Historias de la época dorada (II)
En Estonia aún es fácil encontrar vestigios de la etapa soviética. Uno de ellos es el Hotel Viru, en cuyo último piso los agentes de la KGB realizaban su misión de espionaje puro y duro
El único olor de libertad que penetraba en el Telón de Acero era la televisión finlandesa. Mientras la propaganda oficial sostenía que al otro lado de la frontera solo había problemas, cualquier estonio podía ver a través de esos programas que la vida en el país vecino era normal y ordinaria. La televisión finlandesa abrió a la población de Estonia una ventana a un mundo de entretenimiento y consumo, además de que significó una educación democrática y la estimuló a soñar con un mundo mejor.
En 1955, la televisión estonia empezó a transmitir sus primeros espacios. Los finlandeses no contaban aún con canal propio, pese a lo cual inmediatamente se lanzó el programa Estonia hoy, que estaba lleno de propaganda. En Finlandia, ese medio comenzó a operar dos años después y en 1971 pasó a contar con una torre propia en Espoo, una ciudad relativamente nueva situada junto al mar Báltico. Ese fue el inicio de la “batalla televisiva”: ambos países del golfo de Finlandia empezaron a emitir espacios que idealizaban la vida en ese lado. Naturalmente, esa batalla la ganaron los finlandeses. Con el paso de los años, se hizo evidente que los programas estonios eran una débil competencia para los que la televisión finlandesa ofrecía. En los años 80, esta era con amplia ventaja la más popular en Estonia. Aquellos que en esa época vivían en el norte hablaban más o menos bien el idioma finés, aunque sus habilidades para entenderlo eran mucho mejores.
Cuando aparecieron los primeros reproductores de video, las películas y series extranjeras circulaban por todo el país con subtítulos en finlandés. La gente comenzó a ver todo, desde Knight Rider, Dinasty y Dallas hasta Emmanuel (el sexo era uno de los tópicos que en Estonia no se podían mencionar públicamente). Pero un televisor y una antena nos bastaban para ver esos canales. Estonia usaba el sistema francés SECAM, mientras que en Finlandia empleaban el alemán PAL. Eso significaba que si alguien veía un canal de ese país en un receptor en blanco y negro, se veía la imagen pero sin sonido. Y si era uno en colores, los programas aparecían en blanco y negro.
Para disfrutar de un visionado perfecto, los estonios inventaron un pequeño dispositivo que llamaron el soporte finés. (Por cierto, conviene anotar que la gente también se fabricaba las antenas con lo que tenía a mano, por ejemplo, con unos bastones de esquiar.) Esa pequeña maravilla electrónica abría una puerta a un mundo mágico. Los primeros dispositivos eran de fabricación casera y constaban de dos partes: una cuadrada para captar el color y otra rectangular para el sonido. Las tiendas de electrónicos de Finlandia vieron una oportunidad de hacer dinero y empezaron a fabricar un soporte que iba acompañado de un manual. Lo comercializaron y sacaron ganancias con su venta.
Y ahora se impone dedicar unas líneas a lo que inventaban los estonios para hacer frente a la escasez. Empezaré hablando del estilo de las ropas de las mujeres, un aspecto que tenía algo de esquizofrenia. Por un lado, los carteles oficiales presentaban a las estonias usando monos de trabajo iguales a los masculinos. Y por otro, desde la década de los 60 existía una ley no escrita de acuerdo a la cual las mujeres no debían usar pantalones después del horario laboral.
A pesar de la ideología imperante, como cualquier mujer las estonias querían lucir bonitas. Mas, ¿qué podían hacer las pobres, si los productos de belleza y cuidado más básicos escaseaban en las tiendas? Pues inventaban, usando lo que eran capaces de conseguir. Por ejemplo, hacían en casa creyones de labio y lápices de ceja. Mezclaban pinturas de uñas para obtener nuevos colores y preparaban sus propios productos para el pelo. Eso sí, debían ser inteligentes y cuidadosas, porque cualquier error tenía consecuencias catastróficas. Un ejemplo: si no se diluía suficientemente la laca para el pelo hecha con cera para el piso, el pelo terminaba endurecido y parecía que se llevaba un casco.
Siluet, una revista publicada en Tallin, era la Vogue de toda la Unión Soviética. Se editaban 50 mil ejemplares en estonio y 300 mil en ruso. Se habrían tirado más copias de haber habido papel suficiente, pero este también era escaso, para no variar. En cada número de Siluet se incluían patrones que permitían a las mujeres que sabían coser parecerse a las occidentales. Esto, naturalmente, si se las arreglaban para conseguir una tela razonablemente bonita.
Podadoras de césped y autos hechos en casa
Pero no solo eran las mujeres las que acudían al ingenio. Todos los estonios recurrían a ese recurso, pues aparte de que no siempre hallaban en las tiendas lo que necesitaban, muchas cosas estaban hechas con materiales de mala calidad, su diseño era feo o eran poco prácticas para el uso diario. Eras eran las razones que llevaban a la gente a fabricarlas. Ya apunté que las mujeres hacían laca para el pelo con cera para el piso. También fabricaban jabón de lavar.
Los hombres, por su parte, fabricaban autos y podadoras de césped. De igual modo, se construían casas. No era raro que las mismas se elaboraran solo con piezas de no más de 3 metros de largo, ya que estas se transportaban en el sidecar de las motos. De ahí que las personas que vivieron en la era soviética eran un poco irónicas al advertir, como en los manuales de los equipos, “este equipo solo puede ser instalado por un especialista capacitado”.
En 1968, un hombre de la ciudad de Tüiri, llamado Uno, un día se dio cuenta de que en toda su vida no iba a poder tener un auto. Solo los miembros del Partido podían comprarlos, y la conciencia de Uno no le permitía afiliarse al mismo. Sin embargo, ese obstáculo no lo hizo desistir de su sueño de tener un auto. Y determinó fabricarlo él mismo.
Por supuesto, había visto muchos autos extranjeros, pero no copió ningún modelo existente. El diseño del suyo fue muy creativo. Lo llamó “la muñeca de trapo”, y prácticamente lo hizo como un traje confecciona un sastre. Para empezar, Uno hizo un prototipo de tamaño natural con barro de buena calidad. Para no tener que pulir demasiado la superficie exterior, cubrió el barro con parafina. La siguiente capa fue de concreto, reforzado con malla de acero. Uno no cubrió los huecos correspondientes a las ventanas para poder sacar el barro del molde a través de ellos. Al final, solo quedó la capa de concreto, que básicamente pertenecía a la carrocería de “la muñeca de trapo”.
Uno pasó entonces a realizar las mejoras finales. Resultó que el molde tenía lombrices de tierra, que se habían deslizado entre el barro y el concreto. A continuación, Uno dio vuelta al modelo y pegó en su interior una capa de tejido de fibra de vidrio y resina de poliéster para formar la carrocería. El paso final consistió en romper con cuidado el molde de concreto que cubría la carrocería, y para ello utilizó un martillo. ¡La carrocería del auto estaba lista!
No obstante, hubo un par de contratiempos inesperados. La parafina acabó por crear una reacción con la resina de poliéster, lo cual hizo que la superficie exterior se volviese resbaladiza. Como resultado, la pintura no se adhería a ella. Uno probó lijar la carrocería, pero cuarenta y dos años después el problema persiste. Por otro lado, reforzó el interior del capó de plástico con tubos de polietileno para hacerlo más consistente. Por desgracia, los plásticos tenían diferentes coeficientes de expansión térmica, lo que causó que la cubierta del motor perdiera su forma.
“La muñeca de trapo” de Uno ha acumulado en total 50 mil kilómetros. Los viajes más largos hechos por él fueron a Letonia, Lituania, Bielorrusia, Moldavia, Crimea y Moscú. Es un auto de dos asientos, que se pueden bajar para dormir y descansar. Aunque estaba construido para viajar, fue diseñado como un auto deportivo.
Como es natural, la reacción de las autoridades a la fabricación casera de autos fue positiva. Después de todo, los hechos por la gente reducían la presión de las fábricas estatales. Eso sí, después de registrarlos había que presentar documentos para probar que las piezas y materiales fueron adquiridos legalmente. Por otro lado, estaba prohibido venderlos a otra persona. El propietario tenía que darle de baja y deshacerse de él. Pero siempre existía la posibilidad de hacerle algunas pequeñas modificaciones y presentarlo como si fuera nuevo.
¿Había algo que los estonios no podían construir? Sí. No hay noticia de que fabricasen aviones, mini submarinos y globos aerostáticos. Estos últimos se pueden ver en el Museo del Muro de Berlín. En los años 80, hubo un caso real de dos familias de la extinta República Democrática Alemana que hicieron un globo aerostático casero para volar a lugares donde en las tiendas se podían comprar podadoras para el césped, autos, laca para el pelo y muchas otras cosas. Pero esa es ya otra historia.
Robar versus “conseguir”
Otro hábito extendido entonces era el de preparar vegetales y frutas para que se conservaran. ¿Por qué se hacía? Por la misma razón que emerge en casi todos los aspectos de la etapa soviética: los estantes de las tiendas estaban vacíos. Preservar alimentos era estimulado oficialmente, para reducir la demanda en los comercios. Incluso en el otoño se habilitaban autobuses adicionales para las personas que iban al campo a recoger bayas. Había también un barco que viajaba de Tartu a Emojöe Suruso, para las personas que iban a recoger arándanos en esos sitios.
¿Qué tenía de especial que los estonios prepararan conservas en casa? En nuestros días la gente lo sigue haciendo. Muchas personas conservan productos agrícolas y del bosque. Pero hay una diferencia esencial: quienes hoy hacen eso, lo hacen porque prefieren comer productos ecológicos y añadir una alternativa más saludable a la de los supermercados. Es también un modo de ahorrar dinero en alimentos. Eso además lo hace una minoría de la población. Pero en los viejos tiempos, en Estonia todo el que podía se involucraba en ello.
Las conservas se guardaban en bodegas y sótanos, donde se llegaban a almacenar cien y hasta doscientas unidades diferentes. Allí se podía hallar casi todo. Carne y productos agrícolas. Bayas y setas. Vegetales y frutas en sirope. Mermelada. Otras cosas, como las patatas y los zumos, no se envasaban porque se consumían diariamente. En las Navidades y en otras fechas festivas, buena parte de los frascos eran sacados y se organizaba un banquete con el que solo los mejores restaurantes hubieran podido competir.
El último aspecto de la exposición que voy a comentar se refiere a una curiosa doble moral, muy extendida en Estonia durante la etapa soviética. Todos sabemos que coger lo que no es de uno está muy mal. No se debe robar a un vecino, ni en una tienda. No es justo, y es lo que hacen los delincuentes y los sinvergüenzas. Pero en aquellos años, robar al Estado era visto como algo completamente diferente. Se consideraba algo normal, y la gente aludía a ello como “conseguir”.
En primer lugar, hay que insistir en que no había donde comprar las cosas más necesarias. Era posible usar el periódico como papel higiénico, pero muchos otros objetos y productos no se podían reemplazar. Por ejemplo, era imposible sustituir los cristales de las ventanas por otro material. Había, pues, que obtenerlos de quien lo tenía. Y el que lo tenía era el Estado. Otro argumento para justificarlo era que nadie había olvidado cómo en los países que integraban la Unión Soviética fueron confiscadas tierras, granjas, empresas, casas. ¡Eso también era robar! Así que los estonios veían la práctica cotidiana de coger cosas del Estado como una compensación de las injusticias que se cometieron en el pasado.
La gente cogía todo lo que necesitaba. E incluso lo que no necesitaba, pues pensaban en “cuando lloviera”. Se apropiaban además de cosas para ellos, para la familia, para los amigos. Todo aquel que tenía oportunidad, robaba al Estado. Literalmente, todos lo hacían, al menos un poquito. A continuación, ilustraré con algunos ejemplos cómo los estonios aplicaban esa forma popular de “apropiación justificada”.
Muchos obreros de una fábrica donde se envasaba vino sufrían dolor de espalda, e iban a trabajar con una bosa de agua caliente debajo de la ropa. Por supuesto, la bolsa continuaba allí cuando volvían a su casa. ¿Se imaginan lo que ocurría? Pues que durante la jornada laboral, al igual que Jesús aquellos obreros hacían el milagro de convertir el agua en vino.
En los autobuses que cubrían distancias largas, al finalizar el trayecto los pasajeros siempre devolvían al chofer los boletos. De este modo, este los podía volver a vender varias veces. Así era como el chofer y los pasajeros participaban secretamente de ese acto de conspiración contra el régimen soviético. Y además, de esa manera el chofer podía sacar algún dinero.
En los restaurantes había un alto índice de fraudes. Era muy común que los empleados se valiesen de distintas triquiñuelas para ganar 150 o 200 rublos en una sola noche. Lo cual era una suma superior al salario promedio de la población. Esa suma se podía conseguir de diferentes maneras: alquilando una corbata a un cliente, diluyendo el coñac con té, o bien reuniendo las sobras del almuerzo para preparar con ellas un nuevo plato. Había otras opciones y todas se utilizaban.
Al final de la etapa soviética, en un mercado callejero de Tallin una señora mayor vendía por poco dinero bombillas fundidas. ¿Por qué vender un objeto inservible? En aquellos años, las bombillas eran otra de las cosas que escaseaban. Muchas personas llevaban al trabajo las que se les habían fundido. Iban al baño o a otro sitio donde no hubiera nadie, y la cambiaban por la bombilla que estaba en uso. De ese modo, dejaban allí la fundida y se llevaban la buena para tener luz en su casa.
Linehall: la majestuosidad desolada
Hasta aquí este recorrido por Back in time. Life in Soviet Estonia. Pero aparte de esa parte de la historia de la vida cotidiana que allí se muestra, en Estonia aún es fácil encontrar vestigios de la etapa soviética. Por ejemplo, basta dar un paseo por algunos barrios de la ciudad para apreciar los bloques de apartamentos construidos en aquellos años. Se pueden identificar muy bien, pues constituyen un modelo clonado que se repetía en todos los sitios. Respondían esencialmente a un concepto utilitario y reflejan una idea de igualdad y de falta de aristas que en nuestros días no se concibe. Como comentó alguien, esos bloques constituían un universo de marrones y grises.
Tallin cuenta además con dos gigantescos edificios representativos de la arquitectura soviética. Uno es la Biblioteca Nacional, comenzada en 1985 y finalizada en 1993, cuando ya Estonia había proclamado su independencia. Está revestida de piedra caliza dolomítica, un material muy usado en ese país. El otro edificio es la Linnahall, que fue hecho para acoger las competencias de vela de los Juegos Olímpicos de 1980. Se le bautizó como Palacio Lenin de Cultura y Deporte, y entre otras instalaciones alberga una enorme sala de conciertos y una pista de patinaje sobre hielo. Lo descubrí una tarde, sin tener idea de qué se trataba. Es una gran estructura de concreto, que está medio en ruinas y llena de grafitis, a donde los jóvenes van por las tardes a beber y a montar en skateboards. El Linehall es una muestra del gigantismo arquitectónico soviético, y hoy constituye la imagen de una majestuosidad desolada. Actualmente, el ayuntamiento está realizando su renovación completa.
A 50 kilómetros de la capital está otro de los residuos de los años durante los cuales Estonia estaba uncida al bloque soviético. Es Paldiski, una ciudad portuaria que en 1962 pasó a ser un centro de entrenamiento de submarinos nucleares. Era la mayor instalación de su tipo de toda la Unión Soviética y poseía dos reactores nucleares. En Paldiski llegaron a laborar hasta 16 mil personas. Era una zona con acceso restringido y estaba rodeado de alambre de púas. Hoy muchos de los edificios están en ruinas y se pueden ver restos de fábricas militares y barracones del Ejército Rojo. Su población actual se ha reducido a 4 mil habitantes, en su mayoría de ascendencia rusa. Sus peculiares características han hecho que allí se hayan rodado varias películas ambientadas en la desaparecida Unión Soviética.
En el pequeño pueblo de Järva-Jani existe un Museo de Vehículos Soviéticos. No es la típica colección de autos, pues en lugar de ocupar un sitio cerrado está a cielo abierto. Allí se pueden ver coches, camiones, autobuses, anfibios, tractores, carros de bomberos y motocicletas construidos entre los años 50 y 80 en los países que formaban parte de aquel bloque. Hay cientos de vehículos de distintas marcas, entre los cuales están los autobuses Ikarus, los camiones GAZ y los autos Lada, Moskvitch y Trabant.
Al igual que en Letonia y Lituania, en Estonia quedan, en fin, otros muchos rastros de aquella etapa. Pero no extenderé más este repaso y lo concluiré refiriéndome a un edificio que en su momento devino una leyenda y que ilustra una de las tantas historias que la población ignoraba. Hablo del Hotel Viru, que se encuentra en el centro urbano de Tallin. Fue el primer rascacielos que tuvo el país y también era la más prestigiosa instalación de su tipo de la región.
En 1965 fue restablecido el servicio de ferry entre Tallin y Helsinki. En Moscú pensaron que sería un modo de estimular el turismo y ganar así dinero. En efecto, a partir de entonces Estonia comenzó a recibir unos 15 mil visitantes al año, en su mayoría finlandeses y estonios exiliados. La capital estonia solo disponía entonces del Hotel Tallin, abierto en 1963, que no alcanzaba a cubrir la nueva demanda. Con ese fin, en 1969 se inició la construcción de un nuevo hotel. Para garantizar que estuviera a tiempo y cumpliera los estándares occidentales, fueron contratados obreros finlandeses.
Espionaje puro y duro
El Hotel Viru fue inaugurado en abril de 1972, y era el único alojamiento para extranjeros permitido por Intourist, el operador turístico de la Unión Soviética. Para el régimen, aquel edificio de concreto y cristales representaba una magnífica oportunidad y, al mismo tiempo, un problema. Los visitantes que se hospedaban dejaban dinero, pero también traían ideas que amenazaban el orden político y social, implantado por un Estado policial y paranoico para el que todos y todo eran peligrosos. La solución fue instalar un nido de espías para mantener una estricta vigilancia sobre los huéspedes. Los estonios se referían jocosamente a ello comentando que el hotel fue construido con un material secreto: el microcemento, aludiendo a la cantidad de micrófonos que fueron instalados.
Unos días antes de que abriese sus puertas, los empleados fueron enviados por una semana a sus casas. Fue el tiempo que le hizo falta a la KGB para instalarse subrepticiamente en el último piso, el 23. Allí sus agentes establecieron su centro de operaciones de la red de escuchas que atravesaba cada centímetro del edificio. Las ventanas estaban tapizadas de negro, a pesar de tener las mejores vistas de la ciudad. Las dependencias contaban con dos habitaciones continuas. Una era la sede de operaciones, mientras que la otra era el cuarto de la fotocopiadora. En la puerta tenía un letrero que decía: “Para entrar se necesita un permiso del director del hotel”. Un aviso innecesario, pues por el ascensor solo se podía llegar hasta el piso 22.
De las 400 habitaciones, 60 estaban equipadas con micrófonos ocultos en paredes, teléfonos y floreros. En el restaurante, se colocaban en los ceniceros y las cestas para el pan, y las camareras iban y venían con suntuosos floreros con micrófonos dentro. Incluso las paredes de las saunas contaban con dispositivos de escucha, pues ese era uno de los principales sitios donde los visitantes hablaban de negocios. Los agentes ponían especial esmero en las suites, pues al estar reservadas para los huéspedes especiales eran las más propensas a las conversaciones más jugosas. A la KGB le interesaban, en primer lugar, los estonios que residían en Occidente, ya que podían traer ideas disidentes a aquellos compatriotas que eran resistentes a la propaganda soviética. Otro de sus objetivos eran los periodistas extranjeros, para poder saber de qué charlaban y qué podían escribir acerca de la Unión Soviética a su regreso.
El hotel proporcionaba todo para que los visitantes no tuviesen que salir y evitar así el contacto con la verdadera realidad. Tenía un cabaret por donde desfilaban mujeres medio desnudas, muchas de las cuales, como resulta fácil adivinar, eran espías. Se ofrecía también un servicio de autos de alquiler, que obligatoriamente incluía chofer. El menú del restaurante siempre tenía carne, algo con lo cual los estonios no podían soñar. El bar del segundo piso era el único lugar en toda Estonia donde se servían bebidas de marcas occidentales. Asimismo, en el hotel había saunas y hasta médicos y bomberos. Todas esas opciones evidentemente respondían al claro objetivo de tener a los huéspedes el máximo tiempo posible dentro del hotel. Es pertinente anotar que esos servicios solo se podían pagar en dólares, una moneda que para los estonios era ilegal poseer.
Pero más allá de que la labor del Gran Hermano funcionara, el Hotel Viru no se libraba de la ineficiencia característica de los países soviéticos: había 1.080 empleados para servir a 829 huéspedes. Los empleados eran seleccionados por sus habilidades para hablar idiomas, pues de ese modo podían alertar de las charlas no autorizadas. El primer fax fue instalado en 1989. El operador encargado del mismo viajó por dos semanas a Moscú, donde recibió preparación. De cada fax que entraba se sacaban dos copias, una para el recipiente y otra para la KGB.
Entre otros personajes célebres, en el Hotel Viru se hospedaron Elizabeth Taylor, Neil Armstrong, Valentina Tereshkova y el shah Mohammad Reza Pahlavi. Después de la independencia de Estonia, el hotel fue privatizado y vendido en 2003 a una cadena finlandesa. Cuando remodelaron el edificio, los nuevos propietarios decidieron dejar intacta la planta 23, que permaneció sellada por dos décadas. En enero de 2011 fue abierta como museo, un proyecto que se fraguó durante varios años.
En la oficina que ocupó el centro de operaciones de la KGB se conservan los objetos usados por los agentes para cumplir su misión de espionaje puro y duro: una máquina de escribir, equipos electrónicos, cámaras, antenas y dos teléfonos, uno blanco y otro rojo que conectaba directamente con Moscú. En una esquina hay un abrigo verde oliva, que debió pertenecer a uno de los agentes. Se aprecian signos de una partida apresurada: papeles rotos en el escritorio y en el suelo, ceniceros llenos de colillas…
El museo programa visitas guiadas para grupos de 25 personas. Visitarlo brinda la posibilidad de realizar un viaje en el tiempo, veintiocho años atrás, para conocer un episodio de la historia nunca contada de la Estonia soviética.
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