Haciendo historia para Stalin (I)
Utilizando el trabajo forzado de 100 mil presos, se construyó el canal Mar Blanco-Mar Báltico, uno de los numerosos delirios megalómanos salidos de la mente de Stalin
En el prefacio de su libro Criminality and Creativity in Stalin´s Gulag (Academic Studies Press, Boston, 2014), Julie Draskoczy cuenta que lo primero que le fascinó del canal Belomor (en ruso, Belomorkanal, versión abreviada de Belomorsko-baltiysky kanal) fue que no podía creer que un campo de prisioneros, un lugar que ella tenía como de alto secreto en la atmósfera ideológicamente cargada de los años 30, contrariamente fuera presentado tan cándida y positivamente por prominentes figuras de la cultura. Esos entusiastas del campo, explica, no eran necesariamente representantes de la política oficial o devotos miembros del Partido. Muchos eran artistas y escritores y algunos de ellos se encuentran entre sus favoritos: Mijaíl Zóschenko, Víctor Shklovski, Máximo Gorki. Esos bien conocidos autores soviéticos, entre muchos otros, presentaron Belomor como una “escuela” de educación socialista, a la vez que campo de prisioneros. Además del apoyo de esas luminarias de las letras, Belomor dio lugar a una película, una pieza teatral y otros productos culturales.
Algunos historiadores e investigadores sostienen que esos artistas no tenían otra opción, que fueron intimidados por el Estado. Pero a Draskoczy ese argumento no le parecía suficiente. Eso, comenta, la llevaba continuamente a hacerse con perplejidad la misma pregunta: ¿cómo es posible mostrar tanta creatividad al enfrentar la muerte? Draskoczy no pudo evitar pensar de manera reiterada en ese tópico, y eventualmente lo escogió como tema para redactar su tesis doctoral.
Pero el propósito de este trabajo no es comentar el libro de Draskoczy, quien aborda ese asunto desde otra perspectiva. En realidad, quiero referirme a otro libro, que recoge la aportación hecha por un grupo de escritores soviéticos a la propaganda de un proyecto que se convirtió en símbolo de lo moralmente vergonzoso del estalinismo. Pero para ello, tengo que empezar por el principio, que en este caso es la obra del canal Mar Blanco-Mar Báltico, uno de los numerosos delirios megalómanos salidos de la mente de Stalin.
La idea de unir esos dos mares a través de una vía acuática no era nueva ni mucho menos (los primeros planos datan del siglo XVIII). Pero la causa principal de que no se hiciera antes de 1917 era esencialmente financiera. Eso, sin embargo, fue manipulado por el régimen soviético, al usar expresiones hiperbólicas —el proyecto fue “enterrado en un mar de papel” o “ahogado por la burocracia”—, que ocultaban las verdaderas razones que tuvo el gobierno zarista para no realizarlo. Por supuesto, la explicación que se dio se fundaba en la incapacidad del sistema capitalista para diseñar y materializar esa obra. Solo la ideología comunista, bajo la dirección de los bolcheviques, podía hacer el canal una realidad. La Unión Soviética iba a triunfar donde la Rusia zarista había fracasado.
La obra se inició en noviembre de 1933 y su construcción demoró 20 meses. Para acometerla fueron movilizados unos 100 mil prisioneros. Los primeros tuvieron que hacer el viaje a pie hasta Provenets, situado a 20 millas. Era invierno, los campos estaban cubiertos de nieve, y al llegar se encontraron con un bosque que prácticamente no había sido tocado por manos humanas. No había donde dormir y los prisioneros tuvieron que construirse su propio refugio. Debido a la inclemencia del clima, muchos enfermaron y murieron. Pero eran pérdidas que el OGPU (siglas en ruso de la Dirección Política Estatal Unificada, órgano de la seguridad del Estado a fines de los años 20 y comienzos de los 30 y responsable de la obra) se podía permitir. Esos presos podían ser reemplazados por otros, de acuerdo a las demandas del canal.
En el libro Making History for Stalin: The Story of the Belomor Canal (University Press of Florida, Gainesville, 1998), del cual proviene buena parte de la información usada para redactar este trabajo, su autora, Cynthia A. Ruder, incluye el testimonio de una mujer llamada Nadezhda Alexandrovna Teplitskaia. Era la viuda del director de orquesta Leopold Teplitski, quien había sido arrestado a causa de su pasión por el jazz y por promoverlo. La mujer recuerda que su marido le contó que cuando iban en el convoy, los guardias les quitaron toda la ropa de invierno que llevaban. Al llegar a Provenets, para poder dormir se vieron obligados a derribar árboles y construir sus barracas.
Los materiales para la obra serían obtenidos de las áreas que estaban alrededor, pues de ese modo el gasto de transporte iba a ser mínimo. Madera, granito, turba, tierra y eventualmente cemento. El objetivo era explotar al máximo la riqueza natural de Karelia. Eso respondía a la consigna del OGPU: “Rápidamente. Sólidamente. Barato. Más madera, menos metal, menos cemento, ni un solo kopec en moneda extranjera”. Para construir el canal, se recurrió además al método más económico: el trabajo de esclavos que serían suministrados por el Gulag (siglas en ruso de la Dirección General de los Campos).
La salvación para miles de criminales
Como resultado de esa errada política, el canal se hizo con métodos casi primitivos. Carretillas, picos, caballos, poleas de madera y un surtido de otros equipos, fueron las herramientas básicas. La prensa alardeaba de que las piedras extraídas se trasladaban en los “Fords Belomor”, nombre con el cual se bautizó a un pesado camión de cuatro pequeñas y sólidas ruedas de madera hechas de tacones de árboles. Durante el curso de la obra se usaron 15 mil caballos y 700 mil carretillas. Se detonaron 4.5 millones de explosiones. Se emplearon 390 metros cúbicos de cemento, así como 7.1 millones de metros cúbicos de agua, cifra suficiente para cubrir durante siete años las necesidades de la población mundial en aquel momento.
Esa enorme cantidad de agua fue responsable, en parte, de la inundación de varios caseríos y granjas situados a lo largo del canal. Muchas personas perdieron sus casas, sus pertenencias y, en ocasiones, sus vidas. Entre las gentes que perdieron sus hogares, había muchos Viejos Creyentes, nombre con que se conocía a los cristianos partidarios de la vieja liturgia y cánones eclesiásticos que no aceptaron la reforma de Nikon en 1654. A partir de esa fecha, fueron cruelmente perseguidos y diezmados. Se habían mudado a Karelia pensando que allí podrían evitar la persecución bolchevique. Incluso algunos cementerios fueron cubiertos por el agua y se conocieron anécdotas de sarcófagos flotando en el canal, como resultado de las islas que fueron inundadas. No existen datos de la cifra monetaria de las propiedades que fueron dañadas, aunque se calcula que fue similar al daño ocasionado por proyectos como la presa de Asuán.
El diario Pravda comentó con orgullo que el canal se hizo sin ayuda ni asistencia extranjera, y también sin maquinaria soviética o de otros países. Los ingenieros que tomaron parte incluso proclamaron el nacimiento de una nueva ciencia: la “hidrotecnia socialista”. Asimismo uno de ellos llegó a asegurar que la calidad de las compuertas de madera no era inferior a la de las de hierro. Y expresó que América y Europa debían quitarse el sombrero ante aquellos obreros.
Y a propósito de esta última consideración, se impone hablar de quienes realizaron aquella obra. Esta se hizo, ya lo apunté, con el esfuerzo de unos 100 mil obreros, que en realidad eran presos. A comienzos de los años 30, en el sistema penal soviético se adoptó la política de perekovka (regeneración), basada en la idea de que “el trabajo reforma a los criminales”. Oficialmente, se la presentó como la salvación para miles de criminales, que podían ser transformados en miembros productivos de la sociedad. Pero en la práctica, con la perekovka los convictos pasaron a ser considerados una fuente de mano de obra barata e ilimitada, para realizar proyectos que otros trabajadores no iban a estar dispuestos a asumir.
Ninguna otra obra de construcción hecha con trabajo forzado alcanzó tal nivel de fanfarria y escrutinio público como el canal Belomor (con ese mismo sistema se realizaron después el metro de Moscú y el canal Moscú-Volga). Este fue tomado como ejemplo emblemático de la perekovka, ya que su éxito justificaría su empleo en otros proyectos de gran envergadura. Proporcionaba, pues, la oportunidad para propagandizar y legitimar la perekovka. El canal además iba a ser presentado como uno de los grandes logros del primer Plan Quinquenal.
El canal Belomor era un experimento único, y eso lo hacía el experimento soviético por excelencia. Stalin lo elevó a nivel de mito nacional, y la retórica oficial se encargó de presentarlo como un logro que solo los métodos y la filosofía del comunismo podían asegurar. Era además crucial en el temprano proyecto del héroe estalinista, que intentaba demostrar la habilidad de la sociedad soviética no solo para remodelar la naturaleza sin necesidad de la asistencia tecnológica de Occidente, sino también para remodelar hombres y mujeres —especialmente aquellos políticamente sospechosos— en devotos ciudadanos socialistas.
Pero ese paradigma de la perekovka significaba una flagrante violación de la ética para la cual no había excusa. El trabajo forzado no admite ser visto positivamente bajo ninguna circunstancia. A eso se debe agregar que las condiciones laborales eran extremas y difíciles: en invierno, las temperaturas eran de 40 grados Celsius bajo cero; los accidentes eran reiterados. La alimentación era insuficiente (solo recibían 800 calorías por día) y debido a eso los presos estaban débiles y contraían enfermedades como el beriberi. Todo eso dio lugar a una tasa de mortalidad, que en 1933 llegó a ser del 10 por ciento. Aunque las cifras exactas nunca se podrán saber, se calcula que durante la obra murieron unas 25 mil personas. En su libro All that is Solid melts into Air: The Experience of Modernity (Penguin Books, 1988), Marshall Berman comenta que “el canal fue un triunfo en publicidad; pero si la mitad del cuidado puesto en la campaña de relaciones públicas hubiese sido dedicada al trabajo en sí, hubiera habido muchas menos víctimas y mucho más desarrollo”.
Para acelerar el trabajo, se usaron distintas estrategias. Aparte de incentivos intangibles (diplomas, banderas honorarias, agradecimiento), se ofrecían estímulos materiales como raciones suplementarias para quienes sobrepasaban la norma. Sin embargo, la motivación más efectiva era la reducción de la sentencia. Por el contrario, negarse a trabajar o falsificar los datos del tufta o índice industrial, conllevaba castigos como una menor ración, una mayor supervisión e incluso persecución. Asimismo se creó y animó el movimiento de los udarniki, los obreros de choque, cuyo elevado rendimiento se usaba de ejemplo para estimular a los demás a imitarlos. Se hacían competencias entre las brigadas y también maratones nocturnos, en los cuales los presos laboraban “voluntariamente” de 24 a 48 horas seguidas.
Por otro lado, a medida que avanzaba la obra los reclusos tenían que construir nuevos campos. Al llegar a cada sitio, solo encontraban bosques. De modo que antes de empezar a adelantar el canal, tenían que construir sus propios barracones y organizar el suministro de alimentos. Sin embargo, en todos los artículos que se publicaron en la prensa soviética no se habla de las pérdidas humanas ni del deterioro de la salud de los presos, como tampoco se habla del impacto ecológico que aquel proyecto dejó como saldo.
Un proyecto sin sentido
Cuando el canal quedó terminado, 12.484 presos fueron liberados inmediatamente. A otros 59.516 se les redujo la condena. Y el resto fueron enviados a otras obras como el metro de Moscú y el tren Baikal-Amur: aparentemente su período de reeducación aún no había concluido. Como es natural, en esas estadísticas no figuran, los reclusos que escaparon ni tampoco los que murieron. De acuerdo a los documentos oficiales, el número de guardias que había era en total 37. Pero es una cifra difícilmente creíble para un proyecto de esa magnitud.
El canal fue inaugurado el 2 de agosto de 1933, con una gran cobertura en las primeras páginas de los principales diarios soviéticos. Stalin asistió al acto oficial y para acomodarlo, se construyó un hotel que hoy alberga el Museo del Canal Belomor. El dictador hizo un recorrido en el barco Anujin, acompañado por Klim Voroshilov y Serguei Kirov (en YouTube se pueden ver unas breves imágenes donde aparecen los tres). Stalin no quedó satisfecho con el canal, que le pareció estrecho y poco profundo. Una reacción inesperada de quien fue su iniciador y su verdadero arquitecto. Pero dado que no era ingeniero ni marinero, al aprobar los planos no tenía sentido de la proporción.
El canal tiene 227 kilómetros y es más largo que el de Panamá y el de Suez. En su tiempo, fue una obra sin paralelo por el tiempo récord en que se hizo y por la tecnología tan rudimentaria que se empleó. Otra cosa muy distinta es su utilidad práctica. Debido a las condiciones climatológicas, solo puede operar seis meses al año. El tráfico usual consiste en barcazas y barcos de carga y de pasajeros de pequeñas dimensiones. No es de extrañar por eso que en privado, Stalin calificara el canal como “un proyecto sin sentido, que no tiene uso para nadie”.
Estaba previsto que el costo de la obra sería de 88 millones de rublos, pero al final esa cifra ascendió a 101 millones. Hasta 1940, el canal había tenido un pobre rendimiento económico. El total de transportación alcanzado hasta entonces solo era del 44 % de la capacidad diseñada. Pero, en cambio, su construcción fue muy importante para el desarrollo del Gulag. A mitad de la década de los 30, los mayores proyectos del país fueron desviados de los ministerios y se asignaron a la Dirección General de los Campos. De ese modo, esta se convirtió en la principal entidad constructora del Estado. El régimen pudo justificar así sus conclusiones en cuanto a que los campos ofrecían una solución barata para los problemas de infraestructura del país.
Muchos en la Unión Soviética conocían la historia de la construcción del canal, pero pocos hablaban sobre ello. Durante mucho tiempo fue un tópico tabú, y hasta la perestroika mucha información era clasificada y los investigadores no tenían acceso a ella. Como tantos otros hechos de la historia de ese período, admitir públicamente que el canal Belomor se construyó con trabajo forzado —algo que, por lo general, se admitía en privado—, equivalía a admitir los excesos cometidos durante el estalinismo. Y admitir esto, sugería la existencia de un fallo en el sistema soviético.
En 1932 se creó una marca de cigarros llamada Belomorkanal, que en otra etapa fue la más popular en la Unión Soviética y otros países del Este (aún se produce en Ucrania y Bielorrusia). En su magnífico libro Gulag, Anne Applebaum comenta que durante varias décadas esos cigarros fueron el único monumento a la construcción del canal. En la actualidad, en Provenets hay un monumento que tiene esta inscripción: “A los inocentes que murieron construyendo el canal del mar Blanco, 1931-1933”. En 1985, el cantante y poeta polaco Jan Krysztof Kelus comparó en una canción el nombre de esos cigarros con el de Auschwitz Filters, debido a los miles de presos que murieron durante la construcción de aquella obra.
Las del canal no son las únicas víctimas cuyos restos descansan en esa región. En Warped Mourning: Stories of the Undead in the Land of the Unburied (Stanford University Press, 2013), Alexander Etkin cuenta que en 1997 un grupo de investigadores independientes, miembros de la Sociedad Memorial, de San Petersburgo, encontraron una gran fosa colectiva cerca del canal. El lugar, llamado Sandarmoj por la población más cercana, es un bosque de pinos en el que unas 9 mil personas fueron fusiladas entre 1937 y 1938. Las víctimas eran hombres y mujeres de 60 etnias y 9 religiones, entre las cuales había una proporción inusualmente alta de figuras de las élites política y académica. Más de mil habían sido trasladadas desde el campo de Solovetski, a centenares de millas. Por razones desconocidas, los condujeron vivos, los forzaron a cavar su propia tumba y luego los asesinaron.
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