La verdad y la plaga
La gravedad de la plaga no es la plaga en sí, sino los efectos que está teniendo sobre el hombre posmoderno, materialista, desconfiado y soberbio
Tu verdad no; la verdad
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Antonio Machado
¿Y qué es la verdad? Pregunta Pilatos a Jesús, según el evangelista Juan, después que el Cristo ha dicho que ha venido al mundo para decir la verdad. Mas allá de su valor teológico e incluso filosófico, el relato bíblico enfrenta dos personas con conceptos distintos de la verdad. El romano con todo su poder terrenal hace una pregunta retórica, irónica. Jesús, para quien su respuesta proviene del judaísmo, desafía el dominio material del prefecto imperial de Judea. Como señalan algunos biblistas, dos mil años atrás la racionalidad grecolatina es retada por la experiencia de la fe. Para decirlo en lenguaje de nuestros días: Pilatos y Jesús no están en la misma página: cada cual comprende el significado y el significante de la palabra verdad de modo diferente.
No es atrevido pensar que, por nuestras raíces grecolatinas y judeocristianas la verdad para nosotros no es solo razón, sino también experiencia. Llegar a la verdad de las cosas puede entonces, como han escrito tantos filósofos desde la antigüedad, ir por dos senderos: el de la racionalidad y el de la práctica, a través de la abstracción y de la sensopercepción. Es tan antiguo el debate sobre el conocimiento de la verdad, que algunos estudiosos afirman que todo se encuentra en Platon, idealista, y Aristóteles realista-materialista. Lo demás son anotaciones al margen.
Partiendo pues de la dificultad para conocer y comprender la verdad, los astutos filósofos y políticos de la posmodernidad resolvieron el dilema con el viejo concepto del solipsismo —existe lo que yo percibo como real. Toda verdad es relativa. Al no existir ninguna verdad absoluta —ni siquiera este enunciado, que se autonegaría— todo vendría a ser según el cristal con que se mire —Ley Campoamor. Caminaría el ser humano entre verdades a medias o mentiras, que es lo mismo. Los críticos de la posmodernidad achacan la pérdida de valores occidentales, precisamente, a que hay verdades que no pueden ser relativas porque el ser humano perdería su centro de gravedad racional y moral. Buscando la verdad con excesiva libertad, con libertinaje, vale todo, comenzaría el final de la vida en democracia.
Esta larga introducción es para decir que si hay una víctima mayor en la pandemia de covid-19 es la verdad. Se ha impuesto a un gravísimo suceso clínico la ideología subjetivista-relativista: todo depende de cómo percibe cada uno la enfermedad. Cada cual sabe cómo combatir la infección, y su tratamiento. Para el hombre posmoderno, sin asideros ciertos, los científicos mienten, los políticos mienten, los periodistas mienten. A veces solo la Internet posee algo de verdad. Esa es una gran diferencia con otras plagas mortales, incluida la mal llamada Gripe Española. La pandemia de 1918 encontró un mundo en guerra, dividido. Pero nadie se cuestionaba la rápida propagación ni las medidas de protección como las mascarillas de tela y gasa, aunque poco pudieron ayudar entonces a salvar vidas.
De modo que la gravedad de la plaga no es la plaga en sí, sino los efectos que está teniendo sobre el hombre posmoderno, materialista, desconfiado, soberbio, sin código moral y ético definido, incoherente, y, sobre todo, inculto. El hombre de la subjetividad individual del todo vale, ha sido alimentado desde el último tercio del siglo XX solo con apariencias y no compromiso; es pobre de espíritu, en hacer por los demás, en sentir y abrazar la otredad.
La sospecha de que todos mienten, que vivimos en el imperio de las no-verdades, hace que millones no tomen en serio la gravedad de la pandemia. He aquí el peligro de la libertad sin responsabilidad: en la medida que los países más desarrollados de Occidente se han montado en el carro del secularismo y el relativismo, la Plaga los ha azotado con más fuerza. No es un castigo divino. Es la lógica de la Verdad, con mayúsculas: hay un orden de las cosas, y ese orden, llámese medio ambiente, derechos humanos, la defensa de la vida y de una muerte digna debe ser respetado; frutos que el hombre no debe tocar en el poético Árbol del Bien y el Mal si no quiere verse desnudo, alegóricamente, en este valle de lágrimas.
La última “hazaña” en la búsqueda individual de la verdad ha sido la demolición de los símbolos históricos. Sin llegar a consensos, proveídos de una incultura rampante, grupos de vándalos deciden por su cuenta quienes deben permanecer en bronce o en mármol, y quienes no. Quienes los apoyan se escudan en el derecho personal a juzgar la historia. Ninguno se ha preguntado por qué los regímenes totalitarios comienzan tumbando estatuas y quemando banderas sin pedir permiso a nadie. El vandalismo que hemos visto no es más que la expresión de una sociedad donde las personas se arrogan el derecho de revisar el pasado según sus intereses y ahí no paran: toman acciones violentas contra símbolos y personas que no se acomodan a su visión del mundo.
En el caso de Estados Unidos, la verdad ha sido secuestrada por las elecciones de noviembre próximo y el país está pagando un alto precio por ello. Pareciera que ningún bando es sincero, y, en consecuencia, el ciudadano está decidiendo por su cuenta que hacer y no hacer. Los opositores al presidente han tomado algunos de sus errores prácticos y discursivos para repetir hasta la saciedad que ha sido incompetente frente al coronavirus. El presidente Trump, según sus críticos, no ha hecho nada o lo ha hecho todo mal. Para ellos no hay términos medios. Es una verdad absoluta.
Entre muchas medias verdades de la prensa esta que Donald Trump recomendó inyectarse o tomar cloro; reportaron dos decenas de casos intoxicados, y nunca se publicó un nombre, un lugar, un fallecido por esa causa. La prensa ha dicho que sus funcionarios se niegan a usar mascarillas; es fácil comprobar que todos la llevan puesta. Los opositores hablan de que su entorno no respeta el distanciamiento social; en el Jardín de las Rosas y en la Sala de Prensa de la Casa Blanca están sentados todos a seis pies de distancia uno del otro. Habló Trump de la hydrocloroquina como un probable medicamento alternativo; sugirió que podía ser útil y barato. Es como si hubiera prescrito el medicamento por orden ejecutiva.
El presidente se defiende a su muy particular manera: los científicos pueden tener “su” verdad, y los políticos la “suya”; y como nadie se pone de acuerdo, hace valer “su” autoridad, bien ganada en las urnas. Para Trump basta ser el mejor país del mundo haciendo test, de modo que no hay que preocuparse tanto. ¿Donald Trump es la verdad absoluta? No puede serlo. Es un ser humano, y con ciertas características de personalidad que lo hacen vulnerable. En la medida que sus rivales sigan usando el desorden y las medias verdades para dañar la reelección, se fortalecerá por un simple sentido de solidaridad con la víctima —un papel, hay que admitirlo, que el presidente sabe hacer muy bien.
Muchos de sus seguidores, y otros que permanecen en las sombras, esperan noviembre 3, como hace cuatro años, para votarle. Las encuestas, que no son la realidad sino una aproximación matemática, parecen favorecer al candidato demócrata. Las encuestas deberían leerse al revés entre tanta posverdad y relativismo. El hombre posmoderno se ha habituado a pensar poco, y a no hacerse responsable ni por ese poco. La racionalidad y la certeza de la fe y de la experiencia han dado paso a la cultura del espectáculo, de la subjetividad, del aquí-ahora y el no-compromiso. Esa es la lectura que Donald Trump ha sabido hacer del electorado. Esa es la que aún no han hecho sus oponentes.
Publicado en Habaneciendo.com, Blog del autor.
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