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El presidente y la plaga

El presidente chino hizo lo que saben hacer desde tiempos de Marco Polo: enviar la plaga mortal por la Ruta de la Seda

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Antes de empezar un viaje de venganza cava dos tumbas.
Confucio

El primero en hacer un cuento chino fue el presidente Xi Ping. Es muy difícil creer que en un sistema comunista no haya información sobre lo que sucede en la quincalla de la esquina. O tal vez no. Son varias las paradas para llegar a las alturas. El que mucho reprime, poco aprieta. Los gritos de los primeros médicos en alertar de la epidemia fueron apagados con cartas auto inculpatorias, mordazas familiares y la oportuna desaparición —¡oh coincidencia!— de quien alertaba sobre el mismo virus que lo mataría.

El presidente chino hizo lo que saben hacer desde tiempos de Marco Polo: enviar la plaga mortal por la Ruta de la Seda. Xi, de sobra informado de la misteriosa neumonía, encerró la ciudad de Wuhan en la provincia de Hubei. Después invitó al hombre que sin el apoyo asiático seguiría una gris carrera política. Para el etíope líder de la OMS (Organización Mundial de la Salud) Tedros Adhanom Ghebreyesus, su mérito mayor en el campo de la salud fue ocultar brotes de cólera cuando era ministro de sanidad. Además, iba bien calzado con una rancia filiación marxista. Por supuesto, bastaron pocos días para que el señor Tedros, como todo un experto, declarara in situ que la epidemia estaba controlada por el régimen de Pekín. De ese modo, había Ping ganado.

Sin embargo, para los primeros días de enero de 2020 hubo suficiente evidencia clínica de la infestación y su letalidad. Europa seguía embriagada con las festividades de Año Nuevo. Dos de los países con más turistas en el Viejo Continente se creían ajenos al “virus chino”. Los presidentes de España e Italia, y sobre todo el primero, había entrado por la puerta de atrás a la Moncloa, y conformado un gobierno Frankenstein —cabeza socialista, corazón comunista, brazos separatistas. Tal vez la culpa no le hizo calcular la magnitud de la tragedia. Pedro Sánchez no es responsable de la insensatez de las marchas y convivios partidistas donde se contaminaron miles de personas. Pedro Sánchez, como Tedros, se saben peones, piezas intercambiables. Ese es su pecado: estarán allí hasta que otros decidan por ellos.

En Latinoamérica la pandemia se ha parecido a sus presidentes. En los sitios donde impera el autoritarismo populista o las dictablandas como México y Nicaragua, los lideres se han balanceado en la tela de una araña hasta que los muertos y los infestados han terminado por romperles el discurso de los estrujones y besuqueos; han estimulado la bobería —palabra absolutamente intencional— de que abrazarse y quererse basta para derrotar al temible enemigo. En el caso de México, la sandez se repite cada mañana: si usted no puede convencer, confunda; y así lo hace AMLO, al mejor estilo cantinflesco, pero sin gracia y en cámara lenta. Andrés Manuel debería saber que todo pueblo tiene su paciencia, no la misma que él tuvo para esperar una tercera oportunidad.

La dictadura de Nicolas Maduro al fin ha tenido días de reposo. La oposición, a la desbandada, sin camino cierto y acosada por habituales desencuentros y la ausencia de liderazgo unificado, acata el confinamiento político. Tras la maniobra de contrainteligencia, finamente elaborada y ejecutada por agentes venezolanos y cubanos para frustrar la invasión mercenaria, el chavismo madurista ha encontrado su mejor aliado en la covid-19. Puede que haya llegado la hora de hacerse con el control de la inoperante Asamblea Nacional. Nicolás puede dormir tranquilo mientras haya epidemia: el coronavirus es su mejor, eficaz y barato policía.

En Cuba el Designado no la ha tenido fácil. Pero de ahora en adelante todo puede ser peor. Su problema no es la covid-19. La data muestra una disminución de casos y la ausencia de fallecidos. Ya había sido escrito en estas páginas: el sistema de salud cubano, con todos sus defectos y sus muchas carencias, cuenta con recursos humanos bien calificados, lo más importante a la hora de enfrentar una epidemia de esa magnitud. A quienes lo duden, deberían verificar cuántos médicos y enfermeros formados en Cuba han revalidado sus títulos en el muy competente sistema norteamericano de salud.

A pesar de eso, la Isla es un país detenido en el tiempo, social y económico. Una pausa infinita para un pequeño grupo de octogenarios, quienes impiden a todo un pueblo vivir decentemente. Sus esperanzas siguen estando en el Norte, revuelto pero triunfal; que el turismo y la exportación de médicos les permita unos días más, y morir tranquilos en sus mansiones de Kholy, Nuevo Vedado y en el santiaguero barrio de Vista Alegre.

En tanto, quien hace el papel de presidente debe parecerlo: seguir arengando contra el “bloqueo yanqui” a la malanga, la cebolla, la yuca y el vasito de leche… si la vida le ha dado este limón, pues que se haga una limonada. En caso de que el Designado se la jugase, y dejara entrar el turismo, y un solo extranjero contrajera el virus en la Isla, se le podrá ver deambulando sin rumbo fijo, harapiento y hablando solo por el Parque Vidal de Santa Clara.

El presidente de Estados Unidos ha hecho lo que sabe: ser Donald Trump. Como casi todos los líderes del mundo, subestimó el coronavirus. En su mente Wuhan está muy lejos de New York. Enemigos y amigos deberían admitir que Trump es lo que se llama un peleador a la riposta. Sus mejores golpes son cuando el contrario inicia el ataque. Mas allá de su personalidad inflamada, poco critica, y narcisista, rasgos comunes en casi todos los que han ocupado la Oficina Oval, Donald es, hasta ahora, un campeón.

Hasta ahora, porque el asesinato de George Floyd y las masivas protestas en todo el territorio nacional han sido, de todas, la mayor amenaza a su casi segura reelección. Aparentemente los ciudadanos se manifiestan contra el racismo —existe, innegable— y el exceso de fuerza policial. Pero oculto en la movilización de jóvenes y afroamericanos hay censura al actual gobierno, e ira tras meses de encierro y desempleo. Pudiera ser que también la izquierda liberal y un sector neo-anarquista se hubieran robado el show; incluso que algunas de las más violentas manifestaciones fueron infiltradas por agentes pagados. De todo, una cosa es cierta: ha sido la movilización nacional —e internacional— más grande y variopinta de los últimos diez o quince años.

Después de estos días, pueden suceder varias cosas. Una ya ha sido anunciada: el presidente reiniciará pronto su campaña política —¿o tal vez nunca la abandonó? Con un discurso enrojecido, repetitivo, histrionismo bien estudiado, Trump debe recuperar la confianza de su base y convencer al electorado indeciso de que no se cambia de comandante en el medio de la batalla. Otra cosa es que el Partido Demócrata deje atrás el espejismo de las encuestas, las triquiñuelas y chimes de alcoba, y escojan otro contrincante a última hora —el propuesto esta, cuando menos, puchindrum—, y a un(a) vice que, estratégicamente, pudiera salir de la esquina azul en sustitución del candidato a nocaut en el primer asalto.

Por último, y quien lo dude emociones más que razones tendrá, la economía norteamericana va en camino de una rápida recuperación tras haber estado en coma inducido. Quiere decir que algunas partes podrán demorarse en volver a funcionar, pero los centros vitales están arrancando como la primavera, explosivos. El mundo, en cambio, demorará para llegar a los niveles de consumo y productividad anteriores a la pandemia, similar a lo sucedido después de la Segunda Guerra Mundial.

Esa es la carta de triunfo eleccionario de Donald Trump, y la jugará con toda la fuerza y el talento que sus enemigos le niegan, subestimándolo. ¿Quién se lo podría impedir? No será la segunda ola de covid-19, probablemente mayor que la primera. Serán las masas enardecidas en las calles. La movilización de calle. Y en eso, la izquierda y los agentes extranjeros son duchos.

Para desgracia de la hueste antitrompista, la impronta George Floyd habrá desaparecido en un par de semanas. Los antitrompistas buscarán darle otro golpe a Trump antes de noviembre. Tiene que ser un recto al mentón. Es difícil imaginar cual sería el contragolpe del inquilino de la Casa Blanca. Hay dos o tres contrincantes fuera de Estados Unidos que se pintan solos en el ring internacional. Pero el más peligroso, sin duda, está aquí adentro. Donald debe orar para que no aparezca otro George Floyd cuya pegada, como la de otro George, Foreman, lo tiraría de cabeza en la lona.

Publicado en Habaneciendo.com, Blog del autor.


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