La mancha oscura del legado de Lula
Vale la pena reflexionar acerca de la acción política internacional de Lula respecto a los derechos humanos, dado el papel que éste seguirá jugando en la política internacional de su país
La diplomacia de Brasil en la era de Lula da Silva se ha caracterizado por la búsqueda de equilibrio y por observar una actitud responsable ante los retos que enfrenta hoy la comunidad internacional. Pero también se ha caracterizado por un cínico apoyo a innumerables países que violan sistemáticamente los derechos humanos, por lo cual el Presidente saliente está siendo criticado en su propio país.
A partir de los años 1980, en el ámbito del modelo fáctico, se opera en América Latina una modificación de profundo impacto político-institucional. Se impone la idea de que el poder fáctico debe ser sometido a la legitimidad del sufragio universal, modelo del cual Cuba todavía permanece ausente.
En honor a la verdad, se le debe reconocer esa iniciativa al general Augusto Pinochet cuando decidió someter su cargo al veredicto de un referéndum que, por cierto, perdió y que, pese a las ventajas que continuaba atribuyéndose gracias a la reforma de la constitución ideada en previsión de una posible derrota, no le quedó otra opción que acatar el veredicto de las urnas. De ese hecho arranca el regreso de Chile a la vida democrática.
En la era democrática que hoy se vive en América Latina, existe una diferencia de origen en la comunidad de Estados que la integran; y es que los Gobiernos que forman parte del eje llamado bolivariano, o tienen un origen fáctico o se han servido de él en algún momento para acceder al poder. Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega: todos, en algún momento, se han favorecido de la violencia política para acceder al poder y luego han buscado legitimarse mediante el sufragio universal.
En el panorama de los países legítimamente democráticos, brillaba Brasil debido a la conquista de su equilibrio económico y político, por su peso geográfico y demográfico, por haber gozado del privilegio de haber tenido durante dos mandatos presidenciales a uno de los más ilustres y brillantes pensadores sociales del continente, Fernando Enrique Cardoso, quien dejó a su sucesor, Lula Da Silva, un país encaminado hacia el progreso y la modernidad.
La opinión pública y los analistas no se cansan de alabar a Lula da Silva al que se le tiende a otorgar todos los méritos ignorando los de sus antecesores. En todo caso, se le admira, y con justa razón, por su respeto a la democracia, su talante equilibrado, por su capacidad de negociación. El prestigio del antiguo obrero y sindicalista, víctima de la represión bajo el régimen militar que imperó en Brasil desde el golpe de Estado de 1964, no se ha visto opacado pese a las graves fallas cometidas con relación a los derechos humanos en su política internacional y el retroceso que ello significa como ejemplo en un continente siempre propenso a transgredir esos principios.
Aunque no aparezca de estricta actualidad, puesto que las elecciones en Brasil ya tuvieron lugar, pero dado el papel que Lula seguirá jugando en la política internacional de su país, pues no por azar Lula impuso y logró la elección de su candidata, vale la pena reflexionar acerca de su acción política internacional respecto a los derechos humanos, pues la política que Brasil desarrolle en el futuro cercano atañe directamente al destino de los países del continente y demuestra que no se debe tener una actitud dócil hacia la única gran potencia del sur del continente.
Identificado con las causas sociales, Lula logró un prestigio internacional considerable. Sin embargo, en materia de defensa de los derechos humanos, la política de su Gobierno lleva el estigma del cinismo más vergonzoso. Su indulgencia hacia los países que violan los derechos humanos (Cuba, Irán, Venezuela, por sólo dar los ejemplos más recientes); su ambigua postura con relación a la no proliferación de armas nucleares y su poco caso a los problemas medio ambientales le han valido el calificativo de ser “el mejor amigo de las dictaduras en el mundo democrático”. Y todo ello en aras de sacar ventajas inmediatas y a corto plazo en su ambición de dejar de ser candidato a gran potencia, para alcanzar de pleno el estatus de gran potencia para Brasil. En el quehacer delicado de la diplomacia, Lula Da Silva ha demostrado poseer cualidades de buen político, pero está lejos de ser un gran hombre de Estado. De un país como Brasil, y de un líder como Lula Da Silva, forjado en la lucha contra una dictadura, lo menos que podía esperarse es que se convirtiera en una referencia en materia de defensa de los derechos humanos ante el mundo. Al intentar convertirse en intermediario, incluso en interlocutor válido entre Irán y la comunidad internacional, eximiendo a Irán de sus crímenes contra la democracia, para ganar la confianza de este último, demostró el talante de un comerciante de influencias de pequeña envergadura.
Inspirándose en el modelo castrista, Lula desarrolló una política paralela con relación a América Latina, en particular, hacia Gobiernos de dudoso comportamiento democrático, siempre presto a socorrerlos y a justificarlos, como ha sido el caso con los Gobiernos de Cuba, Venezuela, Bolivia; política para la que ha contado con su consejero para Asuntos Internacionales, una suerte de canciller bis, Marco Aurelio García, cuyas interferencias en la política interior de Venezuela y su postura más que ambigua en relación a las FARC colombianas son de conocimiento público. La escandalosa intromisión de Brasil en el caso de Honduras. El apoyo incondicional al gobierno Iraní sin poner el menor reparo a su falta de legitimidad democrática, a la aplicación sistemática de la pena de muerte contra opositores y homosexuales, ni a la lapidación de mujeres. En relación al caso cubano, la actitud de Lula Da Silva es simplemente bochornosa. Tratar de delincuentes a hombres que han dado su vida luchando contra la peor dictadura de la historia latinoamericana, como lo hizo el Presidente brasileño en su visita a Cuba, que coincidió con la muerte del disidente Zapata tras una huelga de hambre de varias semanas, es sencillamente criminal.
Pero no debe creerse que la postura de Lula Da Silva se limitó a declaraciones espontáneas, o fueron fruto atribuibles a su afección por el whiskey, como algunos lo han sugerido, que luego pueden ser corregidas en la práctica por los eximios expertos de Itamaraty.
En lo absoluto: las posturas de Lula con relación a dictadores y dictaduras han tenido su traducción en la práctica y en políticas reales y en el lugar más indicado para ello: en la Comisión de Derechos Humanos en Ginebra, donde los delegados de Brasil bloquean sistemáticamente los intentos de investigar las violaciones de los derechos humanos, aliándose con los más notorios países acusados de violarlas. Como lo afirma en un reciente artículo el diplomático brasileño, Rubens Ricupero, publicado en el Braudel papers, órgano del Instituto de Economía Mundial del mismo nombre: “mediante su ausencia o abiertamente bloqueando las acciones de la comisión, el Gobierno brasileño colabora con la vergonzosa tarea de obstruir el funcionamiento de la comisión. Ayudando, protegiendo y favoreciendo a los autores de los peores asaltos contra los valores humanos como son: Corea del Norte, Sri Lanka, Congo, Irán, el Sudán del genocidio de Darfur, Cuba”, apunta el diplomático brasileño.
No deja de ser sorprendente semejante toma de posición, que nada tiene que envidiar a la de los militares brasileños en el poder desde 1964 hasta 1985, cuando se les reprochaban las violaciones a los derechos humanos e invocaban el mismo argumento que hoy invoca, al igual que Pinochet y al igual que el régimen cubano, el antiguo sindicalista reprimido por los militares: el respeto a la soberanía nacional. Por lo menos los militares brasileños actuaban en defensa propia, en cambio Lula Da Silva, intenta justificar los crímenes cometidos por otros.
El diplomático brasileño reprocha a Lula preferir ganancias diplomáticas inmediatas al respeto de los valores universales, lo que conlleva una contradicción profunda entre los objetivos y los valores que inspiran su acción política.
Cabe preguntarse si Dilma Rousseff, que cuenta en su hoja de vida haber sido torturada por los militares, pretende mantener en la materia el mismo cinismo que su predecesor, el hombre a quien le debe el poder, o si se va a atrever a caminar sola.
Entablar el diálogo con el futuro Gobierno brasileño, debería ser considerado como vital para los demócratas latinoamericanos amenazados por el autoritarismo de inspiración castrista que cunde en el continente, pues su futuro se ve oscuro. No hay que olvidar que el hecho de que un gobierno democrático tome una ruta equivocada, no significa que se le deje hacer. En Brasil existen corrientes opuestas a esa deriva diplomática contra natura personificada por Lula.
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