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EEUU, Elecciones, Sanders

Perder el tiempo

El senador Bernie Sanders no es realmente un político socialista. Entonces cabe la pregunta: ¿por qué alardea de ello?

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Si el debate demócrata del 19 de febrero en Las Vegas tuvo una importancia relativa en esa larga macha que es la contienda por la presidencia de EEUU, el del 25 de febrero en Charleston —a cuatro días de las primarias en Carolina del Sur y una semana del “Supermartes”— fue una perdida de tiempo: mucho ruido y ninguna nuez.

En primer lugar, porque todos los aspirantes dedicaron la primera parte del encuentro y un buen rato en la segunda a caerle en pandilla al senador Bernie Sanders, una táctica socorrida y en buena medida inevitable, pero que brindó pobres resultados por una dispersión que llegó a la tontería. Ello sin contar que, cuando son muchos contra uno, el efecto emocional en el espectador puede resultar desfavorable a los atacantes.

Hasta ahora, la campaña electoral demócrata está resultando torpe, confusa y dispersa. Por momentos da la impresión que la totalidad de los aspirantes se concentra en hacer el mayor daño posible al futuro del Partido Demócrata, poner en peligro las elecciones legislativas —que coinciden con la presidencial— y poner por delante su persona frente al bien partidista.

Aunque lo anterior de momento no sirve como un posible indicador de triunfo o fracaso en las urnas de noviembre (basta recordar 2016) y se espera que tras el 3 de marzo la vía esté más clara.

Esta dispersión —a veces hay la tentación de hablar de “caos”— le está resultando muy favorable a Sanders, con muchos “pequeños” rivales, cuyas puntuaciones en las encuestas y resultados electorales los acercan cada vez más a la insignificancia. Pero también debe señalarse que también aumentan las dudas sobre las esperanzas de un retador fuerte dentro del área considerada, en términos generales, como “moderada”.

Sin embargo, lo más cuestionable del proceder de los aspirantes demócratas es el empeño en malgastar oportunidades para lanzar argumentos contundentes en contra de la labor del presidente Donald Trump al frente del país. Y en el último debate esa impericia llegó al extremo.

Fue el exalcalde de South Bend, Pete Buttigieg, quien expresó su incredulidad porque Sanders estaba llevando el debate a episodios que en la mayoría de los casos ocurrieron años antes de que Buttigieg naciera en 1982, como la tan comentada declaración sobre el valor positivo de la campaña de alfabetización en Cuba.

“No estoy esperando un escenario en el que se trate de Donald Trump, con su nostalgia por el orden social de la década de 1950, y Bernie Sanders con una nostalgia por la política revolucionaria de la década de 1960”, dijo Buttigieg.

“Esto es 2020. No vamos a sobrevivir ni a tener éxito, y ciertamente no vamos a ganar reviviendo la Guerra Fría. Y no vamos a ganar esta contienda crítica, y crítica en la Cámara y el Senado, si quienes participan en ellas tienen que explicar por qué el candidato del Partido Demócrata le dice a la gente que mire el lado positivo del régimen de Castro. Tenemos que ser mucho más inteligentes al respecto y mirar hacia el futuro”.

El problema con Sanders —quizá sea mejor decir uno de los problemas— es que el senador ha convertido la ideología, la imprecisión y el populismo en parte de sus instrumentos de campaña, y le ha ido muy bien con ese uso. En ello no difiere mucho de Trump, salvo en el hecho de que al actual presidente de EEUU no puede catalogársele de ideológico.

Por ejemplo, Sanders no es socialista. No es siquiera un socialista democrático o social demócrata en la plena acepción del término, aunque lleva décadas repitiéndolo ( a través de esos años ha abandonado de su plataforma política algunas de las reclamaciones socialdemócratas). Y eso es, dejando a un lado sandeces como llamarlo “comunista”, que él no admite. En su supuesto programa hay ideas que han sido puestas en práctica por gobiernos socialdemócratas en Europa, así como por el laborismo británico o durante etapas de mandatos que pueden catalogarse de progresistas o con conciencia social en países tan diversos como Canadá y Costa Rica.

Hay cierta aberración en rechazar esas ideas de bienestar social, que en gran medida encierran una fuerte dosis de sentido común, así como en considerar que no son populares en Estados Unidos. Oponerse a un aumento del salario mínimo, la matrícula gratuita en colegios comunitarios y en universidades públicas, y el contar con un sistema de salud para toda la población —de forma escalonada en cuatro años— no significan implantar un régimen totalitario, un gobierno comunista, ni siquiera uno socialista.

Pero a Sanders, sin embargo, le encanta el “alarde socialista”. ¿Lo llevará al triunfo o al fracaso?

Sobre el debate en Las Vegas: La larga marcha de Sanders, ¿una posible crisis en la convención demócrata?


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