Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Jamón, España, Martí

«Tournée» para entendidos

Un recorrido por la España de caldos, sidras y jamones, con una sorpresa al final

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Dejémosle los Velásquez, con sus consabidas Meninas y sus maravillosos Borrachos a los que entienden de esas fruslerías; los Goya, Grecos, Sorollas y esos prodigios del Bosco que en el Museo del Prado esperan por los entendidos.

Mejor conozcamos que las fabadas asturianas no se hacen con judías sino con fabas y que necesitan obligatoriamente del delicado azafrán; y que los caldos gallegos no son potajes, sino eso: caldos, que humean regocijantes.

Nada del Thyssen Bornemisza y sus Picasos, Dalíes, Goncharovas, Matisses, Manets, fauvistas, cubistas, expresionistas e impresionistas y tomemos un buen tiempo disfrutando con el paladar el Museo del Jamón con una casi infinita selección de obras de arte en eso de embutir carnes en tripas y en descifrar las sutilezas de un “jamón pata negra”, en comparación con un serrano [que nada tiene que ver con lo que por acá conocemos] o un jamón de bellota u otro curado.

Ignore usted Palacios Reales y Catedrales de Almudena y siéntese a degustar un vino riojano frente a esos inescrutables monumentos, y a un lado del Teatro de la Opera, y como reza un anuncio con clara premonición, “¡Al diablo con la crisis! come y bebe bien”, disfrute del aire fresco, del vino y de un buen queso que fue en algún momento leche de cabra montuna en Asturias y viva usted el momento. Innecesario aviso para esos madrileños que en tropeles inundan la Gran Vía a cualquier hora del día, y hasta adentrada la medianoche.

En Toledo le sugiero que se olvide del Alcázar, de la Catedral, de las antiguas y reconvertidas sinagogas, pase por alto al majestuoso Entierro del Conde de Orgaz con sus alargadas y fantasmagóricas figuras y por esa misma callejuela en la que se desciende de la venerable iglesia de Santo Tomé, se encontrará un bistro, que no restaurante, donde entre caña y cañas [de cerveza claro está] degustará sabrosas aceitunas que saben a eso: aceitunas. Y no olvide los mazapanes que se disuelven en la boca como si quisieran escurrirse y no lo logran.

Si quiere sorpréndase con el acueducto romano en Segovia, que no es más que el producto de la ignorancia romana de la dinámica de los fluidos, disfrute el vientecillo que baja de los montes, recorra la judería, repase los interiores góticos, y barrocos a la vez, de su fabulosa catedral, camine un poco más hacia el lomerío y recorra el Alcázar lleno de imaginerías, tapices, armas, armaduras y blasones, dele un vistazo a los artesonados, pero no deje ¡jamás! de paladear el cochinillo, pero antes de trincar el infeliz animalillo con tenedor y cuchillo, permita que el aroma de ese exclusivo preparado le penetre hasta lo más profundo de su entendimiento, que de eso se trata de entender lo perfecto, lo que está a punto y es por demás suculento.

En Oviedo con ese clima casi londinense, donde la llovizna obliga a paraguas reticentes, pase usted por la catedral y por la plaza adyacente, pero sin mirar para atrás baje a todo dar hasta Gascona, salude rápidamente la estatua de la gitana que allí lo espera y adéntrese en ese mundo inesperado de la sidra. Está usted en el Boulevard de la Sidra donde los camareros escancian la bebida desde la altura máxima de su brazo a un pequeño vaso que casi esconden cerca de sus rodillas, el juego de malabares rompe, como ellos dicen, la sidra y usted debe tomársela de un solo trago, el resto, si es que queda, va al piso lanzada por ese camarero que en portento de equilibrio que te escancia tu nuevo trago.

No se quede allí, avance más abajo y entre en otra y otra y otra y otra sidrería, y probara distintos tonos de la magia de esa sidra natural que nada tiene que ver con la que conocíamos. Y cuando entienda que no es saludable una sidra más pues penetre en los menús que ofertan picadillo de jabalíes y otras delicadezas de ese rústico tono. No deje de probar los frixuelos con una fina azúcar espolvoreada.

Y si usted es un aventurero y sale a buscar lo más autóctono y se olvida de los múltiples monasterios y otros monumentos del medioevo podrá llegar a Cornellana y degustar esa carne macerada con una piedra del río Nalón sobre una mesa de mármol, luego trabajada y finalmente enharinada para después de frita saborearla como un “Pepito”, que en este lugar se anuncia: “Ni en Cornellana, ni en La Habana hay Pepitos como los de la Grana”.

Tal vez en un afán de montañero usted se adentra en la montuosa geografía asturiana y llega a Campo de Caso, el Campu en astur, y admira el paisaje, recorre el pequeño poblado, penetra en una dulcería que hace un pequeño dulce que tiene que ser el antecesor directo de aquellos polvorones o “torticas de Morón” de mi infancia, lo cual me remonta a aquel abuelo que salió de este poblado y jamás regresó. Pueblo antaño de mineros del carbón, anarquistas, y criadores de un ganado que se fomentó en una nueva raza, la vaca casina: ancha de pecho de subir las montañas como si fuese cabra y con largas cornamentas, de su leche se confecciona el queso casín, fuerte y aromático.

Pero desdeñe el paisaje y las bucólicas imágenes, penetre en una de las tantas casas de indianos construidas hace años con dineros salidos de Cuba, ahora convertida en hotel-restaurante, y enfrente una tabla de embutidos, embuchados y jamones hechos artesanalmente, en uno más que en otro, con la montería que se caza por estos lares. Deje sitio para los postres endulzados con una miel ligera y transparente que solo se da en esta zona.

Si usted llega a la Coruña alrededor de la Navidad y recibe una invitación para la cena de Nochebuena, olvídese de la Torre de Hércules y preparase para enfrentarse a otra tarea hercúlea, una selección de crustáceos que le pondrán enfrente para que usted deguste y ni sueñe con lechones y frijoles negros, esa será su cena: “centollos”, como espinosos cangrejos y “buey de mar”, parecido a las jaibas criollas. Usted tratará de sacarle alguna carne y recordará aquella guaracha que decía: “el cangrejo no tiene na’ hueso na’ma”. Pero no desespere y moje el sabroso pan gallego en la suculenta salsa que los acompaña y al siguiente día usted puede saborear un filete de rape, ese horrible pez de profundidad con cara de batracio, pero de una gustosa, blanca y compacta carne.

Próximo a la Coruña se topará con el montuoso pueblito de Betanzos reconocida como villa desde 1212, donde se aprietan en su proximidad tres iglesias góticas que conforman un reconocido núcleo histórico artístico, pero lo verdaderamente importante aquí son las tortillas de patatas [papas], no deje de probarlas, que han llegado a ser símbolo y orgullo del poblado que desde 2007 ha entronizado la fiesta de esa pieza gastronómica en una competencia anual. ¿Mi opinión? Son deliciosas.

No tiene que realizar el azaroso y agotador Camino de Santiago, si quiere usted puede llegar cómodamente, pero antes de entrar en la opulenta Catedral —máxima expresión del barroco compostelano— abrazar la estatua de Santiago Apóstol y admirar el monstruoso botafumeiro que pretendía, sin mucho resultado, aplacar los vahos pestilentes que emanaban de los cuerpos de los peregrinos que sudorosos y agotados habían culminado “el Camino”, usted se va a encontrar en una plazoleta que enfrenta la Universidad, es la Praza da Inmaculada, de ella arranca, en su extremo sureste, la Rúa da Acibechería. No se amilane y entre en una de sus numeras joyerías y adquiera un azabache [no son caros] La orfebrería en azabache es el oficio tradicional más característico de Compostela, trabajado artesanalmente con limas, gubias y torno; se extrae de los próximos yacimientos de Asturias, considerado el mejor azabache por su intenso y brillante color negro conseguido al pulimentarlo manualmente. Ese mineral fósil de origen vegetal, que no solo aleja las hechicerías de las meigas gallegas sino también le evitaba a los niños cubanos, colgado de un breve lazo rojo, el “mal de ojo” de las maléficas y odiosas brujeras.

En par de horas viajando hacia el sur de Galicia usted puede llegar a Portugal, no se preocupe de visas y otros requerimientos ya que se encuentra dentro del espacio Schengen y nadie cuida la frontera. En las orillas del Miño, río que conforma la divisoria, esta Fortalezza o por su nombre oficial Valença do Miño, se puede decir que es toda una ciudadela amurallada. Es un placer pasear tranquilamente por el laberinto de callejuelas empedradas de su centro histórico levantado en el siglo XVII y que nos recuerda la Fortaleza de la Cabaña; pero no venimos a remembranzas sino a disfrutar de una de las setenta y tantas variantes de preparar el bacalhau que tiene la cocina lusitana. Mi sugerencia: Bacalhau Assado Na Brasa.

En Sevilla no deje usted de paladear la Manzanilla ese vinillo dorado y seco que se sirve en una pequeña copa abocinada con culo grueso, no se extralimite que hay que mirar a lo alto a la Giralda y comprobar que la giraldilla habanera es una púdica descendiente de esta veleta que corona el reciclado minarete. Pasee un poco por los jardines del Alcázar para refrescar los calores y siéntese a pocos metros de la maravillosa catedral a degustar una paella, que le recordará la versión cubana, y pida un plato de pescado; sorpresas para el paladar: merluzas, lenguados, boquerones, sardinas y otros de los cuales no se su nombre solo que saben a ambrosia para ictiófagos.

Pero si usted no es muy dado a los productos del mar le recomendamos que dé una vuelta por los alrededores de la Maestranza, en las cercanías de la Torre del Oro, y se encontrará varias fondas —en el antiguo decir en Cuba y que aquí tiene otro significado— donde podrá consumir “cola de toro estofado”, que nada tiene que ver con el “rabo encendido” criollo y se lamerá los labios. Aproveche la cercanía y camine unas pocas cuadras y descubra el pabellón de Cuba en la Exposición de Sevilla de 1929, obra de los arquitectos cubanos Evelio Govantes y Félix Cabarrocas, usando maderas cubanas y que nos recordará las regias mansiones del Vedado.

Al llegar a Córdoba donde en los tiempos medievales, siendo la capital del Califato Omeya, judíos, cristianos y musulmanes coexistían en buena relación, diríjase sin perezas a donde permanece en su amplitud la Mezquita con la Catedral impuesta con la Reconquista, pasee por sus amplias salas y sus jardines sembrados de naranjales. Cruce el puente de la época romana para llegar a la Torre Calahorra y disfrute de la brisa que trae consigo las aguas del río Guadalquivir, pero ni por asomo olvide disfrutar el salmorejo cordobés y por favor no lo confunda con un gazpacho común y corriente ya que sus diferencias son múltiples y sus semejanzas pocas.

Imposible pasar por alto el Alhambra de Granada, allí tendrá que codearse con los tumultuosos turistas de variadas lenguas para poder disfrutar los esplendidos artesonados, las fastuosas filigranas que conforman los arcos de los dinteles de las puertas, el increíble y austero Patio de los Leones a la entrada de la Sala de los Abencerrajes; esa fabulosa sala con su impresionante cúpula de mocárabes en forma de estrella de ocho puntas al abrirse sobre ocho trompas también de mocárabes, donde [según Washington Irving] decapitaron, junto a sus hermanos, al ofensor fornicador de la favorita del Califa.

Pero antes que anochezca debe usted subir hasta el Albaicín y desde la plazuela de San Nicolás, —en un extremo un grupo de gitanos cantan y bailan y el olor a hachís es penetrante— usted haga caso omiso y aguarde por la caída del sol, quizás una de la más bella del mundo, en su caída ira coloreando las murallas del Alhambra hasta su final retirada. Cuando eso ocurra busque algún restaurante cercano y disfrute un solomillo de ternera al grille bañado con un vino Ribera del Duero mirando a través de los ventanales las murallas y torres del Alhambra, es una cena de lujo e inolvidable.

Si piensa darse una vuelta por El Escorial levántese temprano, pero no demasiado, y desayune con un chocolate bien caliente y espeso, casi como natilla, acompáñelo con unos churros, o si prefiere pan con mantequilla, pero le recomiendo el pan con aceite, ese aceite de oliva que huele y sabe a olivas

El Escorial con la rigidez, sobriedad y simplicidad del estilo herreriano en su máxima expresión, sumado a la complejidades de los enlaces dinásticos de Habsburgos y Borbones, el riguroso orden de sus marmóreos catafalcos y el hecho de que una guía desconozca que los cedros y caobos que forman este descomunal palacio-mausoleo de Felipe II fueron cortados en Cuba; no debe quitarle a usted el apetito para saborear a unos pasos del monasterio de una sepia al vino y ¡maravilla!, disfrutar las torrijas que no se encuentran en otro lugar salvo en Semana Santa, quizás sólo aquí aparecen por peculiar dispensa eclesiástica.

Quizás caso único, dos catedrales en la ciudad de Zaragoza, una de ella la Basílica de Nuestra Señora del Pilar, patrona de los países hispanoamericanos, la otra la del Salvador, esta última en la Plaza de La Seo que no ofrece solución de continuidad con la Plaza del Pilar, conformando una extendida plaza adornada con múltiples fuentes y escondiendo en su subsuelo las ruinas del foro romano. No se detenga a localizar la bandera cubana entre las múltiples que enmarcan el barroco altar de la Virgen del Pilar, ni ocupe su tiempo en desentrañar los vericuetos de una fuente moderna que representa a Hispanoamérica y que de las islas solo incluye a Cuba.

Haga abstracción de las murallas, teatro y demás restos romanos, no se fije en el Torreón de la Zuda, ni en el Palacio de Aljafería, donde ocurren los hechos cantados en El Trovador de Verdi, ni en los tantos ejemplos del mudéjar que encierra la ciudad, deleite su paladar con un plato aragonés: el ternasco acompañado de “papas a lo pobre”, y que no lo engañe el nombre, son riquísimas. No sea pudoroso y sumerja su pan en la olorosa salsa.

Pero en esta única ocasión le digo que no pase por alto que en la Calle Mayor número 13 casi esquina a Virgen vivió José Martí a pocos pasos de la Basílica de la cual oiría a cada hora sus campanadas, imagínese su recorrido hasta la Universidad a unas diez cortas cuadras y trate de adivinar en dónde viviría la incógnita mujer a quien quiso. Y así estará usted bien servido.


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