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Rusia, Unión Soviética, Alemania, Putin

La supuesta conspiración occidental que obligó a Moscú a pactar con el diablo (II)

Segunda y última parte de este artículo

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Luego de la rápida caída de Polonia, tras una ofensiva fronteriza de los franceses sobre el Sarre, los franco-británicos, que todavía creían que la nueva guerra sería como la anterior, se atrincheraron tras el impresionante sistema de fortificaciones que Francia había tardado 20 años en construir en su frontera con Alemania, la línea Maginot. No porque esperaran que Hitler se lanzara al mismo tiempo a luchar en dos frentes, ya que sabían que, en ese momento ni la dirigencia de la Wehrmacht, ni la mayoría de la población alemana lo hubiera apoyado en ese acto suicida que iba contra la principal conclusión que había sacado Alemania de la I Guerra Mundial: que no podía pelear en dos frentes contra potencias de primer orden. En realidad lo hicieron porque, en primer lugar, en el tipo de guerra ante el cual pensaban estar, en que la potencia de fuego superaba a la movilidad, no creían contar con la suficiente potencia combatiente para lanzar una nueva ofensiva contra Alemania, ahora que podía concentrar el grueso de sus ejércitos contra ellos; en segundo, porque estaban convencidos que tarde o temprano los Estados Unidos volverían a entrar de su lado, y en tercero, porque abrigaban la esperanza de que el viejo buitre oportunista de Stalin atacara a Hitler por la espalda —no que Hitler atacara a Stalin, lo cual daban por descontado no haría.

Por tanto, el que los franco-británicos se replegaran a la llamada “guerra de broma”, entre octubre de 1939 y el 10 de mayo de 1940, no tuvo que ver con algún cálculo de que Alemania aprovecharía la inactividad del frente occidental para abrir otro oriental. Si acaso algún cálculo semejante hubo fue sobre la base, como hemos visto, de que Stalin se animara a atacar él. Como de hecho hizo en medio de la Batalla de Francia, al ocupar partes de Rumanía que no entraban en los acuerdos secretos del Tratado Molotov-Ribbentrop. Algo que amenazaba gravemente la seguridad de Alemania, porque Rumanía era entonces su principal suministrador de petróleo, y el atrevimiento de Stalin colocaba al Ejército Rojo en posición favorable para cortar sus líneas de aprovisionamiento de combustible. Sin embargo, Hitler no reaccionó, prefirió tragarse la humillación en silencio, lo cual demuestra su convicción del momento de que no podía dejarse a arrastrar a una guerra en dos frentes a la vez.

La Unión Soviética posterior a la Segunda Guerra Mundial, y ahora Putin, insistieron e insisten en justificar el Tratado Molotov-Ribbentrop en el que Francia y Gran Bretaña no hubieran aceptado entrar en una alianza con ella. El cual acuerdo Moscú buscó infructuosamente al menos desde 1936: lo cual no es falso, en verdad. La Unión Soviética y ahora Putin, no obstante, obviaban y obvian que fue precisamente el interés soviético en Polonia lo que explica esa reticencia de las dos grandes democracias europeas a llegar a acuerdos con Moscú. Francia y el Reino Unido estaban, como lo demostraron en 1939, plenamente comprometidos con su aliado polaco, y sabían bien que todo acuerdo con Stalin quizás les hubiera salvado de tener que entregar a Checoslovaquia, pero sólo a costa de aceptar sus reclamaciones territoriales en contra de Varsovia, o incluso de que la misma Praga se convirtiese en un semi-protectorado soviético.

Las reclamaciones soviéticas sobre Polonia están más que demostradas. Recordemos la fallida guerra que la naciente Unión Soviética lanzó sobre Polonia en 1920, para convertirla en una república soviética más —Polonia había sido parte del Imperio Ruso hasta unos meses antes—; o el acto de literalmente correr a Polonia hacia occidente, a expensas de Alemania, que ejecutó al término de la II Guerra Mundial, y gracias al cual Moscú se apropió nada menos que 140.000 kilómetros cuadrados —mucho más que la extensión territorial de la República de Cuba.

En 1939 aliarse con Stalin, para las dirigencias de París y Londres, equivalía, a buscarse un aliado para nada comprometido con su alianza, el cual los dejaría tirados al borde de la carretera en cuanto pensara que le convenía hacerlo, además de a nada menos que a entregar toda Europa del Este a la Unión Soviética, como ocurrió después, al cabo de la guerra que estaba entonces por comenzar.

En todo caso haberse puesto de acuerdo con Stalin, digamos en la primavera de 1938, habría sido la oportunidad ideal para poner en marcha la supuesta conspiración, al colocar frente a frente, sin tierra de por medio, a Alemania y la Unión Soviética. Hubiera bastado con haber fraguado un tratado semejante al germano-soviético, repleto de acuerdos secretos, con los cuales mostrárseles condescendientes al dictador moscovita en sus aspiraciones polacas y checas. Dejar par de condiciones, sin embargo, como al pasar: la intangibilidad de las repúblicas bálticas, o de Finlandia. Darle al déspota moscovita, una vez firmado el tratado, seguridades de apoyo frente a una Alemania todavía a medio rearmar, insegura de sí misma, mientras este se tragaba a Polonia, y convertía a Checoslovaquia en un estado títere. Dejarlo envanecerse hasta que Stalin, quien siempre percibía la condescendencia como debilidad, violara las condiciones iniciales impuestas y también se adueñara de la ribera báltica o del petróleo rumano. De que habría terminado por hacerlo no cabe dudar, en cuanto llegara a dar en la certeza de que los aliados occidentales, por tal de que amenazara a Alemania por el este, lo dejarían remodelar el este europeo a su voluntad. Entonces solo habría que denunciar lo acordado, en base a la violación de las condiciones, y dejar a Moscú solo ante Berlín… Hitler, que en esta situación podía haber interpretado desde el mismo inicio de la guerra el papel de salvador de Europa ante el comunismo, que quiso representar hacia el final de la misma, a posteriori del verano de 1943, para atraerse a los aliados occidentales en contra de unos ejércitos soviéticos que avanzaban incontenibles hacia el corazón europeo, entonces no habría perdido la oportunidad de saltar sobre el gigante eslavo y sus enormes espacios, “vitales” para la nación alemana. Estaría obligado a hacerlo, porque, aunque Stalin tuviese el cuidado de entregarle los territorios checoslovacos y polacos mayoritariamente poblados por alemanes, y el corredor polaco de Danzig, que cortaba en dos a Alemania, al correr sus fronteras hasta las alemanas la Unión Soviética se convertía en un peligro existencial inmediato para el III Reich, no ya en cinco o diez años. Las preocupaciones ante lo que harían Francia y Gran Bretaña, que por demás en esta hipotética situación se habrían cuidado de no movilizar el grueso de sus ejércitos hacia sus fronteras, pasarían irremediablemente a un segundo plano: Alemania debía hacer retroceder las fronteras soviéticas muy lejos, hacia el este, luego se vería qué hacer con franceses y británicos.

Magnífica oportunidad que no dudamos unos gobernantes occidentales menos escrupulosos no habría dejado de advertir. En todo caso el que tal oportunidad se desaprovechara demuestra a las claras que las intenciones adjudicadas a Francia y Gran Bretaña son infundadas, y sobre todo muy injustas. Las dirigencias de esas naciones estaban muy lejos del maquiavelismo de los líderes máximos de Alemania y la Unión Soviética, y esta, al intentar justificar a posteriori el Tratado Molotov-Ribbentrop en una supuesta conspiración occidental en su contra, solo demostraba lo acertado de aquel viejo refrán: el ladrón, piensa a todos de su misma condición.

En general, esta supuesta teoría de la conspiración anti-soviética solo puede sostenerse desde el desconocimiento de la época, y sobre la acumulación de calumnias sin fundamento en contra de las personalidades que estuvieron al frente de las principales potencias occidentales. Por ejemplo, un intelectual “orgánico” al régimen proruso de La Habana va más allá de lo escrito por Putin, y convierte a Roosevelt en un vil canalla antisoviético, a pesar de que es bien sabido el empeño del líder americano por acercarse a la Unión Soviética durante la guerra, y su voluntad más que demostrada de construir para la posguerra un mundo sostenido sobre las relaciones de respeto y mutua confianza entre Washington y Moscú.

Según Raúl Capote, columnista de Granma, en un artículo escrito para ese medio en mayo de 2020, a poco de salir el de Putin, existió un supuesto intercambio de notas entre Roosevelt y Churchill, a resultas de lo acordado en Múnich: “(Roosevelt) le envió un breve mensaje a Churchill: “Muy Bien”, afirma sin citar su fuente. O sea, en el espíritu de la interpretación que a esa reunión le da nuestro hombre, como pensada en Occidente para dividir Checoslovaquia, entregar Polonia y desviar a la Alemania nazi sobre la Unión Soviética, el presidente de Estados Unidos daba por muy bueno lo logrado en Múnich.

Este infundio, sin duda, no pudo ser propuesto sino por alguien que cree a Churchill primer ministro británico ya en septiembre de 1938, y a Chamberlain su canciller. Sin embargo, Winston Churchill no sería primer ministro británico hasta el 10 de mayo de 1940, cuando la maquinaria bélica nazi atacó a Francia, Bélgica y Holanda. En septiembre de 1938 Churchill era un político que proponía lo opuesto de lo que todo el mundo deseaba en Gran Bretaña: enfrentar a Alemania, y no intentar un apaciguamiento que según él lo único que lograría era echar gasolina en el ardiente revanchismo alemán. Era por tanto un político reducido a algo peor que la oposición, a la oposición dentro del partido en el gobierno, alguien sin reales posibilidades de llegar a primer ministro. Por demás cabe preguntarse por qué el Presidente de los Estados Unidos mantenía comunicación con un político reducido en su país a semejante situación, arriesgándose a que la corriente principal del Partido Conservador malinterpretara ese intercambio como un intento de manipular su política interna. Pero sobre todo cabe preguntarse por qué Roosevelt le expresaría en una nota su entusiasmo por lo logrado en Múnich a nada menos que el mayor crítico en todo Occidente de esa reunión y sus resultados.

La realidad es que el joven secretario adjunto de Marina, Franklin Delano Roosevelt, a quien la polio no había dejado todavía inválido, y Winston Churchill, que entonces andaba en un bajón en su carrera política, y con todo era nada menos que el ministro de municiones británico, algo así como el zar de la economía de guerra británica, se encontraron por primera vez en 1918. El británico era 8 años mayor, y mucho más arrogante que el americano, lo cual ya es mucho decir, por lo que la relación no prosperó hasta el punto de que ambos comenzaran un intercambio de correspondencia secreta. Fue a partir de la asunción al premiarato británico por Churchill que comenzaron a intercambiar correspondencia, pero no como amigos, sino como los líderes de las dos principales naciones de Occidente. No se encontrarían en persona por segunda vez hasta agosto de 1941, en Terranova, donde ambos firmaron la Carta del Atlántico. La amistad personal entre los dos hombres solo nacería tras las “vacaciones” que Churchill se tomó en la Casa Blanca, entre diciembre de 1941 y enero de 1942.

El interés presente al desempolvar estas tergiversaciones históricas por Putin, o al inventarse calumnias como la anterior en La Habana, no es otro que presentar a la Rusia actual como la víctima de una ancestral conspiración occidental en su contra. Ayudar así a justificar el ultimátum lanzado por Putin a Occidente, y la agresión contra Ucrania.

La realidad es muy otra.

Rusia ha justificado históricamente sus ganancias territoriales en la falta de barreras naturales que protejan a su pueblo de los invasores extranjeros. Por lo mismo, según su discurso victimista, ha debido ocupar tierras a su alrededor, para alcanzar esas barreras naturales. En ese empeño, sin embargo, el estado ruso ha pasado de los poco más de cien mil kilómetros cuadrados que tenía hacia 1390, a los diecisiete millones que tiene hoy día, aunque en el momento de su máxima extensión, en 1903, llegó a tener más de veintidós millones, si incluimos sus territorios no oficialmente anexados en China.

Por cierto, a pesar de su discurso de solo estar interesado en alcanzar barreras naturales tras las cuales resguardarse de sus enemigos, el estado ruso ha superado algunas tan excepcionalmente buenas como los Urales y el Volga, o el Cáucaso, sin detenerse tras ellas.

Rusia fue ya una vez the Ruler of Europe, entre la caída de Napoleón y las Revoluciones Europeas de 1848 —las primeras Primaveras, de ahí el desagrado de Moscú por ellas. En ese período de treinta años impuso, a través del Congreso de Viena, el regreso al mundo de las tradiciones y las jerarquías medievales a una Europa que tras las revoluciones francesa e industrial se despertaba a la modernidad, los derechos y el progreso. Ahora aspira nuevamente a serlo, y para ello ideólogos como Alexander Duguin, o políticos como Vladímir Putin, han reconvertido a Moscú en la Capital del paleo-conservadurismo global.

La realidad es que el imperialismo ruso existe, y es el más agresivo al presente, como lo demuestra la agresión contra Ucrania en curso. Es, por cierto, un muy particular imperialismo, que intenta justificarse no como otros anteriores en la superioridad de la nación, la raza, o en la religión o la ideología en cuestión, sino en la maldad de los demás, en su desprecio o envidia a las supuestas formas ancestrales puras del pueblo y el alma rusas. Es, en consecuencia, un imperialismo víctima, que solo “se defiende”… como cuando en agosto de 1939 tuvo que firmar un tratado con Hitler.


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