Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Tribu, EEUU, Congreso

La deshumanización de la sociedad estadounidense

Marcar las diferencias no es sinónimo de discriminación. Sin embargo, cuando en la valoración de lo ajeno se introducen el rechazo irracional y la intolerancia las cosas se complican

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No. Esta columna no va por la onda de criticar al capitalismo. Tampoco de acusar de explotador e imperialista a Estados Unidos. Y menos se limita a echarle las culpas de todo a la administración de Donald Trump —a la que, en principio, considera más un efecto que una causa de la crisis, aunque a diario contribuya a ella.

De lo que se trata aquí es de hablar de un problema que nos atañe a todos y del cual en parte —o no tan en parte— todos somos culpables: la perversión de la “otroriedad”.

Suena extraño y hasta rebuscado, pero lo vivimos a diario (lo de rebuscado es simplemente torpeza del autor).

El reconocimiento de la “otroriedad” —un concepto utilizado en sociología y antropología[1]— no implica un carácter negativo. El dar cuenta de la presencia de individuos diferentes, que no forman parte de la comunidad propia, ayuda a la persona a asumir su identidad. Se trata del reconocimiento del “otro” como un individuo diferente, que no forma parte de la comunidad propia.

Como en muchos casos, se recurre a una especie de palabreja para decir lo vivido a diario. La palabra importa poco, el hecho mucho.

Marcar las diferencias no es sinónimo de discriminación. Sin embargo, cuando en la valoración de lo ajeno se introducen conceptos que implican rechazo e intransigencia las cosas se complican. Y se complican porque retrocedemos en la escala humana. Volvemos a la tribu. Así estamos.

En Norteamérica no somos los mejores en este sentido. Canadá nos supera.

Estados Unidos ha descendido en el Índice Mundial de Democracia según la Unidad de Inteligencia de The Economist[2].

En la última década, EEUU bajó del 18º lugar el índice mundial en el 2008, al 25º en el 2018. Este país cayó por debajo del umbral de una “democracia plena” en 2016. Ello obedece a una grave disminución de la confianza pública en las instituciones estadounidenses.

En la actualidad EEUU se considera como una “democracia defectuosa”, de acuerdo a dicho índice.

Ello ocurre, fundamentalmente, por un deterioro de las instituciones; una falta de confianza en los órganos gubernamentales y legislativos. Lo único que nos salva, de momento, es el poder judicial, pero no por mucho tiempo.

De acuerdo a las encuestas de Gallup, de enero a mediados de noviembre de 2018, el número de estadounidenses que aprobaban la forma en que el Congreso realizaba su labor se redujo a un 18 %, de un 40 % en el 2000 y un 20 % en el 2010.

Es decir, tanto el Congreso demócrata durante los dos primeros años del gobierno de Barack Obama, como los posteriores congresos republicanos en los mandatos de Obama y Trump no lograron solucionar el problema.

La naturaleza partidista extrema de la política en Washington —al punto de caracterizarse como partisana, guerrillera— no ha hecho más que contribuir a esta tendencia, en que cada partido se ha dedicado a bloquear la agenda del contrario, en detrimento de lograr compromisos y acuerdos.

Daniel Noah Moses, director de programas de educación de Semillas de Paz, una organización no lucrativa en el Cercano Oriente —que en la actualidad ha extendido su trabajo a EEUU—, señala que, al trasladarse a este país desde Jerusalén, en el 2017, encontró un clima extrañamente familiar.

“Me sorprendió cuan similar resultaba todo: el abismo en la comprensión, los niveles emocionales, la negación del ‘otro’”, señala en un artículo en The New York Times.

La solución al problema no radica en cambiar el punto de vista, las opiniones y los conceptos de cada uno de los grupos implicados, sino en ampliar los horizontes de ambos; en aumentar los niveles de comprensión y la capacidad de escuchar al “otro”. En no considerar lo ajeno como nocivo sino simplemente distinto. Desgraciadamente, hasta el momento nada indica que en la próxima elección esta tendencia disminuirá sino todo lo contrario.

Si ello ocurre, las costuras del bipartidismo de este país —con todo lo que implica de bueno y de malo— terminarán por estallar, y las consecuencias son difíciles de predecir.

Lo peor es que mirar a otras naciones —Alemania, Portugal, España— no ofrece tampoco muchas esperanzas.

Esta columna aparece también en el Nuevo Herald y Cuaderno de Cuba.


[1] También en filosofía, la ensayística e incluso la poesía. Jean Paul Sartre y Octavio Paz son los mejores ejemplos.

[2] Dato de interés para los cubanos exiliados en Miami: Cuba ocupa el peor lugar en el índice, en lo que respecta a los países del área del Caribe.


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