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Quebec, Ventana del lector, Exilio

Escapar del Paraíso

Algunos quieren independencia porque no tienen nada; otros porque, teniendo de todo, quieren aún más, y también está el caso de quienes teniendo de todo y sin poder tener más, quieren la independencia porque el paraíso les parece extranjero

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Corría el año 1995 cuando por primera vez escuché hablar de Quebec. Entraba yo por la puerta de una de las oficinas en donde trabajaba en La Habana en el momento en que una colega agitaba en sus manos un periódico en inglés mientras decía, “tantos problemas que hay en el mundo y mira a estos que viven en un paraíso, en busca de problemas”. El comentario se me quedó en la memoria, más que por comprender de qué se trataba, por la curiosidad que despertó en mí que allá afuera hubiesen realmente “paraísos”, mientras nosotros vivíamos sin rumbo, llenos de calamidades y sinsentidos.

Por aquel entonces el único lenguaje que yo hablaba con soltura era el “habanero”, tenía una idea bastante inocente del resto del mundo y si bien podía identificar a Canadá en el mapa por ser el segundo país más grande, no era en mi imaginación más que una gran extensión de pinos y nieve, habitada básicamente por esquimales. Lejos estaba por aquellos días de imaginar que Canadá es un hermoso país con ciudades modernas, que Quebec llegaría a ser tan popular en mi abecedario como cualquier otra provincia del caimán verde donde nací, o que con el tiempo podría yo leerme aquel periódico de lengua imposible con la misma rutina con que me leía de un tirón Granma y Juventud Rebelde.

No fue hasta diez años más tarde, luego de que mi inglés pasó finalmente de spanglish a hándicap, que aquel pasaje en la para entonces lejana Habana comenzó a conectarse con mi nueva realidad. Quebec no era solo el nombre de una provincia canadiense, era también su única provincia francófona, la primera y más grande de todas, y también la más independiente. Orgullosa en sus demandas y problemática por sus rencores de adjunta, diferente y ajena, que por aquel año 95 había estado en los titulares de aquel periódico extranjero porque apenas sobrevivía en su empeño de querer independizarse del resto de Canadá. ¿Cómo podría alguien querer separarse del paraíso? Bueno…, porque el paraíso es una ilusión y depende de quien lo nombre añoranza.

La historia de Quebec se remonta a los comienzos de la colonización de estas tierras por los europeos. Luego de que el insigne explorador genovés descubriera por mil cuatrocientos noventa y tanto la ruta al nuevo mundo, llegaron los ingleses y franceses un poco más al norte, donde se asentaron y crearon lo que con el tiempo vendrían a ser Canadá y Estados Unidos de América. Fue precisamente un explorador francés de apellido Champlain el fundador del primer asentamiento europeo permanente en Norteamérica y de ahí y tras mucho andar —tras Francia perder la primerísima guerra mundial por el año 1763—, que los ingleses tomaban posesión de lo que hasta entonces habían sido colonias francesas en esta parte del mundo, y también por extensión de sus desconcertados pobladores francófonos. Como resultado, la provincia que hasta entonces había sido La Nueva Francia, fue renombraba con el nombre algonquino de “Quebec” como la ciudad original, llamada así por sus fundadores debido a que el majestuoso y ancho río San Lorenzo, justo frente a ella, deja de ser un mar de agua atlántica para estrecharse en una línea fresca y caudalosa, que termina conectándolo finalmente con los Grandes Lagos.

La brillante y poderosa, pero geográficamente distante corona inglesa, se esmeró desde entonces en complacer las demandas de sus nuevos ciudadanos, por miedo a que estos se le sumaran a los problemas que ya iba teniendo en las Américas con las otras trece colonias del sur. Sin embargo, fue precisamente esta deferencia con Quebec y sus habitantes lo que a la larga incitó los celos y la guerra de liberación que culminó en la creación de Estados Unidos y su independencia de Inglaterra. La nueva frontera del Tratado de París establecía la diferencia entre aquellos que le daban la espalda a la corona y los que seguían fieles a ella, detalle este que atrajo la inmigración de muchos angloparlantes del sur y también de Europa, convirtiendo a Canadá en el país multicultural y bilingüe que conocemos hoy.

Fue así como aquella vasta comunidad de franco-americanos quedó atrapada por las vicisitudes de la historia en medio de un mundo extraño, al que siempre ha estado ligada por razones geográficas y económicas pero con el que nunca se ha sentido culturalmente identificada, y esto le ha traído a su relación con el resto de Canadá un sin número de percances que han hecho de la coexistencia de ambos un difícil tema político y administrativo. Quebec es considerado un estado independiente dentro de una Canadá unida, como lo catalogara cuidadosamente el Primer Ministro del país hace unos seis años atrás. Es la única de las nueve provincias que nunca ha firmado la constitución del país e incluso cuando se adhiere en lo fundamental a las leyes de la confederación, tendría usted que vivir aquí para que encontrara el sin número de excepciones que para Quebec y sus habitantes existe en cada documento oficial.

No es de extrañar en estas circunstancias que el tema de la independencia y el separatismo hayan sido desde sus inicios una máxima en la sociedad “quebecoá”. Con sus picos en guerra y terrorismo hasta salidas más sutiles como la llamada Revolución Tranquila en los años sesenta, una buena parte de los pobladores de Quebec han conservado desde siempre la melancolía de vivir independiente de su gobernante inglés. En 1976, el partido político que agrupa los sentimientos separatistas de la provincia, Parti Québécois por su nombre en francés, ganó por primera vez las elecciones locales y desde entonces ha llamado dos veces a referéndum entre sus ciudadanos en busca de consenso para sus intenciones de independencia. En el primero de ellos falló por un amplio margen de dos tercios de la población contra solo un tercio que apoyaba la idea, pero en el segundo referéndum, que se efectuó precisamente en el 95 —razón por la cual Quebec estaba en los titulares de aquel periódico en La Habana—, los votos reflejaron el preocupante y estrecho margen de menos de cuatro décimas de puntos de diferencia. Esta vez casi la mitad de la población de Quebec votó por el SÍ.

Suena sorprendente sin dudas que un país bien establecido como Canadá, basado en principios sólidos de igualdad y democracia y ejemplo de paraíso para muchos en el mundo —como lo fue para mi colega años atrás—, se vea amenazado por los preludios de dividir en dos pedazos diferentes lo que desde sus inicios han sido las partes naturales de una misma cosa. Si bien creo que Quebec tiene todo su derecho a defender su cultura e identidad, también es evidente que todavía estamos lejos de sobrevivir a nuestras diferencias sin el conveniente orgullo de tomar ventajas de nuestros derechos. Este septiembre y tras nueve años de gobierno liberal, Quebec votó nuevamente en favor del Parti Québécois en las últimas elecciones, que ganó una respetada minoría con una plataforma llena de promesas de independencia y soberanía para Quebec y sus ciudadanos del resto de Canadá. Los titulares de los periódicos volvieron a hablar de división y separatismo y algunos hasta predicen sin corazón cual de los dos gana o pierde con el país desmembrado. Será el futuro quien defina las fronteras del nuevo paraíso, yo soy de la opinión de que dividir es siempre intentar ganar a lo barato.


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