Actualizado: 27/03/2024 22:30
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EEUU, Trump, Cohen

Pobre, pero honrado

No basta el hecho de que la economía marcha bien para que a un mandatario se le considere que lleva a cabo una buena labor, y más si cuando llega a la presidencia no encuentra al país en recesión o en plena crisis financiera

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La frase del título, una vieja réplica moral, no importa lo gastada y el maltratado de años que la acompaña, vuelve a cobrar vigencia gracias al presidente Donald Trump.

“Si me destituyeran los mercados se hundirían. Creo que todo el mundo sería más pobre”, dijo el mandatario a la cadena televisiva Fox.

La declaración vale su peso en oro. En primer lugar, porque Trump muestra su temor a ser destituido. Luego al sobrar los ejemplos de que una aparente mejora en la economía de un país no es garantía alguna de que todo irá mejor con él en un futuro cercano.

¿No comenzaron los trenes a llegar a su hora con Mussolini? ¿No salió de la recesión Alemania tras la llegada de Hitler al poder, quien logró que el desempleo disminuyera de seis millones en 1932 a un millón en 1936?

Por otra parte, no hay que darle mucho valor a esa perenne atribución de alguien que a su llegada al poder encontró una nación con una economía en buenas condiciones y una crisis mundial en franca superación.

Así que, a no ser que se anteponga el fanatismo al sentido común, no hay que perder de vista que la economía de Estados Unidos depende de factores diversos que, para bien y para mal trascienden el poder ejecutivo.

Lo cual se traduce, en lenguaje simple y llano, en que no basta el hecho de que la economía marche bien para que un presidente sea bueno —y más si no encuentra al país en crisis—, porque al lograrlo se limita a cumplir una parte de su gestión.

Otra parte, de igual importancia, es que sea un ejemplo para la nación que dirige. La labor de un mandatario no se limita a su supuesta capacidad para dirigir al país económicamente —a las leyes y decretos que firme o promueva y a las regulaciones que establezca—, sino a su papel en la formación de actitudes, a su participación en dar forma a una cultura nacional —en su sentido más amplio— y en aumentar la conciencia del país.

En este sentido —y colocando en un paréntesis cualquier juicio sobre su función, administrativa, que en el caso de Trump solo se puede catalogar de catastrófica—, el actual inquilino de la Casa Blanca es un desastre: su entorno en Washington y a lo largo de su vida recuerda el título de una película en Cuba: Nido de ratas.

Desde que Trump asumió la presidencia hemos asistido a un desfile de enjuiciamientos, condenas y declaraciones de culpabilidad de un buen número de sus más cercanos colaboradores.

Se trata de un proceso en marcha, donde lo más visible es que la figura del fiscal especial Robert Mueller se refuerza a diario; en que hay que estar demasiado idiotizado en el fervor hacia el mandatario para repetir que se trata de una “cacería de brujas” y donde el secretario de Justicia ha reafirmado su independencia.

“Mientras yo sea fiscal general, las acciones del Departamento de Justicia no se verán influidas de forma inapropiada por consideraciones políticas”, ha resaltado Jeff Sessions.

Ya no se trata solo de una investigación: asistimos a un necesario acto de catarsis nacional.

¿Cómo es posible que un líder mundial se rodeara y rodeé de tanta metralla? Solo con personajes como Fidel Castro se ha visto tal cifra de figuras deshonestas que son encumbradas por un tiempo, para luego ser denigradas —con los epítetos más vulgares— por el mismo que las colocó a su lado.

O en el peor de los casos, defendidas tras una condena por un jurado, como en el caso del estafador Manafort, al cual Trump sigue considerando “un hombre bueno”, en vez de un buen sinvergüenza.

Cabe preguntarse cuál de los dos calificativos se dirá mañana del ahora presidente.


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