México, la miseria se vistió de oro
La conmemoración del bicentenario del Grito de Independencia y el centenario de la Revolución mexicana fue fastuosa. Pero, ¿no fue también un despilfarro de recursos, que el país necesita con urgencia?
El pueblo de México (o no sé si decir su gobierno) llevó a cabo el pasado 15 de septiembre lo que muchos consideran los festejos más grandes de la historia del país azteca y, apuntan otros, la celebración más espléndida de unas fiestas patrias en la historia moderna de América Latina. Se trataba de la conmemoración del bicentenario del Grito de Independencia y el centenario de la Revolución mexicana.
El costo total de las festividades ascendió a más de 45 millones de dólares, repartidos, entre otros gastos, en vestimentas, carros alegóricos, pago a los artistas, juegos pirotécnicos, iluminación, escenarios, montaje y desmontaje de escenarios y gastos de logística. Si bien en todas las capitales estatales y en la mayoría de los municipios del país —excepto en trece ciudades— hubo festejos, la gala principal se llevó a cabo en el Zócalo (plaza central) de la ciudad de México, convertido en una verdadera fiesta primer mundista. Tanto en la noche del 15 de septiembre como en el imponente desfile militar en la mañana del día siguiente, sobraron las sorpresas, las innovaciones, las exhibiciones en realidad ostentosas.
Una coreografía masiva compuesta por 55 mil asistentes al Zócalo, 16 mil disparos de fuegos artificiales que mantuvieron iluminada casi toda la ciudad por más de 15 minutos, sucedieron —entre otras actividades— al ritual del llamado “Fuego Nuevo”, ejecutado por miembros de diversas comunidades que danzaron y quemaron el copal, una manera de replicar la ceremonia prehispánica que representa el inicio de un nuevo ciclo. Quizá el momento clímax de la noche del 15 de septiembre fue la ensambladura del Coloso, representación de las luchas del pueblo azteca contra los usurpadores; escultura de 20 metros de altura y ocho toneladas de peso —la figura blanca de un hombre con bigote que carga una espada rota en su mano izquierda—, que maravilló a los casi 900 mil asistentes al Zócalo cuando fue enhiesta y acoplada mediante modernas e imponentes grúas. Todo esto, y mucho más, antes de las once de la noche, cuando, como es tradición cada 15 de septiembre, el Presidente de la República, desde el balcón central del Palacio de Gobierno, cumpliera con esa aberración de “dar el Grito”, lo que consiste en, luego de sonar la Campana de la Independencia, dar vivas a los héroes que nos dieron patria y gritar “¡Viva México!” tres veces, en la medida en que la muchedumbre repite sus frases.
En el desfile militar del 16 de septiembre participaron escuadras de 17 ejércitos extranjeros sumadas a las fuerzas armadas de México, tanto terrestres como aéreas, así como elementos de la Marina y, por primera vez, de la Secretaría de Seguridad Pública. El desfile duró tres horas aproximadamente y en él se mostraron las principales armas y artes de las distintas fuerzas; fue imponente.
Esta vez las televisoras hicieron su agosto: el propio gobierno había sugerido a la población que presenciara los festejos por este medio, debemos suponer que por la inseguridad que vive el país. Disfrutando tal vez la histeria patriotera que identifica a la mayoría de las personas que reportan estos actos, la inmensa mayoría decidió ver la conmemoración en casa.
¿Qué se celebraba?
Ya sabemos, 200 años de una independencia que en realidad no existe plenamente y 100 de una revolución que aún no ha cumplido sus propósitos, sobre todo cuando tomamos en cuenta que en el país hay 54,8 millones de pobres (lo que representa el 51% de la población) y están desempleados 2,5 millones de personas en edad laboral, sin tomar en cuenta los 12,5 millones que se desempeñan en el llamado sector informal. Por otra parte, la dependencia de Estados Unidos es abrumadora: el 80% de las exportaciones de la nación azteca van hacia el país del Norte, que subyuga al primero en la medida en que le vaya mal o bien su economía. Asimismo, basta caminar por la ciudad de México para constatar la miseria, la desigualdad, la inequidad reinante. Y esa escalofriante diferencia entre los que tienen poco, mucho o demasiado y los que no tienen más que la indigencia para sobrevivir en una sociedad en la cual el salario mínimo no alcanza los 120 dólares mensuales y donde, por consiguiente, la inseguridad pública aumenta día tras día.
Durante 71 años de gobierno impuesto, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) esquilmó a un país que en realidad no es pobre, sino que fue empobrecido hasta el fondo por esta agrupación política que, todo parece indicar, tomará el poder nuevamente en 2012. Pero el PRI no fue sólo un partido político corrupto, sino, sobre todo, corruptor. De este modo, la corrupción, lamentablemente, casi viene siendo sinónimo de mexicano. Y aún más: la corrupción implantada por el PRI a lo largo de siete décadas llegó hasta la médula de un sinnúmero de ciudadanos que tienen como divisa: “el que no transa [trampear, robar], no avanza”. “El PRI roba, pero deja robar”, es otro de los lemas en boca de muchos. O sea, las “enseñanzas” del Partido Revolucionario Institucional permearon la moral individual y han sido heredadas de generación en generación.
De acuerdo, la Independencia es celebrable, pero sin tanta alharaca porque más allá de dos fechas no hay mucho que festejar en un país en el cual, además, se registran actualmente más de 28 mil muertos como consecuencia de la lucha contra el narcotráfico, que ya dura tres años.
Por otra parte, precisamente cuando el Presidente “daba el grito” y se llevaba a cabo un insensato despilfarro de recursos, todavía permanecían bajo el agua más de un millón de ciudadanos como consecuencia de las recientes inundaciones en varias regiones del país. De modo que la pregunta que surge una y otra vez es la siguiente: ¿era necesaria tanta fastuosidad para festejar lo que fuera? No. Creo que responderían quienes hayan leído hasta aquí, o quienes conozcan la real situación de la República Mexicana. Pero, aparte de algunas consideraciones de bajo perfil en uno y otro medio, nadie protestó. Porque el patrioterismo que antes citábamos ya forma parte de la idiosincrasia de este pueblo, del cual muchos de sus ciudadanos se la pasan diciendo “soy orgullosamente mexicano” sin comprender que la mayoría de las personas en el mundo podrían estar orgullosas de ser de donde son, pero no lo pregonan tanto (quizás porque no sean víctimas, como en México, de la propaganda oficial y el escarnio televisivo), o “como México no hay dos” sin pararse a pensar que como ningún país hay otro; dos iguales no hay, seguro. No, no debe haber otra república como esta donde el presidente y otros ejecutivos, al dirigirse al público, jamás utilizan el término “compatriotas” u otro que se le parezca, sino siempre “mexicanas y mexicanos”, y nunca la palabra “población” o “pueblo” cuando aluden en cualquier sitio a sus connacionales, sino de nuevo “mexicanos”. Esto podría parecer baladí, pero es otra de las razones del porqué se halla tan acendrado el nacionalismo vacuo —valga la redundancia— entre una población en buena parte carente de los bienes fundamentales para vivir de manera decorosa. Una población donde cada estrato hala para sí, sin que casi nunca se unifiquen en un reclamo colectivo. Así, sería raro ver una huelga o una manifestación de protesta contra la galopante inflación, contra la desidia de las autoridades frente al deterioro del transporte público o la contaminación ambiental, por ejemplo.
Por las razones antes enumeradas es que nadie protestó por un gasto de más de 45 millones de dólares para una celebración. Ni en el Congreso, ni en los mandos de los partidos de oposición, ni en la población hubo desaprobación por semejante sinsentido. Creo que en algún otro país en crisis como México, hubiera estallado una rebelión.
Ni siquiera la más rancia izquierda se quejó de modo ostensible porque en una noche se quemaran tal vez cuarenta nuevos hospitales totalmente equipados, o más de 70 escuelas con tecnología de vanguardia o más de un centenar de asilos para ancianos, por ejemplo; todos, bienes que con urgencia necesita la población, sobre todo la rural.
Ya pasó la fiesta. Hoy —cuando escribo este artículo, el domingo 19 de septiembre—, setenta y dos horas después, es memoria, comentarios. Nada. Mañana lunes se reincorporarán al trabajo luego de cinco días de asueto, y tantos y tantas, al regreso, se enchufarán con una de las abundantes telenovelas o con un partido de balompié.
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