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EEUU, Trump, Elecciones

El mal menor

Si alguno de los más elocuentes aspirantes demócratas terminara por convertirse en candidato, seremos muchos los que, sobreponiéndonos a nuestros escrúpulos, votaríamos por Trump

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Somos muchos los que opinamos que Donald Trump es el presidente más impresentable de la historia de Estados Unidos; no tanto por sus políticas —que pueden haber sido erráticas, aunque no del todo descabelladas; la crisis de la inmigración ilegal es buen ejemplo— como por su estilo, el cual tiene un inconfundible aire rufianesco. Que la ordinariez y el mal gusto se hayan instalado en la Casa Blanca es una agresión directa a los que defendemos la conservación de ciertos modelos estéticos y aspiramos a que el primer magistrado de la nación los represente.

Desde luego, Trump no inaugura esta decadencia, tan sólo la acentúa. Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama fueron tres patanes en sucesión que rebajaron, de distinta manera, la sacralidad de su cargo. Cuando George H.W. Bush perdió las elecciones de 1992 (gracias, sobre todo, al 19 % de votantes que le robó el candidato independiente Ross Perot) la presidencia empezó a degradarse hasta el punto de asombro al que hemos llegado hoy.

Sin embargo, puede haber todavía algo peor: que el rumbo izquierdista, que dominó en las últimas elecciones parciales y que se destaca al inicio de las primarias presidenciales en el Partido Demócrata, se imponga en la consulta electoral del próximo año. No sólo sería terrible que Bernie Sanders, Kamala Harrys, Elizabeth Warren, Beto O’Rourke, Cory Rooker, Julian Castro o Bill de Blassio terminaran ganando la presidencia, sino que, incluso, el que alguno de ellos quedara como candidato de los demócratas sería desastroso para su partido y para la nación, porque profundizaría el abismo ideológico que empieza a separar a las principales fuerzas políticas de la sociedad norteamericana.

El triunfo electoral de Trump en 2016 me hizo temer que su mayor y más temible secuela sería una radicalización de la izquierda con todos sus inoperantes truísmos, y sus catastróficas políticas que los ciudadanos conservadores y moderados estaríamos obligados a rechazar, aunque eso significara respaldar a un político que detestábamos. Los recientes debates vienen a certificar mis temores: si alguno de los más elocuentes aspirantes demócratas terminara por convertirse en candidato, seremos muchos los que, sobreponiéndonos a nuestros escrúpulos, votaríamos por Trump. He ahí una terrible disyuntiva.

Sucede que la voluntad integradora de la nación —el crisol responsable de la grandeza del país y que hacía casi indistinguibles las políticas de los dos principales partidos— comenzó a sufrir una creciente erosión para dar paso a diversas “minorías” —raciales, étnicas, lingüísticas, sexuales— que, enarbolando sus peculiaridades, segmentaban el espectro político y encontraban cobijo en la tienda del Partido Demócrata. Por su parte, el Partido Republicano, según se acentuaba la disyunción, era rehén de los obreros y campesinos blancos que, en cada ciclo electoral, conseguían imponer su visión religiosa (casi siempre de fundamentalismo bíblico), racial y cultural. Nunca antes la división ideológica en el seno de la sociedad norteamericana había sido tan enconada y tan riesgosa.

El triunfo de Donald Trump en 2016 vino a exacerbar esta polarización: entre blancos y “de color”, entre urbanitas y rurales, entre evangélicos y los que profesaban otras fes. Trump prometía a sus electores volver a hacer a Estados Unidos “grande otra vez”, y esto quería decir pujante, con una industria nacional de nuevo vigorosa y sin par y, en lo racial, decisivamente caucásico.

Su gestión, torpe, como era de prever, lejos de consolidar la grandeza nacional, profundizó la división y lo mismo han hecho sus adversarios políticos, de manera que en este país, donde la distinción entre partidos solía ser casi cosmética, conviven ahora dos fuerzas que pugnan ferozmente por la primacía e identidad, como no había pasado desde la guerra de Secesión (cuando los demócratas del Sur, partidarios de la esclavitud, se enfrentaron a los republicanos, campeones de la manumisión, presididos por Lincoln).

La deriva del Partido Republicano hacia una derecha elemental, y la del Partido Demócrata cada vez más dominado por una izquierda supina, han convertido este país en dos mitades intratables que, tal como se ven las cosas, les impondrán a los votantes el próximo año una elección capital, obligándonos a escoger entre dos males. Los que sabemos que la izquierda en el poder ha de ser necesariamente peor —porque además de afectar la imagen del país, agredirá su economía— no tendremos más opción que votar por el mal menor.


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