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Lo que el coronavirus se llevó: el papel higiénico

El coronavirus de pronto nos enfrenta a una realidad que desde hace años se viene incubando en la red, las computadoras y los teléfonos celulares

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Es una obligación tocar el tema. Los análisis políticos. La jugada de Trump de reconocer la plena dimensión de la crisis por la pandemia, que de nuevo lo acerca a la reelección. La victoria —una y otra vez— de Biden sobre Sander en las primarias. Las repetidas caídas de la bolsa, que a diario consumen miles de millones de dólares. Todo ello ocurriendo y, mientras tanto, mi mujer me recuerda que en su baño quedan cinco rollos de papel higiénico y en el mío cuatro.

¿Por qué, de pronto, falta el papel higiénico en todo el mundo? Esa repetición que nos une, de Londres a Miami, ha sido explicada por los psicólogos: sensación de inseguridad, temor a perderse algo o quedar fuera de algo (el FOMO o fear of missing out), pánico a no tener lo que otros tienen, el mimetismo de comprar lo que otros compran, el factor emocional que acompaña a cualquier compra.

En los supermercados, los estantes vacíos de papel higiénico y de uso doméstico son los mejores ejemplos visuales de una crisis. Invitan a la fotografía más fácil y contundente. Se convierten también en el artículo por excelencia para el acaparamiento y la reventa. No se deteriora a los pocos días. Puede almacenarse en alacenas y garajes. Aunque siempre de valor monetario limitado para la especulación, indica a las claras la (mala) ejecución de un gobierno. Basta recordar la Cuba castrista, la Venezuela de Chávez y Maduro, la Unión Soviética de entonces. Por ello también, la crisis de ahora es temporal y no endémica.

Aunque todo puede resumirse en una formula simple: el ejercicio innecesario de la acumulación de este tipo de papel como respuesta gregaria al miedo de aislarnos

El coronavirus de pronto nos enfrenta a una realidad que desde hace años se viene incubando en la red, las computadoras y los teléfonos celulares. Nunca ha resultado más factible el aislamiento. Al punto que la pandemia abre la posibilidad de cambiar nuestro entorno para siempre: trabajo desde la casa, educación a distancia. No es que dichas actividades ya no existan, sino que se generalicen y se conviertan en la forma dominante. No es la primera vez que una epidemia cambia el mundo conocido.

Sin embargo, hasta ahora la tendencia dominante en los gobiernos de diferentes países ha sido lo contrario. Si bien se recurre al teletrabajo, la teleeducación e incluso el telegobierno, el criterio aplicado es el de la excepción. La epidemia se considera una alteración de la vida cotidiana y las medidas para combatirlas (represivas por naturaleza) como un medio para volver al statu quo.

Curiosa la mezcla a que asistimos, de combatir la pandemia como en tiempos medievales la peste, con el aislamiento y el rechazo, y al mismo tiempo disponer de posibilidades tecnológicas que nos permiten eludir el encierro en la educación, el trabajo y hasta la diversión.

Solo que necesitamos el papel higiénico. Es ineludible. Ante su carencia no sirven las computadoras; al menos solo podrían ayudar a encontrar un sitio donde localizarlo.

Hay la tendencia a olvidar que algo relacionado con la función elemental más cotidiana y simple resulte tan importante. No para los cubanos —y ahora tampoco para los venezolanos—, que por años han recurrido a los sustitutos más diversos a mano. Pero recorremos el mundo sin apenas notar las diferencias —por lo general más estrecho en Europa que en Estados Unidos, a veces más burdo en China— y exigiendo siempre su presencia.

Por supuesto que la crisis del papel higiénico es temporal, aunque no se debe limitar a lo anecdótico. Imaginar por un momento que las fábricas se detengan, que también falten los sustitutos más socorridos como papel toalla, servilletas y hasta manteles de papel. Entonces será el momento de lamentar el declive de las ediciones impresas de periódicos, el desdén por las revistas o la añoranza por los libros, en especial las ya antiguas y casi desaparecidas ediciones en “papel biblia” —mi mujer ha comenzado a mirar codiciosamente nuestra edición de la Britannica— y preguntarnos para qué, en fin de cuentas, es útil un celular.


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