Gadafi, un desenlace para reflexionar
Más allá de las grandes disquisiciones en torno al final del sangriento dictador y sus seguidores, es momento de procurar el pronto entendimiento entre libios
El Consejo Nacional de Transición (CNT), encabezado por Mustafa Abdel Yalil, proclamó la liberación total de Libia en Bengasi, el 23 de octubre. Con la muerte del despiadado y estrafalario dictador, Muamar el Gadafi, el día 20, concluyó la cruenta etapa, iniciada en aquella ciudad 8 meses antes.
En Cuba ha resultado muy difícil informarse sobre estos acontecimientos, ya que es conocido el control absoluto sobre los medios y la tergiversación según los intereses de las autoridades, además de las reapariciones de Fidel Castro con sus “Reflexiones”, que fundamentalmente reproducen las predicciones y apoyos previos, y las declaraciones de Hugo Chávez, siempre en alabanza a Gadafi. Los titulares y reportajes reiteraron las referencias al asesinato, sin considerar el desenfreno al calor de la lucha sobre el sustrato de odio y ansias de revancha por todas las partes.
Indudablemente, los libios deberán afrontar la ardua reconciliación entre fuertes grupos rivales, complejizada por las divisiones tribales, dentro de un vasto territorio compuesto por las regiones de Tripolitania y Cirenaica con características e intereses históricamente muy distintos. Libia no ha conocido la democracia, ni siquiera en sus más incipientes formas. La lucha contra la dominación colonial de Italia, librada después de la Primera Guerra Mundial, condujo a la independencia en 1951 bajo el rey Idris al Senussi, depuesto en 1969 por el golpe de estado del Coronel Muamar el Gadafi, quien impuso su mandato a través del rejuego tribal, pero con el favoritismo a su tribu, y sus teorías contenidas en el Libro Verde. Si bien utilizó la riqueza proveniente del petróleo de gran calidad para amasar una inmensa fortuna, procuró obtener la incondicionalidad de varios millones de ciudadanos libios mediante asignaciones monetarias, educación y salud pública gratuitas, así como vanagloriarse ante el mundo con proyectos de desarrollo, como la gran canalización de las aguas subterráneas para abastecer a la población, la agricultura y la industria. Durante 42 años reprimió cualquier evidencia de disensión mediante la tortura y los asesinatos. Esto provocó varios atentados, y al menos dos intentos de golpes de Estado.
Pero a sus ambiciones de notoriedad no bastaba el amplio territorio Libia, los países del Medio Oriente y África, o el financiamiento a grupos terroristas internacionales. En 1986 hizo volar una discoteca en Berlín, con el saldo de tres muertos, de ellos dos militares norteamericanos, y unos 230 heridos, incluyendo 79 de esa nacionalidad. Esta acción fue respondida por el presidente Ronald Reagan con un ataque aéreo a su palacio. En 1988 provocó la explosión del Vuelo 103 de Pan Am sobre Loeckerbie, Escocia, con más de 200 fallecidos, por lo que afrontó sanciones internacionales, levantadas en 2003, después de entregar al supuesto ejecutor, compensar a las víctimas y destruir armas ofensivas. Eso le propició mejorar progresivamente sus relaciones económicas con los países occidentales, fundamentalmente en la comercialización de petróleo y gas natural e inversiones con Europa.
Sin embargo, los levantamientos populares comenzados en Túnez a finales de 2010 también tuvieron eco en Libia. El 15 de febrero del presente año, unos dos mil manifestantes protestaron en Bengasi por la detención de un activista de derechos humanos y contra los gobernantes corruptos, con el resultado de 38 heridos y dos muertos. El día 17, las protestas populares se extendieron en la “jornada de la cólera”, reprimidas violentamente por el Ejército. Inmediatamente se evidenciaron las rivalidades subyacentes en torno al dictador. Abdel Fatah Yunes, supuesto segundo hombre del régimen y Mustafa Abdel Yalil, ministro de Justicia, se unieron a los sublevados en Bengasi, segunda ciudad de Libia y capital de Cirenaica, de donde ambos eran oriundos. Los progresos de las fuerzas rebeldes se debieron en gran parte al mando militar del primero, que murió en extrañas circunstancias el 28 de julio. A ellos siguieron otras importantes figuras, muy probablemente temerosas de ser juzgadas internacionalmente, cuando cayera el régimen.
Aunque el apoyo aéreo de la OTAN, iniciado a mediados de marzo, fue esencial para que grupos fundamentalmente de civiles sin experiencia militar vencieran a las tropas élites de Gadafi, no puede menospreciarse las fuertes motivaciones para sostener la encarnizada guerra. La dictadura de más de cuatro décadas se sostenía sobre un precario equilibrio tribal, con favoritismo para los gafas con algo más de un millón de miembros, incorporados en los servicios represivos de su integrante principal, el gran dictador. Además, la población ascendente a 6,3 millones de habitantes, con edad promedio de 26 años, en realidad comprendía gran cantidad de extranjeros fundamentalmente africanos, nacionalizados para garantizar la fuerza de trabajo. Por tanto, las disparidades iban desde las diferencias regionales y tribales a la condición de ciudadano; lamentables sustratos de odios y sed de revancha.
Todas esas circunstancias pudieran explicar la ejecución de Gadafi por sus captores, quienes además conocían que les habría deparado un baño de sangre, si la victoria hubiera sido de las fuerzas del tirano. Debería haberse respetado al prisionero de guerra y realizado un juicio en Libia o en el Tribunal Internacional de La Haya, pero contener a los captores era muy difícil. Los avances tecnológicos, las cámaras de teléfonos móviles e Internet, propician conocer inmediatamente los hechos, que no tanto tiempo atrás habrían quedado en el misterio y la leyenda. Más allá de las grandes disquisiciones en torno al final del sangriento dictador y sus seguidores, es momento de procurar el pronto entendimiento entre libios, la superación de las graves lesiones morales y cívicas, no solo en beneficio de su pueblo, sino para continuar el avance ético y de respeto efectivo a los derechos humanos en todo el mundo.
Los cruentos acontecimientos en aquella nación deberían convencer a las dictaduras, algunas de las cuales se prolongan hasta medio siglo, de que los seres humanos un día despiertan a la realidad de poseer una única vida, y que nadie tiene derecho a apropiársela. Menos aún merecen sus descendientes la condena a ser autómatas sin futuro. Igualmente demuestran que los caudillos totalitarios no tienen colegas incondicionales. Propiciar los cambios en paz para el progreso de los ciudadanos y el país es el deber de los gobernantes, sobre todo si ellos mismos han ocasionado la crisis económica, política y social.
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