bestias de trabajo.

Bajo los criterios más disímiles, en las últimas décadas han surgido gran número de libros y publicaciones que responden a variados criterios ideológicos y procedimientos historiográficos —en el caso de estar presentes— distintos.

Hay obras históricas que, con seriedad, y a partir de nuevos documentos descubiertos y luego publicados, aclaran o amplían hechos y procesos.

En otros casos nos encontramos obras que caen, unos dentro de revisionismo histórico y otros en los intentos de reivindicar a Hitler.

Por último —y estas tres categorías no son completamente excluyentes— hay escritores, periodistas y conferencistas que se dedican simplemente a propagar ideas afines o emblemáticas de la ultraderecha europea.

Recuerdo como hace años me sorprendió saber que el filósofo comunista francés Roger Garaudy, del que a mediados de los setenta en Cuba había leído Por un realismo sin riberas, en 1995 publicó Los mitos fundadores de la política israelí, donde defendía las tesis negacionistas del Holocausto (Garaudy abandonó el Partido Comunista Francés, volvió al catolicismo, luego se convirtió al islamismo y permaneció vinculado a diversos líderes y gobiernos árabes hasta su muerte en 2012).

También me vienen a la memoria un par de artículos del cubano Lisando Otero de 1998, cuando era director de las páginas de opiniones del periódico mexicano Excélsior. Otero escribió sobre la existencia de una tendencia en la historiografía contemporánea que se inclinaba a la reivindicación de Hitler y proclamó: “Sin Hitler no hubiera existido el movimiento de descolonización ni la emancipación de los mundos árabe y africano. Tampoco hubiera ocurrido la división de Alemania y su consiguiente reunificación, con mayor potencia que nunca antes. Sin Hitler no existiría el Estado de Israel ni el auge de la identidad de la cultura negra”[1].

Pese a lo terrible del hecho, el Holocausto nos facilita la lucidez, aunque ello implique aceptar los peores horrores. Tal definición al extremo fuerza a luchar contra la superficialidad de negarse a enfrentar la realidad, en su forma más cruda; también a rechazar las diversas trampas —que, por interés, despecho, injuria y hasta envidia— son esgrimidas para fabricarnos mundos alternativos.


[1] La cita textual de Otero, en que valoraba la importancia de Hitler para el surgimiento del Estado de Israel, contenía algunas imprecisiones. Otero la atribuía a The Hitler of History de John Luckacs. Es un error. La afirmación original se encuentra en The Meaning of Hitler, de Sebastian Haffner, de donde la recoge Luckacs en una nota al pie de página. A continuación, reproducimos el texto completo, situando entre corchetes las partes omitidas por Otero: “El mundo actual [nos guste o no nos guste] es obra de Hitler. Sin Hitler no hubiera existido división de Alemania [y Europa; sin Hitler no hubiera habido norteamericanos y rusos en Berlín]; sin Hitler no existiría Israel; sin Hitler no hubiera existido descolonización [, al menos no de forma tan rápida]; no se hubiera producido la emancipación [asiática,] árabe y africana, y no se habría producido una disminución de la preeminencia europea. [O más precisamente, no se hubiera producido nada de esto sin los errores de Hitler. El realmente no quería que nada de ello ocurriera]”. Lisandro Otero y ‘Hitler Reivindicado’, Alejandro Armengol, El Nuevo Herald, domingo, 26 de julio de 1998.


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